Yoro y Omar viven escondidos, en tensión, vigilantes. Silvia, la pareja de Omar, no pega ojo hasta que su novio llega a casa de trabajar, tiene miedo de que lo hayan detenido. Eduardo, José Luis, José María o los integrantes de las Brigadas Vecinales dedican su tiempo libre a ayudar a gente como ellos. Es […]
Yoro y Omar viven escondidos, en tensión, vigilantes. Silvia, la pareja de Omar, no pega ojo hasta que su novio llega a casa de trabajar, tiene miedo de que lo hayan detenido. Eduardo, José Luis, José María o los integrantes de las Brigadas Vecinales dedican su tiempo libre a ayudar a gente como ellos. Es la historia de los `sin papeles´, de aquellos que viven como delincuentes, aunque no lo sean.
Sentado en la mesa de una terraza de un parque de Madrid, Yoro no deja de mirar a un lado y a otro mientras habla. Tiene 21 años, negro, con los brazos fuertes y las manos expresivas. Sostiene la mirada unos segundos pero en seguida vuelve a desviarla. Vigilando. Como si fuera una presa a la que están acechando.
Yoro busca policías porque no tiene papeles. Y es incapaz de relajarse.
«Nunca dejo de vigilar. Al abrir la persiana de mi habitación por la mañana miro que no haya policías en las ventanas de enfrente. En la calle, antes de doblar cada esquina, me asomo. Nunca atravieso parques, ni camino demasiado tiempo en línea recta, hago zigzag. No cojo el metro y cambio de autobús para no ir demasiado tiempo en el mismo. No voy al centro, ni salgo por las noches. Vivo como un delincuente, aunque yo no he hecho nunca nada malo».
Yoro llegó a España en cayuco. Alcanzó una playa de Fuerteventura el 14 de febrero de 2009. «El Día de los Enamorados», dice incorporándose en la silla. «Por eso me enamoré nada más pisar España. Bajé del cayuco, caminé un poco por la playa pero me caí al suelo, agotado. Una chica española se acercó y me gritó: ‘¡Corre! ¡Que está la policía! ¡Corre!’. Yo la miré. Y me enamoré». Se ríe. «Nunca más la volví a ver».
Tenía 15 años cuando decidió despedirse de sus padres y de sus hermanos y abandonar Gambia. «Me fui porque mi familia pasa hambre». Su destino era España, pero lejos de la creencia generalizada, los hombres y mujeres, los niños y niñas subsaharianos que se lanzan al mar en patera, no hacen sino encarar el último tramo de un viaje que comenzó años atrás. En el caso de Yoro, lo primero que hizo tras dejar su país fue instalarse en el vecino Senegal, donde estuvo trabajando un año. «Era pescador y ahí comencé a ahorrar dinero para el pasaje de la patera. Me costaba 900 euros». Después trabajó tres meses en Guinea-Bissau y otros tantos en Guinea-Conakry, para acabar en Mauritania a donde llegó por su cuenta con su barquito de pesca y donde estuvo dos años más faenando en el mar. «Un día les dije a mis padres que no llamaba más, que tenía que ahorrar. Se enfadaron, pero después lo entendieron. Estuve cinco meses sin saber nada de ellos». Los ojos de Yoro contrastan con la fuerza de su cuerpo: son pequeños y apagados. Si habla de su familia, brillan.
Logró reunir el dinero tras dos años de trabajo. Lo citaron a las 2 de la mañana en una playa de Nuadibú, ciudad costera de Mauritania. Viajarían 78 personas, 25 bidones de gasolina y cuatro de agua en una embarcación de 7 metros de largo por 2 de ancho. «Recuerdo que estaba en la playa, oía el mar de fondo, sólo había oscuridad alrededor. Esperábamos para subir al cayuco y temblaba de emoción». ¿Tenías miedo? «¿Miedo? Estaba feliz. Las cosas sólo podían salir bien: si llegaba a España, me ponía a trabajar y ayudaba a mi familia. Si se hundía el cayuco y me moría, se acababa sufrir. Sólo podía ocurrirme algo bueno».
La travesía duró cuatro días. En ningún momento del viaje pudo moverse. Estaban completamente encajados. «Todos vomitaban, yo estaba bien, porque me acostumbré pescando». A diferencia de otros cientos de cayucos, el de Yoro sí alcanzó la costa canaria. Directo a comisaría y de ahí a un albergue para terminar en el Centro de Internamiento para Extranjeros de Fuerteventura, un CIE denunciado en repetidas ocasiones por casos de malos tratos. «Nos pegaban. Los policías nos pegaban todos los días. No había nadie más, sólo policías. Cada palabra que decían la decían con un golpe de la porra». ¿A ti te pegaron? «Dos veces. Una muy fuerte con la porra. Otra me empujó un policía por las escaleras». Yoro vuelve a girar la cabeza cuando menciona a la policía. Vigila. «Estuvimos ahí 35 días y el martes 24 de marzo -recuerda cada fecha sin dudarlo- nos llevaron a un avión. ‘Yoro, tomorrow Madrid’, me dijo un policía. Pero yo no le creía, pensaba que nos devolvían a África. Cuando estábamos llegando, miré por la ventana, vi el paisaje y dije: ¡Eh!, creo que esto no es África».
Estuvo unos días en un albergue de Cruz Roja de Madrid. Había transcurrido el límite de tiempo para privarle de libertad -actualmente en 60 días aunque la UE lo quiere ampliar hasta un año y medio- así que salió a la calle pendiente de ser deportado más adelante. «Yo pensaba que esto sería como África: llegas a un sitio, pides trabajo y te pones a hacer lo que sabes sin que nadie te pida papeles ni nada. Pero no».
Yoro vive con siete chicos más en casa de un cura que les ha acogido, en un barrio periférico de Madrid. En el salón, hilos de luz sobre los que bailan motas de polvo se cuelan por las rendijas de las persianas bajadas. En la televisión, un perro se revuelve contra un veterinario que intenta clavarle una aguja. Saleh, 24 años, cuerpo atlético, lo ve y sonríe. Es marroquí. Entró en España hace nueve años «en los bajos de un camión, agarrado. Al chico que iba a mi lado lo sacaron muerto». En la tele la dueña del perro celebra que la operación ha salido bien.
«Yoro es muy lento cambiándose cuando vamos a ir a correr», dice. Un grito desde la habitación. «No es verdad», y aparece Yoro, pantalón corto, camiseta verde, zapatillas fosforitas. «Vamos». Y se van a correr.
Calentamiento en la calle. La negra y larga pierna de Yoro se estira imponente. Un niño se acerca. «¿Eres futbolista?». Yoro hace una mueca que no llega a sonrisa. «Te vi en la tele», dice el niño. «Me da mucha vergüenza cuando voy por la calle y un policía me pide los papeles. Me registran, me ponen contra una pared, y yo me siento muy avergonzado». ¿Te pasa mucho? «Muchísimo. Y me llevan a comisaría. Yo entiendo que es el trabajo de la policía, pero a veces me tratan mal».
En realidad es la propia policía quien pone en duda que éste sea su trabajo. Desde hace casi dos años se reproduce, sobre todo en Madrid, el fenómeno de las llamadas redadas. Grupos de agentes piden masivamente la identificación a ciudadanos extranjeros en bocas de metro o establecimientos como locutorios. El objetivo, en teoría, es identificar a extranjeros sin documentación para proceder a su expulsión. «La realidad -explica José María Benito, portavoz del Sindicato Unificado de la Policía (SUP)- es que estas redadas, desde un punto de vista policial, no sirven para nada. El año pasado se hicieron sólo en Madrid 400.000 identificaciones, pero sólo el 6% de los detenidos fueron expulsados. No sirven ni para prevenir delincuencia ni para controlar el flujo migratorio». ¿Por qué se hacen entonces? «Estas redadas responden a la necesidad de las comisarías de presentar un número de detenciones elevado, a fin de que las estadísticas del Gobierno se alimenten. Como los números no distinguen de un asesino de un chico que va sin papeles, se hacen estos arrestos para aumentar el número de detenciones».
«La Policía llega, se pone en una boca de metro y comienzan a pedir identificación a todos los que son negros, o chinos, o latinos. Y se los llevan a comisaría. Arbitrariamente». Hablan dos chicas integrantes del colectivo Brigadas Vecinales de Observación de Derechos Humanos que prefieren no identificarse. Se trata de un grupo de voluntarios que acuden a observar y documentar las redadas policiales a fin de elaborar informes.
La secuencia -grosso modo- es como sigue: si la policía sorprende a un inmigrante sin identificación lo llevan a comisaría. Lo pueden retener en el calabozo hasta un día entero. Si encuentran que ha cometido algún delito lo trasladan a un Centro de Internamiento para Extranjeros (CIE) para preparar su deportación. Eso ocurre en una pequeña parte de las ocasiones. Casi siempre salen de comisaría con una orden de expulsión, que les obliga a presentarse en un juicio en los siguientes meses. Si un chico tiene una orden de expulsión la policía no puede llevarlo a comisaría de nuevo, porque ya está ‘controlado’ y pendiente de juicio. La realidad es otra: Yoro ha estado 5 ó 6 veces en el calabozo pese a mostrar su orden de expulsión. «Yo ahora soy un delincuente, aunque no he hecho nada», dice. «Sé que si me ve la policía me van a pedir los papeles y me llevan a comisaría».
Sin papeles, sin delito
No tener papeles no es ningún delito. Es la paradoja del asunto. «Según la actual legislación -explica Eduardo Gómez Cuadrado, abogado de Red Jurídica- la ausencia de permiso de residencia o de trabajo es una infracción administrativa equiparable a saltarse un semáforo o a fumar en un bar. La sanción más leves es económica, de 500 euros, y las más grave la expulsión».
Las redadas son ilegales. Es la guinda del asunto. «La policía puede pedir la documentación a ciudadanos nacionales o extranjeros con el fin de acreditar su identidad, pero no arbitrariamente», explica José Luis Segovia, miembro de Inmigrapenal y profesor de Ética social y política de la Universidad Pontificia de Salamanca. «Para ser una actuación legal se requiere que la policía esté investigando un delito en la zona». Eduardo Gómez añade: «Nuestra legislación no ampara las redadas masivas ni las identificaciones por rasgos étnicos. La diligencia de identificación viene impuesta por la ley sólo cuando estamos ante la presencia de algún delincuente, o nos encontramos en alguna zona donde se haya cometido algún delito».
Pero muchos policías se escudan en la interpretación subjetiva de la situación, ya que los agentes siempre pueden argumentar que sí están investigando un delito. «De hecho -afirma José María Benito, del SUP- ahora en las redadas se alternan identificaciones a extranjeros con españoles». No pasa de ser una excusa: el Dictamen del Comité de Derechos Humanos de la ONU de 19 de diciembre de 2009 expresa que la selección de las personas a identificar por perfil étnico constituye una violación de los derechos humanos y de su principio de no discriminación. Lo curioso es que dicho dictamen se emitió a solicitud de una ciudadana española. De poco sirvió. Las redadas se siguen repitiendo.
«El problema, más allá de la ilegalidad, es que esto está afectando a la sociedad», afirman una de las chicas de Brigadas. «La gente ya asocia, sin quererlo, inmigrante sin papeles con delincuente». Para Eduardo Gómez «los ciudadanos ve en sus calles y en sus barrios que tras unos rotativos azules y una nube de policías se encuentra un guineano o un marroquí, e inmediatamente identifican eso con un germen de delincuencia». Dos tipos de ciudadanos: los extranjeros y los españoles. Ellos y nosotros. «Se lanza un mensaje que refuerza el imaginario social del miedo al diferente y la hostilidad hacia el otro», expresa José Luis Segovia.
Omar -de Mali, 35 años- parece un jugador de baloncesto. Alto, fuerte y negro, lleva una gorra verde a juego con su camiseta de los Boston Celtics y camina como si acabase de hacer un mate en una canasta del Bronx. Su expresión es tranquila. No levanta la voz, no gesticula en exceso. Omar es el sosiego. Al lado, su pareja. Silvia: madrileña, 31 años, blanca, pequeña, rebosante de energía. Pisa fuerte y habla claro. Lleva las riendas de su vida, de la de su hija pequeña de una relación anterior y de la de Omar. Silvia es la vitalidad.
Silvia y Omar se complementan. Se quieren. Y no dejan de cruzarse miradas que desprenden una fuerza casi palpable. La fuerza de quien ha pasado una injusticia tras otra y ha seguido adelante.
Caminan de la mano por Lavapiés, madrileño barrio coctelera de razas y culturas. El contraste les da una energía añadida: él, alto y oscuro. Ella, menuda y clara. «No nos gusta mucho venir a Lavapiés porque la policía aquí es agobiante», dice Silvia. «Ahora ya no nos importa tanto, porque hoy hace un mes logramos por fin inscribirnos como pareja de hecho». Y una sonrisa, que mezcla felicidad y alivio, inunda su cara. Y más arriba, la de Omar.
Desconocen si son la primera pareja de España que se acoge a la nueva ley, pero si no lo son deben estar cerca. Desde hace pocos meses, en España es posible adquirir la tarjeta comunitaria conformándose como pareja de hecho, sin necesidad de casarse. Es una nueva normativa de la que no se habla. Que se esconde.
«Fue SOS Racismo -asociación española de lucha contra la xenofobia y el racismo- quienes nos hablaron de esta ley», explica Silvia. «Yo no quería, porque quería conseguir los papeles por mi propio pié», apunta Omar. Pero no podían más.
Una noche Omar se dirigía a casa de Silvia cuando vio que dos agentes de la policía le miraban. El corazón se acelera, golpea. «Me pidieron los papeles y me llevaron a comisaría». En su casa, el teléfono de Silvia suena: «Era un policía. Me dijo que si Omar no estaba en casa a la mañana siguiente, es que lo habían deportado. No pude parar de llorar en toda la noche».
Omar se libró. Y en ese momento comenzó la pelea de ambos por lograr conformarse como pareja de hecho. «Nos hemos encontrado obstáculos de todo tipo», relata Silvia. «Cuando fui a pedir los papeles para iniciar los trámites, los policías me pidieron mi DNI», explica Omar. «Les dije que, obviamente, no tenía, que venía a por los papeles para lograrlo. Y entonces me respondieron que me tenían que detener». Silvia sonríe escuchando a Omar, pero es una sonrisa de desesperación, como un suspiro. «Recogí mis papeles despacio, miré a los policías en silencio y me fui». Silvia irrumpe. «Es un bucle infinito. Cada trámite en comisaría Omar me decía: ‘no voy ni loco’. Y cuando íbamos nos decían que la ley era falsa, que no existía y me pedían documentos que no eran necesarios». Silvia se enfada. «¿Por qué hacen todo eso? ¿Qué le molesta a un funcionario que mi novio tenga papeles? En la comisaría de Leganés nos engañaron hasta con los horarios. Nos dijeron que cerraban a las dos y a la una y media ya no había nadie. Fue bochornoso».
El proceso para Silvia y Omar fue una carrera de obstáculos. Cuando reunieron la documentación después de meses y lograron que llegase la de Omar desde Mali, les cambiaron los plazos, y los papeles de Omar caducaron. Hubo que pedirlos de nuevo a África y por poco le vuelven a caducar tras un nuevo retraso en la cita. «Mi abogado -dice Omar- me contaba que nunca había vivido algo así». El día que, después de demasiado estrés, enfados, lloros e impotencia, lograron que les reconocieran oficialmente como pareja de hecho, el funcionario les vio tan contentos que le dijo a Omar: «Puedes besar a la novia», y los amigos que les habían acompañado aplaudieron y echaron confeti ante la mirada del resto de personas que esperaban en el Registro.
Omar llegó desde Mali a Francia en el año 2006. Desde allí cogió un tren y se presentó en Madrid, donde vive desde entonces. Hace dos años conoció a Silvia, que le ha ido a buscar seis o siete veces a los calabozos. «Una noche estaba durmiendo y sonó el teléfono. Era un policía, me dijo que lo tenían en la comisaría de Aluche y colgó. Fui a Aluche y no me daban explicaciones, de nada. Y se reían. ‘Éste mañana está en su país’, decían. ¿Por qué se reían?».
Omar trabaja de noche. Vende comida en la puerta de un local. Cuando llega por la mañana a su casa, siempre telefonea a Silvia. «A veces tarda un poco en llamar y mi cabeza se dispara. Empiezo a imaginar que está en comisaría, o en el CIE… Me pongo muy nerviosa. Alguna vez se ha despistado o se ha quedado sin batería, y cuando por fin me llama yo estoy ya llorando de la desesperación. Y eso no es normal. No es normal que tengamos que vivir así. Él no ha hecho nada malo, no es un delincuente. Así no se puede vivir».
«Yo ya tengo el miedo dentro», dice Silvia. El miedo. «Voy por la calle sola y voy vigilando que no haya policías». Omar pide algo de beber y agarra por la cintura a Silvia. El calor sofocante de la calle no entra en el bar del centro cultural ‘La Tabacalera’, que rebosa actividad. Se miran. Viven en un estado permanente de tensión. Una llamada que no llega, un policía que les mira, una noche que tarda más de la cuenta en regresar… «En la calle nunca veo a Omar tranquilo, nunca. Y en casa, cada vez que suena el teléfono, me da un vuelvo al corazón», explica Silvia. «Cuando está en casa conmigo -dice Silvia- pongo música y siento que Omar está protegido. Es el único momento en el que me relajo».
«¿Por qué tenemos leyes para los extranjeros? -se pregunta Eduardo Gómez. ¿Es que no nos sirven las que ya tenemos para el común de los seres humanos? Es como si la policía nos pidiese el DNI sólo por tener los ojos azules o pecas». José María, del sindicato policial, se confiesa. «A mí lo que me duele es que estamos jodiendo la vida a personas para que a los políticos les salgan los números».
«Yo es que soy muy llorona, pero sí. A veces te vuelves llorando de las redadas», dice una de las chicas de las Brigadas Vecinales. «Ves a chicos vomitando de puro pánico porque piensan que los van a deportar. Y observas que alrededor la gente pasa de largo, mientras a otras personas les están partiendo la vida», añade.
Pero ni Yoro ni Omar se rinden y a ambos les sucede lo mismo: que sueñan todas las noches sin excepción con su familia y que todos los días sin excepción sueñan con su futuro.
«Queremos ser una familia», dice Silvia. «Una familia normal», añade Omar. Silvia, mirada gacha y con timidez infantil, susurra: «Con nuestra niña».
«¿Qué voy a hacer cuando tenga papeles?», dice Yoro. «Pues caminar recto. Eso voy a hacer. Voy a ponerme a caminar 30 kilómetros en línea recta sabiendo que nadie me puede decir nada». Y asiente con la cabeza. Sin sonreír.