Como narrador, he de hacer a menudo el esfuerzo de ponerme en el lugar de personajes que poco o nada tienen que ver conmigo. Y más de una vez me he preguntado, en los últimos meses, cómo me sentiría si fuera un guardia civil honrado y con un CI superior a 70 (que es el […]
Como narrador, he de hacer a menudo el esfuerzo de ponerme en el lugar de personajes que poco o nada tienen que ver conmigo. Y más de una vez me he preguntado, en los últimos meses, cómo me sentiría si fuera un guardia civil honrado y con un CI superior a 70 (que es el mínimo exigido para entrar en el Ejército). Pues bien, si yo fuera un guardia civil honrado y con dos dedos de frente (y estoy seguro de que los hay) me sentiría francamente mal.
La primera plana de un diario que se vende en los kioscos de todo el Estado español, proclamaba hace poco en grandes titulares: «Amaia Urizar denuncia que fue violada con un arma durante su arresto» (Gara, 29-12-2004). Y seguía diciendo el texto de protada: «Violada con una pistola entre amenazas de disparos y sumergida en una bañera. Estos son algunos de los tormentos que ha detallado Amaia Urizar tras su paso por dependencias de la Guardia Civil». Y en el interior del diario, a doble página, el estremecedor relato de las torturas enmarcaba una fotografía de la madre de la víctima leyendo públicamente su denuncia.
Si yo fuera un guardia civil honrado y con dos dedos de frente, tendría que asumir que solo hay dos posibilidades: o el testimonio de Amaia Urizar es verídico, o es un montaje. Y, consiguientemente, no podría evitar preguntarme: «Si es verdad, ¿por qué no se castiga a los culpables de tan infame atropello? Y si es mentira, ¿por qué la Guardia Civil tolera tan tremenda acusación, de la que se desprendería que nuestro cuerpo alberga a los más repugnantes canallas, a los seres más envilecidos y cobardes que se pueda imaginar?».
Si yo fuera un guardia civil honrado y tuviera lo que hay que tener (es decir, dignidad y coraje), exigiría una investigación. Si descubriera que algunos de mis compañeros de cuerpo habían cometido realmente las atrocidades denunciadas por Amaia Urizar, no pararía hasta verlos en la cárcel. Porque, de ser ciertas las acusaciones, esos canallas, además de cometer el más repugnante de los crímenes, habrían deshonrado mi uniforme, habrían pisoteado mi bandera y habrían escupido sobre la Constitución y sobre el Estado de derecho que juraron defender. Y si, por el contrario, llegara a la conclusión de que las acusaciones eran falsas, exigiría que cayera sobre los calumniadores todo el peso de la ley. ¿Acaso podría publicar impunemente un diario de amplia difusión, en primera plana y a tres columnas, que, pongamos por caso, Zapatero había violado a un jardinero de la Moncloa con unas tijeras de podar? Pues bien, las acusaciones recogidas por Gara son aún más graves. Y no son las primeras.
Por lo tanto, si yo fuera un guardia civil honrado y con dos dedos de frente, llevaría bastante tiempo estupefacto e indignado. Me habría quedado de piedra al ver como Anika Gil denunciaba haber sufrido torturas y agresiones sexuales por parte de la Guardia Civil en un documental visto por millones de espectadores («La pelota vasca», de Julio Medem). Me habría estremecido ante artículos como «El silencio de los lobos» o «La cobardía de los lobos» (publicados en Gara y en varias webs, como www.nodo50.org/contraelimperio), donde se plantean preguntas que, al haber quedado sin respuesta, ponen en entredicho el honor de la Benemérita.
Y si yo fuera ministro de Interior y hubiera dicho recientemente que siento la mayor de las repugnancias hacia la tortura, no podría cruzarme de brazos ante una denuncia como la de Amaia Urizar. Abriría inmediatamente una investigación rigurosa para depurar responsabilidades, en un sentido o en otro. Porque un ministro de Interior con un mínimo de dignidad y de respeto por su país y por su cargo, no puede ignorar un testimonio así, tanto si es cierto como si es falso. En el primer caso, tiene el inexcusable deber de castigar a los culpables con la mayor severidad; en el segundo, el de perseguir a los calumniadores con igual rigor. Porque decir que la Guardia Civil viola con pistolas a las detenidas, equivale a decir que nuestra supuesta democracia es una farsa tan grotesca como la «democracia orgánica» de Franco, y que la sonrisa de Zapatero no es más que la tapadera de una cloaca hedionda.
Y aunque no fuera ni guardia civil ni ministro, sino un simple ciudadano, me sentiría como una auténtica rata –una rata de esa cloaca en la que terroristas de uniforme torturan y violan impunemente– si no hiciera todo lo posible por arrancar esa tapadera de talantes y sonrisas, por hacerles ver a los que no se enteran, o no quieren enterarse, en qué clase de «democracia» nos estamos revolcando. Como, además de ciudadano, soy escritor, me sentiría como una rata de cloaca si no escribiera lo que estoy escribiendo y si no denunciara públicamente el silencio cómplice de la mayoría de mis compañeros de oficio.