Nunca como en estos momentos de crisis se había hablado tanto de los Servicios Sociales y de los productos que este desconocido sistema ofrece, especialmente para aquellos colectivos más desfavorecidos. En pocas ocasiones como en este presente convulso y crispado, los Servicios Sociales, y el conjunto de prestaciones técnicas o económicas que lo configuran, habían […]
Nunca como en estos momentos de crisis se había hablado tanto de los Servicios Sociales y de los productos que este desconocido sistema ofrece, especialmente para aquellos colectivos más desfavorecidos. En pocas ocasiones como en este presente convulso y crispado, los Servicios Sociales, y el conjunto de prestaciones técnicas o económicas que lo configuran, habían sido tan utilizados como coartada y recurso informativo. Cierto que el populismo periodístico, la banalización noticiable y el consumo morboso de la pobreza, Callejeros [La Cuatro] y Comando Actualidad [La 1] priman sobre la honestidad, seriedad y rigor informativo. Por poner un ejemplo, las recientes polémicas acerca del fenómeno de la inmigración acaban siempre con la oportunidad o no del acceso de la población inmigrante irregular a los Servicios Sociales. Lejos de propiciar un debate sereno y contrastado de lo que significa la inmigración como valor activo de capital humano, la reflexión se ha manipulado de manera interesada y no menos populista.
La crisis económica está generando gravísimos problemas de supervivencia entre los colectivos sociales más desprotegidos. Pero antes de que la crisis se hiciera presente entre nosotros y salpicase a las clases medias o a las clases medias-bajas, los sectores más precarios y desfavorecidos de la sociedad ya la padecían. Pero ahora más. Porque las puertas de acceso a la inclusión, a través del empleo fundamentalmente, se han cerrado a cal y canto. Y porque las redes relacionales se han constreñido o evaporado.
El reino de España se estrena al frente de la presidencia de la Unión Europea, en un año declarado Contra la Pobreza y la Exclusión Social, con un esquelético curriculum social. Porque no ha sido capaz de reducir la pobreza y la exclusión social durante la década dorada del crecimiento. Pero más aún, España se sitúa a la cola de los países de la EU15, detrás de Portugal, en gasto destinado a la protección social. En el reino de España la pobreza relativa alcanza al 20% de la población y la severa al 3,2%, eso en una economía que ha crecido a lo largo de los años del turbocrecimiento por encima, en ocasiones, de la media europea. Aquí hay 480.000 hogares que no tienen asegurado ningún ingreso por trabajo, pensiones o subsidios. A ellos el triunfalismo económico de los años del ladrillo de oro no les afectó. La pobreza y la precariedad generan un 17% de hogares excluidos socialmente; de estos, un 5% de hogares están sometidos a una gravisima exclusión donde las redes de protección social, especialmente en su dimensión económica, no logran compensar las graves carencias y necesidades. Este es un reto social que España debiera abordar si realmente abandera este año la cohesión social en el espacio europeo.
España tiene en estos momentos un 20% de desempleados. Entre el primer semestre de 2007 y principios de 2009 se destruyeron un millón de puestos de trabajo. Hay un 45% de menores de 25 años no trabaja ni estudia, y de los casi cuatro millones de parados, un millón de personas no reciben ni prestaciones ni tienen ingresos. Dicha exclusión es fruto de la mortífera acción combinada de un mercado que no genera ni la cantidad ni la calidad de empleo necesario y un Estado de Bienestar incapaz de compensar plenamente las insuficiencias del sistema a través de las prestaciones sociales existentes.
La crisis, además de evidenciar una realidad indolente y en ocasiones ignorada, ha provocado muchas lecturas de la misma, ha generado discursos, dinámicas sociales y posicionamientos colectivos que tienen que ver con el consumo de las prestaciones sociales o el uso de los Servicios Sociales. Y también, desde su lectura más crítica, ha evidenciado los problemas distributivos o las gravísimas deficiencias estructurales de un sistema de protección social muy deficitario, comparado con la Europa más rica. Y es que el sistema de protección social, al menos en su vertiente menos «universal» (rentas mínimas de inserción y otras ayudas sujetas a condicionalidad) está padeciendo una crisis de gestión presupuestaria que afecta a un importantísimo número de ciudadanos. En España están actividas en este momento casi 4,5 millones de diversas prestaciones económicas de garantía de ingresos mínimos sujetas a una enorme y costosa, administrativamente hablando, prueba de necesidad, ello supone una media de 2.490 millones de euros anuales, una cantidad sin duda alguna muy reducida para superar las situaciones de pobreza que sacuden a los miles de hogares españoles mencionados1
La crisis debiera haber activado mecanismos urgentes de gestión de los dispositivos de protección e intervención social. Pero no ha sido así. Lo que demuestra que éste no es un sistema fuerte y consolidado para hacer frente a una gravísima crisis que desestructura familias y rompe redes y relaciones de vinculación social. Porque este es un sistema que no es universal, que no está sujeto a derechos subjetivos exigibles. Los Servicios Sociales están sometidos a la discrecionalidad, la condicionalidad y la validación técnica. Pero no son universales porque la necesidad a proteger, como ocurre con la salud, no se considera universal para toda la población.
Actualmente el reino de España destina 12.000 millones de euros en mejorar la situación de personas sin recursos a través de diferentes prestaciones sociales, fundamentalmente programas de garantía de ingresos mínimos y subsidios. ¿Es esto suficiente? Quizás bien combinado, mejor distribuido, más racionalizado y cohesionado, con una coordinada gestión y una menor exigencia burocrática; fuera posible posible acabar con la pobreza que afecta a ese 19% de la población. A ello habría que añadir una red de Servicios Sociales fuerte, consolidada, homogénea, definida y regulada por una Ley General de Servicios Sociales -al igual que la Ley General de Sanidad o de Educación- que definiera claramente las responsabilidades de los Servicios Sociales como cuarto pilar del Estado de Bienestar. Ello obligaría a un cambio de modelo en el que la gestión de prestaciones -actualmente la tarea más definida del sistema- fuese superada por un modelo promocional, habilitador, transformador de biografías y situaciones sociopersonales; un modelo personalizado, sinérgico, que promocione la autonomía real, que normalice y que integre a la ciudadanía. Ello es urgente, con crisis y sin ella porque la universalización real de los Servicios Sociales debe repercutir de manera efectiva en la calidad de vida de todas las personas.
Rebelión ha publicado este artículo con permiso del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.