El hundimiento de la escombrera de Zaldibar que sepultó a dos trabajadores deja al descubierto el modelo de gestión de residuos en Euskadi y los vínculos entre el consejero de Medio Ambiente y el propietario José Ignacio Barinaga.
El forense presentó el 19 de agosto las primeras pruebas de la tragedia humana del vertedero de Zaldibar encontradas entre la tierra removida: una cámara de fotos, pedazos de ropa, la correa de un reloj, unas gafas de sol, un candado. “Y restos óseos. Son de Alberto Sololuze, uno de los dos trabajadores desaparecidos el 6 de febrero”. Desde entonces, la emoción es imposible de disimular. Los vecinos de la comarca, un cuadrante montañoso encajado entre Bizkaia y Gipuzkoa donde se agolpan municipios como Ermua, Eibar, Elgeta y la propia Zaldibar, hablan del alivio que ha generado el hallazgo pero también del dolor que siguen padeciendo los familiares de Joaquín Beltrán, el segundo operario enterrado bajo miles de toneladas de basura que aún no ha aparecido.
Y será difícil localizarlo porque la avalancha de escombros que le cayó encima fue descomunal. Más de medio millón de metros cúbicos de residuos industriales. Todo desparramado de cualquier forma por los 140.000 metros cuadrados de terreno que Verter Recycling 2002 SL gestiona desde 2011 con un nivel de incompetencia que, según los testimonios de varios testigos, pudo resultar trágica.
Su responsable es José Ignacio Barinaga, un conocido empresario inmobiliario en Eibar que mantenía una larga amistad con el consejero de Medio Ambiente del Gobierno Vasco, el socialista Iñaki Arriola, desde sus tiempos de alcalde de la localidad armera, entre 1993 y 2008. “Barinaga es un cacique local que aprovechó las relaciones clientelares que mantenía con el poder para hacer buenos negocios. En el caso concreto de Zaldibar, lo hizo a través de Javier Sánchez quien, además de representar a uno de los grupos de accionistas de Verter, fue secretario de Arriola durante 12 años y posteriormente responsable de organización municipal del PSOE-PSE en Eibar”, relata Ahoztar Zelaieta, autor del libro Zaldibar, zona cero (Editorial Txalaparta, 2020), una contundente investigación sobre los lodos políticos que emanan del vertedero hundido y salpican a un influyente sector del socialismo guipuzcoano.
Otra figura clave que señala Zelaieta en esta compleja trama es Ernesto Martínez de Cabredo, director general de la Agencia Vasca del Agua, que ha participado de forma incisiva en la mesa interinstitucional de seguimiento técnico en esta crisis y que, incluso, llegó a comparecer ante la prensa para informar del estado del río Aixola, contaminado por las filtraciones de lixiviados que provocó el derrumbe. “Martínez de Cabredo fue aupado por el propio Arriola en 2016 y hoy sigue figurando como presidente de una empresa de tipo inmobiliario que fue montada por Barinaga y la gerente de Verter Recycling, Arrate Bilbao, imputados por las juezas que instruyen el caso”, añade. El investigador, conciencia crítica de la política vasca que ha plasmado en otros seis libros sobre sonados casos de corrupción, no duda en considerar que “si no hubieran fallecido dos trabajadores y la autopista no hubiera quedado bloqueada por el derrumbe, este escándalo no se habría desvelado”.
En vísperas de que Iñigo Urkullu revele la composición de su nuevo ejecutivo con el PSE, todas las fuentes consultadas dan por hecho que uno de sus miembros volverá a ser Iñaki Arriola. Un duro revés para quienes denuncian su turbio historial como barón de los socialistas vascos. Así lo consideran la mayoría sindical, las organizaciones ecologistas y las plataformas ciudadanas. “Exigimos que no forme parte del nuevo gobierno. Lo sucedido en Zaldibar es una tragedia humana, ecológica y social pero faltan por depurar las responsabilidades políticas de este drama”, reclama Jokin Bergara, uno de los portavoces del movimiento Zaldibar Argitu, colectivo conformado por vecinos de la comarca que reclaman transparencia y compromiso con la verdad de lo sucedido.
El sol estival recalienta la plaza Unzaga de Eibar, a poco más de dos kilómetros de la zona cero, un cráter de despojos a cielo abierto que lentamente empieza a ser cauterizado. Las calles de la localidad guipuzcoana, como ocurre en Ermua, Elgeta, Markina, Zaldibar o Mallabia, son un recordatorio permanente de lo ocurrido. Pancartas desplegadas en algunas fachadas exigen justicia. “Alberto eta Joaquin gogoan” (Alberto y Joaquín en la memoria). “Langileak, osasuna, erantzunkizunak” (Trabajadores, salud, responsabilidades). Otras elevan un peldaño más el nivel de las acusaciones y cargan contra el lehendakari Iñigo Urkullu “por su dejación y falta de empatía con las familias de las víctimas” pero, sobre todo, contra Iñaki Arriola a quien señalan como responsable indirecto de la cadena de errores que causaron la tragedia, por sus vínculos personales con el dueño de Verter Recycling y por liderar un departamento que no exprimió los recursos legales a su alcance ante las defectos estructurales detectados en dos inspecciones realizadas. “Es indudable que Verter es el culpable directo del derrumbe, pero también existe una responsabilidad subsidiaria por parte del Gobierno vasco, del Departamento de Medio Ambiente que dirige Arriola. No tenemos ninguna duda al respecto”, afirma Bergara.
Sin embargo, pese a las sospechas de que el vertedero de Zaldibar, una instalación catalogada como de clase “B1b”, es decir, autorizada para acoger residuos inorgánicos y pequeñas cantidades de materias orgánicas o biodegradables, fue admitiendo otra clase de deshechos en sus nueve años de actividad, un informe que acaba de publicarse concluye que “no se ha hallado ningún material para el que la empresa no tuviera autorización”. El estudio ha sido realizado por un equipo de técnicos del Departamento de Medio Ambiente entre febrero y marzo en 38 zonas distintas del vertedero, antes de que las obras de estabilización y búsqueda de los dos trabajadores sepultados pudieran alterar el estado del vertedero.
Lo que el estudio técnico no desvela es el supuesto incumplimiento de las condiciones de seguridad del vertedero ni tampoco la descoordinación que pudo producirse entre empresa y administración en la valoración de medidas correctoras, sobre todo a raíz de que, en 2018, se detectaran indicios de que algo funcionaba mal en Zaldibar.
Fue después de unas obras de ampliación en las instalaciones acometidas en 2017. Un equipo de ingenieros de la firma Geyser HPC descubrió que la estabilidad del vertedero corría peligro y que allí no se cumplían las condiciones de seguridad exigidas para estas explotaciones. Sin embargo, Verter no varió su modo de operar, incluso aumentó el rendimiento hasta convertirse en el vertedero que más basura recibió del País Vasco el pasado año. ¿Y por qué? “Porque era el más barato de todos”, afirma el responsable de una de las once escombreras que hay en Euskadi y que prefiere mantener su identidad en el anonimato. No es el único que lo dice. Representantes de otras instalaciones similares a la Zaldibar aseguran que los precios de Verter Recycling eran inigualables. En 2017, el último año que registró sus cuentas, reportaron unos beneficios netos de 1.744.876 euros. Y durante los dos años siguientes multiplicaron la actividad hasta el punto de que la instalación rozaba sus límites cuando las previsiones de vida útil era de 35 años, hasta el año 2046. Un negocio rápido y redondo.
Quedan por conocer las cantidades exactas de desechos que recibió Verter Recycling entre 2018 y 2019, aunque el informe encargado por el Gobierno vasco indica que el 80% de las más de 510.000 toneladas depositadas allí corresponden a ocho tipos de residuos permitidos en el listado de autorización ambiental de 2013: Tierra y piedras, deshechos de plantas de valorización, escorias de acero y fundición, lodos papeleros, residuos de construcción y restos de demoliciones. Y también amianto aunque, eso sí, “en el vaso del vertedero y empaquetado”, excepto en una pequeña franja colina abajo que quedó al descubierto tras el derrumbe.
El resultado puede servir para suavizar una de las principales acusaciones que se cernían contra los tres directivos de la empresa imputados –Barinaga, la gerente Arrate Bilbao y el ingeniero de infraestructuras Juan Etxebarria– por un delito contra el medio ambiente aunque no se corresponda con las versiones que han aportado varios transportistas habituales en estos últimos meses. Según sus testimonios en diferentes entrevistas, en las instalaciones de Verter se diseminaban todo tipo de residuos, entre ellos materiales “que contenían amianto, como uralitas plastificadas, que no se clasificaban y se enterraban bajo la tierra en distintos puntos del vertedero”. Conocían a Zaldibar como “el agujero”, una montaña de fango macerado entre piedras, metales y desechos nauseabundos, coronado por una chimenea por donde emanaban emisiones de metano.
Aunque es difícil confirmarlo porque no hay datos publicados, una investigación del diario Berria apunta a que la sociedad de Barinaga recibió 27.617 toneladas de papel excedente y 7.750 toneladas de lodos generados en procesos industriales papeleros, un elemento que pudo resultar decisivo en su hundimiento. Un camionero que solía trasladar residuos de forma habitual a Verter aseguró al diario que “el suelo estaba repleto de un pastizal. El camión se hundía y muchas veces tenían que empujarlo ladera arriba con máquinas más grandes para poder salir”. Imanol Magro, uno de los autores de esta investigación periodística reitera que “Verter tenía permiso para recoger lodos pero también tenía límites”. Según la interpretación de la ley realizada por el Gobierno vasco –la normativa europea es mucha más estricta y hubiera impedido su enterramiento en Zaldibar–, este vertedero tenía permiso para almacenar lodos papeleros que no superaran el 15% de carbono orgánico (COT) en su composición por los problemas de estabilidad que causa en la tierra. “Sin embargo, las estimaciones que hemos realizado con expertos en la gestión de basuras indican que aquí se recibieron fangos que podían tener entre el 20% y el 23,5% de COT”, desvela.
La directiva europea sobre el almacenamiento subterráneo de residuos impide enterrar un material “que pueda experimentar una transformación física, química o biológica indeseada”, ni “que pueda reaccionar con el agua o la piedra”. Es el caso de los lodos papeleros, que pueden absorber gran cantidad de humedad y que, como todo material orgánico, puede acabar deshecho y causar estragos en un terreno mal compactado. “Es decir, pueden aumentar o perder volumen en función de diferentes condiciones y variables en las que se depositan”, añade el físico Carlos Arribas, responsable del área de residuos de la organización Ecologistas en Acción.
En el barrio de Eitzaga de Zaldibar, hay un hermoso caserío decorado con ristras de pimientos choriceros para que los seque el sol. A su alrededor se extienden prados y comienzan las estribaciones del monte Goikomotea donde los baserritarras amontonan cuidadosamente la yerba en almiares cónicos que, desde la distancia, parecen tipis indios. Pero eso era antes de la tragedia. El sendero que serpentea vertiente arriba entre abetos, castaños y robles marca hoy la frontera entre la naturaleza viva y la naturaleza muerta del vertedero hundido.
“Está construido sobre un terreno montañoso, con mucho desnivel, algo poco recomendable para depositar lodos tan hidrófilos como los papeleros porque pueden favorecer el desplazamiento del resto de residuos y, tal vez, el hundimiento del vertedero si llueve mucho, y el pasado mes de noviembre fue muy lluvioso, aunque este extremo deberán aclararlo los peritos que están realizando el informe del suceso”, asegura Arribas, que recuerda el derrumbe en 1998 de un almacén con lodos mineros en Aznalcóllar y la catástrofe del basurero coruñés de Bens dos años antes. Allí nunca encontraron el cuerpo de un vecino del barrio de O Portiño que fue arrastrado por 200.000 toneladas de desechos. Y sin cadáver, como también sucede en Zaldibar con Joaquín Beltrán, es difícil acostumbrarse a la ausencia. El duelo resulta imposible de elaborar. Ahora, tras siete meses de silencio, a la familia del trabajador desaparecido le sobran las palabras. Les vale un apretón de manos. Un beso. Una simple mirada.
Muchos dudan de que todas estas presuntas irregularidades cometidas en Zaldibar pudieran pasar inadvertidas a los ocho inspectores del Departamento de Medio Ambiente que vigilan el funcionamiento de los vertederos vascos ya que las empresas están obligadas a informar mensualmente del volumen de residuos que reciben. “Y, por supuesto, también de las incidencias importantes que tengamos”, agrega un empleado del sector. Sin embargo, no se impuso ninguna multa económica antes del derrumbe. Tan sólo certificaron 23 incumplimientos y abrieron dos expedientes sancionadores. El último de ellos, días antes de la catástrofe, según ratificó el consejero Arriola en el Parlamento, al descubrirse que Verter Recycling había detectado “anomalías” (grietas) en el suelo, no informó a las autoridades de ello y continuó con su actividad. En concreto, fueron cuatro “infracciones”, que los técnicos consideraron “leves”, excepto una que se valoró como “moderada” pero sin relación con la “estabilidad del vertedero”.
Al físico Carlos Arribas le desconciertan estas cosas. “Me sorprende que fueran calificadas tan rápidamente como leves o moderadas conociéndose los residuos que entraban allí, muchos con una elevada carga orgánica. Es difícil de entender”, afirma. Un comunicado de Verter Recycling, posterior al desastre, asegura que el mismo día del desplome había convocada una reunión con ingenieros “para realizar un primer análisis de los resultados técnicos” del estudio sobre las grietas. A pesar de “la situación atípica” que rodeaba la instalación, para la empresa no existían “indicios de un derrumbe inmediato”. Ellos consideran que lo que se produjo en Zaldibar fue un desprendimiento “fortuito”. Fortuito o no, el resultado fue dramático. Las dos causas paralelas abiertas en los juzgados 1 y 2 de Durango, uno investigando los presuntos delitos ambientales y el otro instruyendo el sumario por homicidio imprudente y contra los derechos de los trabajadores, han quedado finalmente unificadas en un solo caso.
El problema es que el segundo operario sepultado continúa sin ser encontrado. Las pesquisas apuntan a que Joaquín Beltrán no estaba tan cerca de Alberto Sololuze como algunos creen cuando se produjo la catástrofe. Pero nadie puede certificarlo. Sólo se sabe que intentó avisar a su compañero de que el suelo cedía. Y ahí acaba todo. La tierra se hundió a las 16.30 horas del 6 de febrero. De aquella sima manó una lengua de humo acre que alcanzó las localidades colindantes de Ermua y Eibar, restringiendo la vida de sus habitantes con un mes de antelación a la llegada de la pandemia. Como admite Iker Jauregi, de 38 años, que trabajaba en una cafetería de Ermua, cuesta hacerse a la idea de lo ocurrido: “Recomendaron que mantuviéramos cerradas las ventanas, se suspendieron clases, los carnavales e incluso el partido de fútbol entre el Eibar y la Real Sociedad porque detectaron que había partículas contaminantes en el aire por toda esta zona. Fue el preámbulo de lo que luego vino con el coronavirus”, dice.
Mientras, entre el polvo y los escombros se divisa la carcasa de las excavadoras tamizando y perforando la ladera hundida del vertedero de Zaldibar. Buscan a Joaquín Beltrán en la zona donde estaba la báscula de pesaje, cerca de donde hallaron los restos de su compañero. Es un rastreo a ciegas. Al otro lado, la propia empresa implicada ha comenzado los trabajos de ampliación de la celda de seguridad para reubicar los residuos que extraen del vertedero destripado. El coste estimado de esta obra es de 3 millones de euros. Quizá insuficiente para esclarecer tantas dudas pendientes. O como reza un cartel colgado en una calle de Eibar: “Que nada quede impune y caiga en el olvido”.