Su padre era carpintero. A veces, cuando no le podían pagar, canjeaba libros por muebles. Y Jorge Majfud niño los leía en su Tacuarembó natal sin más objetivo que esa fascinación vertiginosa que seguir a los personajes. Mientras esta ficción, su vida tuvo también otras historias: las cercanas a la dictadura en esa década de […]
Su padre era carpintero. A veces, cuando no le podían pagar, canjeaba libros por muebles. Y Jorge Majfud niño los leía en su Tacuarembó natal sin más objetivo que esa fascinación vertiginosa que seguir a los personajes. Mientras esta ficción, su vida tuvo también otras historias: las cercanas a la dictadura en esa década de los 70 uruguaya, en la que el Cono Sur se pobló de desaparecidos y muerte. La historia real tocó su vida de niño y hoy pega fuerte en memoria. De esa época recuerda una rara conciencia de la dictadura omnipresente. Su abuelo materno fue prisionero. Alguno de sus tíos paternos formaba parte del ejército. En el medio de relato, una tía se pegó un tiro cuando le dijeron que habían «capado» a su marido. Pura ficción. El hombre pasó por la tortura, pero a su esposa le mostraron un órgano de animal para certificarle un hecho que no fue.
«Como resultado de esta historia no me convertí en un asesino, pero sí en un escritor», afirma Jorge y quizás por esta mezcla de ficción literaria y realidad ficcionada que fue su infancia, es importante para él que sus personajes no sólo tengan sentimientos sino también ideas, tal como decía Sábato.
Para llegar a este oficio de escritor de novelas y ensayos su talento lo ha llevado por la vida. Estudió arquitectura porque, a pesar de una crónica negligencia en sus estudios de secundaria, unía su facilidad por las matemáticas y su gusto por el arte heredado de la madre escultora. Y pensó que le daría tiempo para escribir. Rápidamente sus novelas hablaron por él en el mundo, hasta que de Estados Unidos lo invitaron a trabajar allí. Hoy catedrático en el país del norte encuentra en la burbuja académica tiempo para investigar y escribir, pero sigue conectado con su nacionalidad, que entiende es mucho más que su domicilio.
De sus personajes a veces dicen que piensan demasiado. Pero él asegura que los deja fluir por su inconsciente hasta que incluso lleguen a interpelarlos con ideas opuestas a las suyas. Así fluyó también este reportaje. Una charla amable con un hombre que siente porque piensa.
«Por vocación, por mis intereses más profundos, por la importancia que le otorgo, me definiría como novelista. Todo lo demás está incluido en ese espacio donde la ficción total es la única capaz de explorar lo más real del ser humano».
LG: Arquitecto, novelista, ensayista, investigador, catedrático, viajero, uruguayo, extranjero, ser político, pensador, hombre… ¿Cuál de estas palabras define más a Jorge Majfud?
JM : Primero, hombre, en su sentido zoológico y metafísico, en su relación del yo con las emociones más profundas, como el amor, el odio, la envidia, la simpatía, la culpa, la ira, y con las ideas más inquietantes, como la justicia, el más allá, Dios, la Nada, etc. Por vocación, por mis intereses más profundos, por la importancia que le otorgo, me definiría como novelista. Todo lo demás está incluido en ese espacio donde la ficción total es la única capaz de explorar lo más real del ser humano. Una novela no es un ensayo, pero los personajes no son animales puramente emocionales. También tienen ideas, como pueden tenerlo el narrador y el mismo autor. ¿Investigador, catedrático? Bueno, esas son obligaciones de la profesión y placeres adicionales, como ser viajero. Uruguayo no por haber nacido en ese país ni por tener una cédula de identidad, un pasaporte y esas cosas, sino por haber vivido allí la etapa más importante de la vida de cualquier persona, la infancia, la adolescencia. Extranjero, sí, como todos. Uno suele ser extranjero también en su propia tierra, aunque serlo en tierras nuevas siempre es una experiencia crítica, incómoda, removedora. Por una de esas tiranías ideoléxicas, iba a decir «tierras ajenas», pero no creo que un país tenga dueños. Esas son pelotudeces nacionalistas, tan de modas hoy en día. En el extranjero uno aprende más de uno mismo y de la propia tierra que en lo que se llama la patria, palabra tan llena de contenidos contradictorios y tan manipulada por los instintos más bajos del poder. ¿Ser político? A ver… En su sentido más profundo, todos lo somos, lo cual tiene poco de las miserias de las políticas partidarias. La gran política es algo tan relevante y las opiniones políticas tan superficiales…
LG: ¿A qué te refieres con eso de «la gran política»?
JM: La gran política es esa que no deja a nadie fuera, aunque quiera. Es, según lo entiendo yo, la relación histórica, dialéctica, conflictiva, entre dos fuerzas eternamente opuestas: el poder y el sentido de justicia, el tomar lo que se puede y el renunciar, por una conciencia superior, a lo que se podría.
LG: Te describís como una persona pudorosa en tu vida personal pero sin pudores a la hora de escribir. Venir de una formación como las Bellas Artes y la Arquitectura que trabajan con la imagen y el espacio ¿crees que facilita ese camino hacia el ser directo y descarnado con las palabras? ¿Con qué otras actividades intertextualizan tus textos?
JM: Crecí en una casa llena de dibujos y de esculturas de mi madre. Por las noches de verano, cuando uno se levantaba a tomar agua, aquellos hombres, mujeres y caballos que poblaban las sombras y las luces de la calle, parecían vivos. No creo que la arquitectura haya jugado algún rol en mis novelas. El proceso de creación es más o menos el mismo en distintas artes, pero para mí la arquitectura fue más bien una forma de dedicarme a algo práctico que me dejase tiempo libre para escribir y para viajar. Esas cosas tan improductivas, ¿no? Diría que recibirme de arquitecto fue un accidente, como trabajar de profesor de matemáticas o haciendo cálculos de estructura fue una necesidad de sobrevivencia. La arquitectura no está más presente en mis novelas que mis trabajos previos como repartidor de farmacia o como ordeñador de vacas en la granja de mi abuelo, cada mañana a las seis en verano o cuando el pasto crujía con la escarcha. La arquitectura es un arte y una profesión noble, pero también lo es la carpintería, por nombrar sólo una, la profesión de mi padre. Pero la sociedad otorga al profesional universitario un prestigio exagerado, me parece, y hasta discriminatorio. Yo me recibí muy joven de arquitecto porque, aunque dedicaba más tiempo a escribir ficción, las matemáticas y la historia me resultaron bastante fáciles. Pero detestaba cuando me decían «buen día, arquitecto» y, por ejemplo, se dirigían mi hermano y le decían «buen día, Alexis». Son tonterías jerárquicas que hasta la gente más noble y razonable reproduce. Una vez en Pensilvania la secretaria de la universidad en la que había comenzado a trabajar se me presentó en mi oficina para rogarme la disculpase por haberme llamado «míster» sin saber que era «doctor». Te imaginás la respuesta. Pero así es como funciona el mundo: es una ficción que no sabe que es ficción. Por eso, lo que llamamos ficción es una aproximación mucho más honesta que cualquier otra narrativa, como las políticas, por ejemplo.
LG: En esta dicotomía que marcas entre tu vida personal y tu literatura ¿cómo se resuelve? ¿En qué puntos conversan el hombre y el escritor?
JM: No hay forma posible de separar uno y el otro en sus niveles más profundos. Obviamente que, como cualquiera sabe, autor, narrador y personajes son tres categorías diferentes. Eso es uy simple de entender. Como autor soy un individuo con determinados valores morales, pero como narrador no puedo limitarme a ningún puritanismo. Mis personajes, como el de muchos otros escritores, suelen pasar por situaciones extremas y reaccionar, en algunos casos, como santos o como criminales, y yo no soy ni una cosa ni la otra. Ahí está el valor de la literatura como instrumento de exploración de la condición más profunda del ser humano. Nadie es moralmente responsable de sus sueños, pero los sueños son una ficción de profundo significado, aunque hoy en día parece que la gente ya no sueña, y sin sueños, por terrible que sean o por eso mismo, somos menos humanos.
LG: Aunque la forma de escribir sea sin tapujos la selección de los temas de tus novelas está atravesada por el valor de la denuncia, algo importante para los que crecimos en los 80 en el silencio de la dictadura del Cono sur. ¿Cómo nació esa necesidad? ¿Cómo se alimenta?
JM: Esta misma pregunta me la acaban de hacer en la Freie Universitat de Berlin. La respuesta es la misma: nunca me propongo un plan de escritura. Eso es más para la investigación académica, la que pertenece a un mundo radicalmente diferente. Por eso, para ser un gran escritor no importa si uno es un académico como Umberto Eco o Vargas Llosa o un autodidacta como Onetti. No tiene la más mínima relevancia, porque son mundos totalmente diferentes y con diferentes leyes. Excepto en una investigación, no me trazo ningún plan, ni siquiera cuando escribo ensayos, que supuestamente pertenecen a una esfera más racional, consciente. En un ensayo uno debe aportar argumentos, una línea más racional, pero, aun así, al menos en mi caso, surgen de la pasión del momento. Tal vez no sea casualidad que mi primer libro de ensayos de 1998, escrito en África, se titule Critica de la pasión pura.
LG: Pero en la novela…
JM: En el caso de la novela, la condición es aún más radical. Si por algún momento sospecho que estoy «fabricando» personajes o situaciones, simplemente elimino todo lo escrito. Claro que hay fórmulas para escribir una novela exitosa, un best seller, pero no es eso lo que me interesa. Afortunadamente no vivo de mis libros y no necesito vender para seguir escribiendo. Por regla general, dono los royalties y los honorarios de mis conferencias. Así que me mantengo libre de esas circunstancias y apremios que acosan a otros colegas. Tal vez no sepa hacerlo de otra forma. Desde siempre he dejado que las situaciones y los personajes sean libres y yo, como autor, siempre me he limitado a seguirlos, a convivir con ellos. Hace dos o tres días, en Alemania, un estudiante me preguntó cómo se hace eso. La verdad es que no lo sé exactamente, pero es un ejercicio mental: uno sabe cómo mirar hacia el lado racional y cómo mirar hacia el lado opuesto. Una vez que uno se pone en esta actitud mental, debe mantenerse por un determinado tiempo hasta que las cosas comienzan a ocurrir, a veces de una forma frenética que hace imposible que los dedos sobre el teclado o la mano sobre un cuaderno respondan a la misma velocidad. Pero es mi mayor placer y es una suerte de pavor al mismo tiempo. Todo lo demás, como publicar o vender, como que escriban bien de tus libros, te critiquen o te insulten por ahí, son meros ad hocs, circunstancias irrelevantes de la vida a los que uno se acostumbra a no tomar en serio. Por el contrario, debe entender que hay otras vidas y otros sueños luchando por sobrevivir. Por eso, el valor y la actitud de lo que llamas «denuncia» se dan en los ensayos, no en las novelas. Una novela simplemente convive y expone algunos problemas, los más universales, aquellos que trascienden las circunstancias, las contingencias del momento. En mi caso, el drama social y político de esas dictaduras que viví directamente como niño, probablemente han desarrollado una sensibilidad sobre ciertos temas recurrentes en mis novelas, como la violencia moral, la recurrencia a la fuga, etcétera, pero no se trata de denunciar algo de forma consciente.
LG: Esta temática atraviesa también tus ensayos y columnas de opinión, pero de un modo muy multifacético. ¿Desde qué fuentes observás la realidad para nutriste como pensador moderno?
JM: Las fuentes son múltiples y van desde la memoria, dese la interacción personal con conocidos y desconocidos, hasta los documentos históricos, pasando, inevitablemente, porque esa es la omnipresente realidad contemporánea, por los medios de información. Prefiero los tres primeros.
LG: Esta es una revista esencialmente de poesía. ¿Cuál es su relación con ese género?
JM: Tradicionalmente, creo que, en su aspecto más superficial, la poesía se identifica con un formato, como lo es la escritura en verso y estrofa, con o sin rima. A lo largo de miles de años de historia, arte y poesía eran cosas muy diferentes. Arte era una forma de hacer regida por reglas estrictas que el aprendiz debía aprender, dominar y reproducir. De ahí viene eso de una «obra maestra». La poesía, en cambio, era cosa de locos, de locos visionarios, es decir, era el reino de la creación . Recién en la Era moderna el arte se rindió a los principios de la poesía y consideró que la creación, es decir, lo nuevo, no era una maldición demoníaca sino una virtud el espíritu humano, una condición necesaria y exclusiva de valor estético. Desde entonces, la locura del poeta se convirtió en la verdad sublime del artista, del escritor, como intermediario entre la naturaleza más profunda del ser humano y su natural mediocridad. P ara mí, la poesía es una forma de ver y sentir el mundo. El formato nos advierte, como lectores, que debemos considerar especialmente la palabra y la sensibilidad del autor en un sentido especial, diferente al común. Es un código, una complicidad totalmente válida. Ahora, yo creo que la poesía no termina ahí, en la forma. Se proyecta como forma de ver el mundo en la prosa, en las artes plásticas, en el cine, en la vida misma. Por eso, un texto en verso puede ser una simple cursilería mientras una prosa puede estar cargada de poesía.
(*) Publicado originalmente en la revista barcelonesa La Guardarraya, febrero de 2018.
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