«La atención sanitaria universal ahorraría miles de vidas estadounidenses cada año, ahorrando al propio tiempo dinero. Se trata de una verdadera prueba de fuerza. Porque la única cosa que se atraviesa en el camino de la atención sanitaria universal son los grupos de interés propagadores del miedo y compradores de influencias. Si no podemos derrotar […]
«La atención sanitaria universal ahorraría miles de vidas estadounidenses cada año, ahorrando al propio tiempo dinero. Se trata de una verdadera prueba de fuerza. Porque la única cosa que se atraviesa en el camino de la atención sanitaria universal son los grupos de interés propagadores del miedo y compradores de influencias. Si no podemos derrotar a esa fuerzas, pocas esperanzas podemos guardar en el futuro de Norteamérica»
Ahora es el terrorismo el primer refugio de los canallas. Cuando las autoridades británicas anunciaron que, detrás del recientemente fallido atentado con bombas, estaba un círculo de médicos musulmanes, tendríamos que haber sabido lo que iba a venir.
«Sanidad pública: ¿vividero de terroristas?», podía leerse en los titulares de pantalla mientras el invitado al plató de Fox News, Neil Cavuto, y el comentarista de la cadena televisiva, Jerry Bowyer, discutían con ademán solemne cómo la cobertura sanitaria universal puede serlo también del terrorismo.
Aunque eso resultaba grosero incluso para el tipo de discurso político habitual en la era Bush, lo cierto es que Fox no hacía sino seguir una larga tradición. Hace más de 60 años, el complejo médico-industrial y sus aliados políticos se sirvieron de arteras tácticas amedrentantes para evitar que Norteamérica siguiera los dictados de su conciencia y diera a todos sus ciudadanos acceso al cuidado sanitario.
Digo conciencia, porque el cuidado sanitario es un asunto, y el que más, de moral.
Tal se desprende del apabullante eco encontrado por Michael Moore con su Sicko. Los reformadores de la sanidad pública deberían tratar de responder por todos los medios a las ansiedades de los norteamericanos de clase media, a su creciente y justificado temor a hallarse sin seguro médico, o a vérselo negado cuando más lo necesiten. Pero los reformadores no deberían centrarse sólo en el interés propio de las gentes. Deberían apelar también al sentido de la decencia y de la humanidad de los norteamericanos.
Lo que indigna al público de Sicko es la patente crueldad y la manifiesta injusticia del sistema norteamericano de salud: la gente enferma que no puede pagar la factura del hospital, literalmente en la estacada; una niña que muere porque una sala de emergencia hospitalaria que no entraba en el seguro sanitario de la madre se negó a tratarla; norteamericanos extenuados por un duro trabajo, caídos sin embargo en una humillante pobreza por culpa de las facturas médicas.
Sicko es un sonoro rebato a la acción. Pero no hay que olvidarse de los defensores del statu quo. La historia prueba que son excelentes en punto a bloquear una reforma buscando vías de amedrentarnos.
Esas tácticas de amedrentamiento han recurrido a menudo a afirmaciones traídas por los pelos sobre pretendidos peligros de los seguros públicos. En Sicko se muestra parte de una grabación que hizo Ronal Reagan para la American Medical Association, alertando de que una propuesta de programa de cobertura sanitaria para los ancianos -el programa conocido como Medicare- llevaría al totalitarismo.
Precisamente ahora, dicho sea de paso, Medicare -que hizo un enorme bien sin propiciar una dictadura- está siendo socavado por la privatización.
Son, sin embargo, sobre todo los intereses del gran dinero, que tienen pie en el presente sistema, quienes quieren haceros creer que la cobertura sanitaria universal podría llevar a una quiebra fiscal y a una atención médica piojosa.
Ello es que todos los países ricos, salvo los EE.UU., tienen ya alguna forma de cobertura sanitaria universal. Cierto que esos países pagan impuestos extras, pero no sin ahorrar en desembolsos por seguros privados y en costes médicos sufragados del propio bolsillo. El coste general de la atención sanitaria en países con cobertura universal es mucho más bajo que aquí.
Por lo demás, cualquier indicador disponible dice que, en lo tocante a calidad, acceso al cuidado necesario y resultados sanitarios, el sistema estadounidense de salud es peor, no mejor, que el de otros países avanzados. Incluso el británico, que gasta sólo un 40% de lo que nosotros gastamos por persona.
Es verdad: los canadienses tienen listas de espera más largas que los norteamericanos en materia de cirugía opcional. Pero, todo contado, el acceso promedio canadiense a la salud es tan bueno como el promedio del norteamericano con seguro, y harto mejor -huelga decirlo-que el de los norteamericanos sin seguro, muchos de los cuales ni siquiera llegan a recibir jamás la atención médica que necesitan.
Y los franceses consiguen proporcionar la que sin disputa es la mejor atención sanitaria del mundo sin ningún tipo significativo de listas de espera. De acuerdo con datos superlativamente contrastados, no nos están contando cuentos. Su sistema es así de bueno.
Todo lo cual trae a colación la pregunta que se hace Michael Moore al comienzo de Sicko: ¿quiénes somos nosotros?
«Siempre hemos sabido que el interés propio sin brida era mala moral; ahora sabemos que, además, es mala teoría económica». Eso declaraba Franklin Delano Roosevelt en 1937 con palabras que guardan perfecta vigencia hoy para la atención sanitaria. No es éste uno de esos casos en que nos tenemos que enfrentar a decisiones penosas: aquí, hacer lo correcto es hacer también lo eficiente desde el punto de vista de los costes. La atención sanitaria universal ahorraría miles de vidas estadounidenses cada año, ahorrando al propio tiempo dinero.
Se trata de una verdadera prueba de fuerza. Porque la única cosa que se atraviesa en el camino de la atención sanitaria universal son los grupos de interés propagadores del miedo y compradores de influencias. Si no podemos derrotar a esa fuerzas, pocas esperanzas podemos guardar en el futuro de Norteamérica.
Paul Krugman es uno de los economistas más reconocidos académicamente del mundo, y uno de los más célebres gracias a su intensa actividad publicística y divulgativa desde las páginas del New York Times. Colaboró en su día con el grupo de asesores de economía del Presidente Clinton, pero la dinámica de la vida económica, social y política de los EE.UU. en el último lustro le ha llevado a diagnósticos tan drásticos como lúcidos del mundo contemporáneo.
Traducción: Roc F. Nyerro