El mes pasado tuve mi primer encuentro con la ultraderecha de España. Aunque estudié la particular versión del fascismo español en libros académicos y a través de imagenes documentales, nunca antes me había acercado a una manifestación suya, ni había visto brazos en alto en carne viva. Suelo de estar bastante lejos de ellos. Sin […]
El mes pasado tuve mi primer encuentro con la ultraderecha de España. Aunque estudié la particular versión del fascismo español en libros académicos y a través de imagenes documentales, nunca antes me había acercado a una manifestación suya, ni había visto brazos en alto en carne viva. Suelo de estar bastante lejos de ellos. Sin embargo, tenía ganas de observar los sucesos del primer 20-N después de la aprobación de la Ley de la Memoria Histórica que prohíbe los símbolos fascistas en el Valle de los Caídos. Así que sin dar demasiadas vueltas, me corté el pelo, superé mi miedo y pasé 24 horas con los enemigos de la «manipulacion de la memoria histórica» y de los «payasos cómo Garzón que pretenden de juzgar a cadáveres».
Nada más llegar a las puertas del Monumento Nacional de Santa Cruz del Valle de los Caídos en un autobús de la Fundación Francisco Franco, queda claro que el artículo 16 de la Ley de la Memoria Histórica no es nada popular con la gente que me rodean. Algunos viejos insultan al guardia civil que se registra el autobús en busca de símbolos franquistas. Cuando el «desgraciado» desaparece, las mujeres, indignadas, vuelven a colocar sus insignias ilegales en sus chaquetas de invierno.
En el monstruoso patio de un monumento grotesco se izan un par de banderas con la águila negra volando por encima de las cabezas en alto. Gritos espontaneos de «Arriba España!» alimentan el frío viento que sopla desde un pasado violento nunca juzgado. Un aire cargada de odio, pero también de sorberbio. Cuando la Guardia Civil intenta de quitar las banderas, tienen que retirarse enseguida por el enjambre de enojados que corren para enfrentarse con ellos. Dentro de la Basílica, cuatro guardias de La Falange erguidos al lado de la tumba de su sagrado fundador. Padres e hijos se acercan para dar el saludo fascista frente al altar antes de sentarse en los bancos rebosantes de convicciones antiguas, pero vivas, muy vivas.
Por la noche, mientras ando al lado de un jeep militar que lleva algunos falangistas fumando puros con guantes del cuero negro en pleno centro de Madrid, me doy cuenta que esta gente no tienen ningún sentido de vergüenza de ser fascista en la actual sociedad española. Es más, tengo la impresión de que ellos piensan que son los dueños legítimos del país, treinta y tres años después de que murió Franco.
Es fácil decir que la ultraderecha son sólo cuatro malditos gatos con ocho vidas gastadas. Más difícil es aceptar que muchos más compartan sus pensamientos si no su vestuario anacrónico. Por ejemplo, un hombre de poco más de cuarenta años paseando por una acera de Argüelles que se para y leventa su brazo cuando se cruza con las filas de camisas azules. Y otro grita, «¡Me traéis recuerdos de mís días de Fuerza Nueva!». O una mujer en un balcón de un tercer piso saludando a los guapos abajo. O los conductores de múltiples coches que pitan para dar ánimo a los peregrinos en camino al Valle de los Caídos para dejar una corona a la memoria del gran Ausente.
En la Plaza de Oriente, tengo otro encuentro con la asombrosa falta de vergüenza que tienen los fascistas. Con Blas Piñar sentado tranquilamente en el escenario, hay un fervor entre las masas que no pueden contener sus ganas de gritar «¡Viva Franco!» Cuando la concentración termina cantando «Cara al Sol» estoy sacando fotos de gente con sus brazos muy en alto. A traves del visor de la cámara puedo ver a una mujer que me esta haciendo un gesto con su único brazo libre. Quiere que le saque una foto. Lo hago. Sonríe. Está contenta. Yo tengo ganas de llorar.
Según Jacques Lacan, el psicoanalista francés, la vergüenza está directamente vinculada a la ética del sujeto. Es así porque el sentido de vergüenza surge de un contexto social. Por lo tanto, la falta de vergüenza mostrada por los defensores del franquismo hoy en día es el resultado de una sociedad en que los verdugos del régimen nunca se han hecho responsables de sus crímenes como, por ejemplo, en Alemania. Como consequencia, en Alemania está prohíbido organizar actos fascistas o llevar símbolos Nazis, pero en cambio en España se pueden hacer las dos cosas sin sentir ninguna vergüenza. Una situacion excepcional de impunidad que requiere que se juzgan a los culpables antes de que todos se mueren en la cama.
Sólo la intervención de justicia, basada en conceptos básicos de los derechos humanos, puede cambiar un contexto social en que los cómplices de crimenes de lesa humanidad pueden manifestarse con orgullo mientras que sus víctimas tienen que andar por las calles con miedo todavía. Lamentablamente esto es la realidad vergonzosa de una democracia sin vergüenza.
Scott Boehm es Socio del Centro de los Derechos Humanos de Berkeley y Investigador del Archivo Audiovisual de la Guerra Civil Española y la Represión Franquista de la Universidad de California, San Diego.