Críticos, tertulianos y demás manifiestos columnistas comentan que el debate lo ha perdido el presidente; el medio, por su parte, que ha ganado el país. La retórica habitual de campaña parece dar así un paso atrás y tratar de demostrar lo evidente: que el medio es el mensaje. Pues no hay duda de que el […]
Críticos, tertulianos y demás manifiestos columnistas comentan que el debate lo ha perdido el presidente; el medio, por su parte, que ha ganado el país. La retórica habitual de campaña parece dar así un paso atrás y tratar de demostrar lo evidente: que el medio es el mensaje. Pues no hay duda de que el asunto del atril vacante del plató da para rato. Es más, he ahí el mensaje de una intención patente -imposible no verlo. La postura del propio periódico, en cambio, con esa actitud artificialmente demócrata y esos gestos de falsa modestia, no ha recibido ni un golpe.
Pero, ¿y si resulta que no pudiera recibirlo? ¿Y si resultara que el cuarto poder es, en la vorágine de la propaganda actual, inmune? Frente a la opresión del marco, o bajo la égida de las categorías mediáticas, ¿qué no podría resistir, a estas alturas, el medio? De alguna manera, los peces gordos de El País vendrían a destacar esto último: en su estelar aparición tras el debate, el director del diario, Antonio Caño, entonaba la apología de su propia empresa. Son ellos, los dueños y señores de la opinión pública, quienes estuvieron allí presentes cuando los debates del país cambiaron para siempre.
Más allá de que, naturalmente, el PSOE fuera el esforzado vencedor de la contienda: «Ya nada volverá a ser lo que era tras el debate», se atrevieron a decir. «En el futuro, los debates serán intensos, directos, como el que acabamos de presenciar, o no serán» -y perogrulladas por el estilo. Como si los espectadores hubiesen acudido al momento mismo de una transformación radical de la sociedad. Como si el atril vacante del plató le hubiera sido reservado no al huidizo presidente en funciones, sino, antes bien, al espíritu mismo de la transición. Como si los candidatos fuesen figuras insignificantes a la sazón, divinidades a lo sumo domésticas, locales, inmersas todas ellas en el abismo de la comunicación.
No hay duda: el medio vuelve a jugar así la carta de la objetividad, de la mediación, de la neutralidad. Vuelve a ocupar pues el privilegiado lugar del mensajero, donde goza de absoluta impunidad. En esta nueva fase del politeísmo político español, bien es cierto que el único y verdadero Dios del mundo cede la palabra al resto, que el discurso se vuelve atropellado, polifónico y violento. Pero es cierto también que lo hace al precio de haber abandonado ya la escena, ascendiendo así a los cielos de la eternidad.
Curiosamente, el Nuevo Testamento narra un episodio harto evocador. Cuenta el relato sobre Pablo en el Areópago que, de pie, en medio del mismo, dijo: «Atenienses, veo que ustedes son, desde todo punto de vista, los más religiosos de todos los hombres. En efecto, mientras me paseaba mirando los monumentos sagrados que ustedes tienen, encontré entre otras cosas un altar con esta inscripción: Al dios desconocido. Ahora, yo vengo a anunciarles eso que ustedes adoran sin conocer» (Hechos 17, 22-23).
Del debate a tres se desprende que el altar del Areópago le había sido reservado, desde el origen de los tiempos, al medio. Y son muchas las voces que, en la llamada era digital, denuncian la polarización de la opinión, la privatización del periodismo y la estratificación del conocimiento y de la información. A un mayor margen de propiedad privada, mayor es el marco de la opresión mediática, está claro. Pero si la forma- mercancía halla su máxima expresión en la imagen, los que el pasado lunes tuvimos la oportunidad de ver al menos parte del evento fuimos testigos de una revelación sin par: el dios desconocido, el ídolo de nuestra adoración, el fetiche mudo e invisible de nuestra fe, no es el presidente del gobierno, sino El País.
Esto, sin embargo, no es nada nuevo; lo saben todos los protagonistas de este bochornoso y triste espectáculo. Lo sabe Pablo, lo sabe Pedro y lo saben todos los ángeles y los santos. Somos nosotros quienes debemos tomar ahora consciencia de ello. Somos nosotros quienes debemos empezar ya a ver algo más claro en la penumbra. Romper las telarañas del fetichismo de la imagen, de la dominación mediática y de la opresión digital no parece, en cualquier caso, un reto menor. Pero es una tarea urgente. El país -ahora en minúsculas- no puede seguir siendo el referente inmediato de la voluntad y de la acción política de los individuos. Ha de haber vida -dicho de otro modo- más allá del debate. O mejor aún: es el propio medio el que debe ser sometido a debate.
Porque de lo contrario, y como se suele repetir desde el supuesto consenso: con el debate abierto, ganamos todos -o, lo que es lo mismo, perdemos los de siempre. Y ahí ya no hay fair play que valga.
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