Cada año me encuentro con más sillones vacíos en las casas de los españoles deportados a los campos de concentración nazis; me corroe saber que se fueron sin haber salido del olvido al que les condenó y sigue condenando España
Me aterroriza esa imagen; cada día más. Llego a una casa y siento el vacío infinito que ha dejado la persona ausente. Entro en el salón principal… y allí está; silencioso, inofensivo, sereno, pero profundamente inquietante.
Hace ya varios años que visito, periódicamente, a los últimos españoles y españolas que fueron deportados a los campos de concentración nazis. Hombres y mujeres que pueden relatar mil epopeyas por cada una de las arrugas que cubren sus rostros. Son seres admirables que, por defender la/nuestra libertad, sacrificaron su juventud, renunciaron a sus familias y sufrieron los peores tormentos ideados por el ser humano. Lucharon contra el fascismo más que ningún otro; mucho más que quienes desembarcaron en las costas de Normandía aquel famosísimo Día D o que aquellos que empezaron a cavar la tumba del nazismo entre las ruinas de Stalingrado.
Fue así porque ellos y ellas, nacidos en Barcelona, Laredo, Málaga o Murcia, tuvieron que librar ese combate por duplicado. Primero para intentar impedir que el fascismo, como tristemente terminó ocurriendo, cubriera de fosas, celdas, miedo e intolerancia su querida España. Después, implicándose en una segunda contienda bélica, esta vez contra el nazismo, que pagaron aún más cara. Capturados por las tropas alemanas, habrían permanecido confinados en campos de prisioneros de guerra de no ser porque Franco y su brazo ejecutor, Serrano Suñer, pidieron a Hitler que los deportara a campos de concentración para ser exterminados.
Cada año que les visito puedo comprobar cómo les vuelven a brillar los ojos al recordar sus años de lucha. Todos, sin excepción, mantienen intacta la dignidad y sus ideales, a pesar de que su deterioro físico es, cada vez, más evidente. Ninguno baja de los 90 años de edad y la mayoría está a unos pocos pasos del siglo de vida. Sus semblantes ajados solo se entristecen con el recuerdo de los compañeros que acabaron sus días en el interior de los hornos crematorios y cuando constatan que su patria, por la que tanto pelearon, les sigue dando la espalda.
Cada año que les visito veo con envidia la forma en que Francia les trata como lo que son: verdaderos héroes. El cordobés Juan Romero me enseñó con enorme humildad la Legión de Honor que le había concedido el Gobierno francés y después me invitó al acto oficial que él mismo presidía, con todos los honores, en la localidad de la Champaña, que le adoptó tras pasar cuatro años en Mauthausen.
El asturiano Vicente García, prisionero en Buchenwald por pertenecer a la Resistencia, me permitió acompañarle el día en el que bautizaban con su nombre la calle en que reside desde hace más de 40 años. Con el cántabro Ramiro Santisteban, encerrado con su padre y su hermano durante 52 meses en Mauthausen, tuve la suerte de asistir al gran homenaje que la ciudad de París brindó a Francesc Boix, el prisionero-fotógrafo que testificó contra la cúpula del III Reich en los Juicios de Núremberg. Cada año que les visito me siento un privilegiado estando a su lado, pero cada año que les visito me encuentro con más sillones vacíos.
Sus viudas o sus hijos conservan intacto ese lugar en el que se acomodaban durante los últimos años de su vida para leer algún viejo libro, ver Canal Sur a través del satélite o, simplemente, dormitar. Sobre el sillón de Virgilio Peña reposa, perfectamente doblada, su manta favorita con la que se abrigaba en los días más crudos del invierno francés. Este cordobés, combatiente contra Franco, miembro de la Resistencia y superviviente de Buchenwald, se nos murió hace justamente un año.
El pasado mes de octubre siguió sus pasos el barcelonés Marcial Mayans; su inseparable Olga no ha querido tocar nada del despacho en el que pasaba las horas recordando su paso por el siniestro subcampo nazi de Ebensee y su posterior militancia en la guerrilla antifranquista. A Marcial también le gustaba escuchar las noticias en la radio y reflexionar sobre ellas; así intentaba aliviar el desprecio que sentía por sus malditos ojos ya que, desde hacía algunos años, le habían privado del placer de la lectura.
En enero quedó vacío el sillón de José Alcubierre, el eterno niño de Mauthausen que llegó al campo de concentración con solo 14 años de edad y que vivió siempre atormentado por no haber podido evitar que asesinaran allí a su padre. Tal y como suponía, fue un viaje doloroso, aunque en visitas anteriores ya había tenido que enfrentarme al hueco dejado por el toledano Esteban Pérez, al sillón huérfano del socuellamino Luis Perea y a la mecedora abandonada por el siempre risueño Eduardo Escot.
Marcharse es ley de vida; hacerlo a esas edades tan avanzadas y después de todo lo que sufrieron, les convierte en unos verdaderos afortunados. Soy consciente de ello y, por eso, no es su muerte lo que más me duele al ver esos sillones vacíos. Lo que me corroe es saber que se fueron sin haber salido del olvido premeditado al que les condenó y les sigue condenando España. Me duele mirar los cascos con que Virgilio Peña escuchaba la televisión y, a la vez, pensar que el genocida que originó su desdicha y la de todo el país sigue enterrado como un faraón en el Valle de los Caídos.
Sangro por dentro al ver el sombrero de Eduardo Escot, mientras percibo la indiferencia y el desprecio que nuestro Gobierno sintió por él y por el resto de sus compañeros. Un Gobierno que manda a su presidente a hacer de hooligan en un partido de fútbol y se limita a enviar a un funcionario de quinto nivel al homenaje a Francesc Boix que presidió la alcaldesa de París. Un Gobierno que mira para otro lado mientras se produce un goteo de reconocimientos a estos hombres y mujeres en ayuntamientos y comunidades autónomas. Un Gobierno que se declara insumiso al Congreso de los Diputados e incumple, sin más, el mandato parlamentario que recibió en 2015 para brindar un homenaje estatal a todos y cada uno de los españoles y españolas que murieron o sobrevivieron a los campos de la muerte de Hitler. Una España que en 40 años de democracia no ha sido capaz de distinguir entre libertadores y tiranos, entre resistentes antinazis y miembros de la División Azul, entre república y dictadura, entre víctimas y verdugos…
Antes de doce meses realizaré, nuevamente, el mismo viaje. Soy realista y ya empiezo a asumir que habrá nuevos y dolorosos vacíos en los salones. No pido que sigan ocupados, me conformaría con poder mirar esos otros sillones vacíos y, por primera vez, no sentirme avergonzado de ser español.
Fuente: http://www.eldiario.es/zonacritica/Sillones-vacios-averguenzan-Espana_6_662193795.html