Como tal, el movimiento obrero a la usanza del siglo XX ha dejado de existir y de ser un actor político con señas de identidad propias, habiéndose segmentado en multitud de movimientos sociales o mareas puntuales donde sus energías se han disuelto de modo irremisible. La precariedad laboral se configura como un amplio territorio inconexo […]
Como tal, el movimiento obrero a la usanza del siglo XX ha dejado de existir y de ser un actor político con señas de identidad propias, habiéndose segmentado en multitud de movimientos sociales o mareas puntuales donde sus energías se han disuelto de modo irremisible.
La precariedad laboral se configura como un amplio territorio inconexo de trabajadores que solo buscan salvar los muebles de sus necesidades básicas inmediatas. Nadie se reconoce en el otro porque todos son competidores por salarios de miseria y empleos de baja calidad.
En ese ambiente gaseoso, los sindicatos mayoritarios solo sirven como agencia jurídica para solventar casos concretos e individuales. Hacer sindicalismo en ese mar de dudas laboral resulta poco menos que una osadía de locos. Aquellos trabajadores que intenten un gesto reivindicativo pueden dar con sus huesos en la calle de forma fulminante.
Así las cosas, observamos desde bastante tiempo atrás que las candidaturas de la izquierda transformadora están huérfanas de representantes auténticos del movimiento obrero en general. Los sindicatos con mayor relevancia no tienen fuerza alguna en el terreno político para insertar en las listas opciones particulares del mundo del trabajo. O no quieren o no pueden, pero su irrelevancia es muy acusada.
A título de ejemplo significativo, Marcelino Camacho es el último emblema de esa aportación genuina del viejo movimiento obrero a la acción política parlamentaria. Después de él, el desierto absoluto. Eso sí, las candidaturas del PP y el PSOE han sido copadas por empresarios y profesionales liberales sin ningún rubor. En el caso actual de Podemos, las expectativas parecen ser las mismas: gente profesional y activistas de nuevo cuño que amanecen a la cosa pública desde movimientos sociales nacidos al calor del 15M, sin una experiencia directa con el sindicalismo o lo laboral en sentido estricto.
La infrarrepresentación política de los trabajadores (ligados al antiguo concepto de clase obrera) es clamorosamente evidente. Su escasa fuerza e influencia se corresponde con una corrosión de las ideas de izquierda clásicas y con la precariedad e inestabilidad laborales. El nuevo sujeto individual emergente «de izquierdas» se quiere «autónomo y libre», habiendo cortado sus raíces con las luchas sociales y políticas precedentes de cuajo.
En la novedad primigenia y total, la «nueva izquierda» se siente muy a gusto sin referencias del pasado, pretendiendo inaugurar un horizonte original casi de la nada. Los elementos principales de su análisis descansan, sin expresarlo a la cara, en que el capitalismo puede reformarse en positivo solo con apuestas éticas: lo que quiere la gente es vivir en paz sin chocar con las contradicciones de clase sociales.
A simple vista, parece un bagaje ideológico demasiado infantil. Como la gente no desea radicalismos excesivos, hay que moderar la práctica política con posturas estéticas de mucho ruido mediático y pocas nueces efectivas. Su estrategia es nula, todo lo fían a hoy mismo, a los votos que otorguen una mayoría suficiente para gestionar los restos del Estado del Bienestar. Todo ello destila un tradicional aroma a socialdemocracia de corto recorrido.
Mientras tanto, la precariedad laboral aumenta sin cesar y lo público se desmorona día tras día. Lo que vemos ahora en Grecia, un querer sin poder frente a las estructuras de dominación internacional, no arredra a los exegetas de la «nueva izquierda». Siguen impertérritos en su táctica de ganar las elecciones sin saber adónde nos dirigimos.
Consideran que el mero hecho de una victoria electoral obrará como un resorte mágico para conquistar una sociedad distinta, se supone que más igualitaria y justa. Da la sensación de que estamos ante un craso error de interpretación espontaneísta, ya recurrente en la historia de las izquierdas renovadas de toda Europa. Los votos populares, sin más aditamentos ideológicos de largo alcance, jamás han modificado sustancialmente el régimen capitalista en Occidente.
La confluencia actual de diferentes movimientos sociales en pos de una alternativa política se está realizando a botepronto, más con voluntarismo que con debate interno. Y en esta coyuntura, el movimiento obrero y los sindicatos están claramente ausentes, sin capacidad de expresión propia.
De esa reunión heterogénea está surgiendo, paradójicamente, una camarilla o casta (vanguardia se decía no hace tanto) que impone sus criterios carismáticos rodeándose de mecanismo democráticos cibernéticos de dudosa aplicación en la realidad contingente. «Los de arriba alternativos» tienen un capital mediático casi imbatible por otras opciones partidarias o ciudadanas.
No hay debate real, solo profusa palabrería discursiva, impulsos descoordinados que buscan un objetivo electoral concreto: ganar los comicios generales con fórmulas ultramodernas de mercadotecnia agresiva pero sin saber hacia dónde dirigirse, sin puerto o destino que sirva de ilusión o referente político tangible.
Hoy en España solo quedan vestigios organizados del movimiento obrero en los jornaleros de Andalucía y en el sector minero norteño. El resto es un páramo desangelado de precariedad laboral posmoderna. Haría falta que con urgencia Marcelino Camacho se reencarnara en nuevos líderes salidos del conflicto laboral. Sin ellas y ellos, lo político, la izquierda transformadora, presentará una inconsistencia más que notable.
Desde mayo del 68, todas las izquierdas nuevas han acabado en el desencanto o en el posibilismo socialdemócrata sin que las estructuras capitalistas se hayan visto en apuros o dificultades serias. Crisis tras crisis, el sistema capitalista continúa fiel a sí mismo ante la impotencia de soluciones de izquierda que vayan más allá de la huera retórica coyuntural.
Y la lucha de clases continúa ahí, impertérrita, lozana ella, escondida entre bastidores. Actualmente tienen más resonancia pública los manifiestos del veleidoso sector de la cultura que las reivindicaciones y propuestas genuinas de la clase trabajadora.
Algo funciona mal en la izquierda cuando sus presuntas ideas hay que representarlas y simbolizaras a través de figuras mediáticas interclasistas de cierto renombre o prestigio profesional. El mundo de la cultura jamás puede llenar el vacío político y social del movimiento obrero. Pero eso es lo que está sucediendo ahora, un motivo más para reflexionar críticamente acerca de las nuevas izquierdas y sus capacidades reales de convertirse en alternativa al statu quo vigente.
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