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Sobre el juicio al procés (I)

Fuentes: mientras tanto

Previsiblemente, en los primeros meses del año próximo dará comienzo la vista oral del proceso penal incoado contra los dirigentes independentistas catalanes. Este texto es el primero de una serie de escritos en los que se intentará enhebrar una serie de reflexiones jurídicas y políticas en relación con ese juicio que, salvo cataclismo planetario o […]

Previsiblemente, en los primeros meses del año próximo dará comienzo la vista oral del proceso penal incoado contra los dirigentes independentistas catalanes. Este texto es el primero de una serie de escritos en los que se intentará enhebrar una serie de reflexiones jurídicas y políticas en relación con ese juicio que, salvo cataclismo planetario o revolución social, se va a celebrar con toda seguridad sin que ningún entusiasta del wishful thinking pueda impedirlo.

Para dejar las cosas claras desde el principio: esas reflexiones se van a hacer desde la convicción de que ese juicio no sólo es inevitable sino también saludable para nuestra cultura democrática.

Ciertamente, lo óptimo habría sido que dicho proceso jamás se hubiera producido, pero para ello hubiera sido necesario previamente que las autoridades catalanas se hubiesen abstenido de violar la legalidad vigente. A partir del momento en que lo hicieron, con la aprobación de las leyes de «desconexión» del 6 y 7 de septiembre, la convocatoria del simulacro de referéndum del 1-0 y las fantasmagóricas declaraciones de independencia posteriores, los fiscales y jueces competentes estaban obligados a abrir diligencias judiciales so pena de ser ellos mismos sancionados.

Eso no significa que quien esto suscribe esté de acuerdo con todas las decisiones que se han tomado en el período de instrucción de la causa. En mi modesta opinión, se ha abusado (aunque eso por desgracia no es nada nuevo en España) de la prisión provisional y se han aplicado tipos penales que, por las razones que se explicarán en otro texto posterior, hubieran debido descartarse tras un primer y somero análisis jurídico de los hechos enjuiciados.

Ahora bien, tras la experiencia del siglo veinte, tras la reiterada comprobación empírica de adonde puede conducir la anarquía del poder (del poder de ellos, del poder de los nuestros, del poder de los vuestros o del poder de quien os dé la gana), esto es, la no sujeción de los poderes públicos a una legalidad mínimamente democrática, las sensatas palabras de Joan Coscubiela en la sesión del Parlament del 6 de septiembre de 2017 hubieran debido recibir el apoyo unánime de todo eso que llamamos izquierda. Que eso no ocurriera resulta cuando menos inquietante. La desobediencia a la Constitución y al Estatuto de Autonomía, textos legales en los que se reconocen derechos muy básicos que todo tipo de autoridades tienen la obligación de respetar, por parte de unos diputados y consellers con capacidad para dictar leyes, reglamentos y órdenes de los que depende la administración de más 30.000 millones de euros pagados con los impuestos de todos, en especial de los trabajadores asalariados, así como la actuación de 250.000 empleados públicos entre los que se incluyen 17.000 Mossos d’Esquadra, no tiene nada que ver con la desobediencia civil (y por tanto desarmada) de los insumisos al servicio militar, los activistas de Greenpeace o los jornaleros de Marinaleda.

En su fase final, el llamado procés ha sido fundamentalmente un conflicto entre administraciones dirigidas por corruptos, encubridores de corruptos, farsantes y mentirosos compulsivos. En ese conflicto, las poblaciones, como las multitudes en las películas de romanos, han jugado más el papel de extras que el de protagonistas. Para convencerse de ello, sólo hace falta pensar en qué hubiera sucedido si el 20 de septiembre de 2017, por decir algo, los dirigentes independentistas hubieran explicado a sus seguidores lo que han explicado después, a saber: que estaba muy bien que sus bases fueran a votar el primero de octubre, pero que ese simulacro de votación sólo serviría para legitimar una declaración simbólica de independencia, no para hacer efectivo ese objetivo político; que ese intento de referéndum sería un brindis al sol, un farol en una jugada de póker que únicamente pretendía forzar una negociación con la administración central para conseguir alguna cosa que permitiera salvar el prestigio político de los dirigentes independentistas.

Sabiendo eso, ¿cuántas personas hubieran ido a las escuelas el primero de octubre a partirse la cara con la policía? Seguro que unas cuantas menos de las que fueron. Más allá de los palos y los actos de brutalidad policial de ese día, que siempre hay que rechazar y denunciar, el primero de octubre tiene más de trágica farsa que de «día histórico». Y si eso no parece suficientemente convincente, entonces basta con recordar la imagen de las multitudes indepes esperando ansiosas la susodicha declaración y sus caras posteriores cuando aquella se «suspendió». Eso no son «errores» de menor cuantía, eso es una payasada política de proporciones épicas. Una payasada, además, peligrosa y antidemocrática.

Entre otras cosas, porque también supuso, ni que fuera simbólicamente, un desprecio olímpico a la opinión y los derechos de los 2.120.000 ciudadanos catalanes (es decir, a la opinión y los derechos de la mayoría de los catalanes) que en las elecciones autonómicas plebiscitarias de 2015 votaron a partidos no independentistas, así como a la opinión y los derechos de los 2.277.451 (otra vez la mayoría de los catalanes) que, habiendo vivido todos esos actos con angustia creciente, volvieron a hacer lo mismo en las elecciones autonómicas -y tan plebiscitarias por cierto como las anteriores y cualesquiera otras- del 21 de diciembre de 2017.

Tanto más cuanto que llueve sobre mojado. Los nacionalistas de derecha radical, que han detentado el poder autonómico la mayor parte del tiempo transcurrido desde las primeras elecciones autonómicas de 1980, han practicado reiteradamente la anarquía del poder para, entre otras cosas, favorecer los intereses de un conglomerado público-privado que ha protagonizado graves violaciones del Derecho Penal económico.

La Constitución de 1978 y el Estatuto de Autonomía catalán, con todas sus insuficiencias y carencias, han sido el arco de bóveda legal que ha permitido el procesamiento de varios dirigentes políticos de esa derecha nacionalista radical por una corrupción equivalente a la protagonizada por el Partido Popular en Baleares, Valencia o Madrid. Sólo la elevada autoestima de las clases medias catalanas puede impedir ver un hecho tan palmario. Los encausados por los casos Banca Catalana, Casinos, Planasdemunt, De la Rosa, Pascual Estivill, Pallerols, Palau de la Música o Familia Pujol son tan chorizos como los investigados en los casos Naseiro, Gürtel, Bárcenas, Lezo, Palma Arena, Púnica, Taula o Bankia.

Pues bien, los correligionarios políticos de los chorizos de casa nostra y sus compañeros de viaje en el ilusorio proceso independentista, aprobaron el 7 de septiembre la llamada Llei de Transitorietat jurídica i fundacional de la República en cuyo artículo 79,2 se decía: «Los casos que según el ordenamiento jurídico anterior a la sucesión sean o hubieran sido competencia de la Audiencia Nacional, del Tribunal Supremo o de cualquiera otro órgano judicial español fuera del territorio de Cataluña, incluido el Tribunal Constitucional sólo con relación a los recursos de amparo, serán asumidos inmediatamente, según corresponda, en instrucción, primera instancia, segunda instancia, casación y ejecución por los órganos judiciales catalanes en función de su competencia objetiva y territorial.»

Entre ellos se encontraban todos los casos de corrupción mencionados más arriba. Pero la cosa no acaba ahí, porque, por otra parte, la misma Llei de Transitorietat preveía en su artículo 66,4 que «El presidente o presidenta del Tribunal Supremo [de Catalunya] será nombrado por el presidente o presidenta de la Generalitat a propuesta de la Comisión Mixta prevista en el artículo 72». Dicha «Comisión Mixta» debía estar compuesta por «el presidente o presidenta del Tribunal Supremo, que la preside, por el conseller o consellera con competencias en el ámbito de la justicia del Gobierno de la Generalitat, que ejerce la vicepresidencia, por cuatro miembros de la Sala de Gobierno [del Tribunal Supremo], designados por ella misma, y cuatro personas designadas por el Gobierno.» Vamos, que los corruptos nostrats debían ser juzgados por tribunales cuya última palabra la tendrían, en buena medida, personas de la confianza del Gobierno de la Generalitat, es decir, de los correligionarios políticos de los procesados.

Cuando estoy escribiendo estas páginas, los médicos, los bomberos, los estudiantes, los profesores y otros empleados públicos catalanes están llevando a cabo manifestaciones y huelgas dirigidas contra el Gobierno de la Generalitat exigiéndole que reviertan los recortes en derechos sociales perpetrados por el govern dels millors. Eduard Pujol, portavoz de Junts Per Catalunya, ha dicho que eso son cuestiones menores en comparación con el gran asunto de la ilusoria independencia. Sin quererlo, el antiguo director de la emisoria de radio del Grupo Godó, RAC 1, ha hecho una síntesis perfecta de todo lo ocurrido en Catalunya desde que Artur Mas y Felip Puig intentaron desalojar a los pacíficos indignados de la Plaza Catalunya, el 27 de mayo de 2011, y desde que, tres semanas después, se intentase rodear el Parlament con el resultado final de ocho personas condenadas a tres años de prisión por unos hechos bastante más pacíficos que muchas de las cosas que han ocurrido en Catalunya en el último año.

Por todo lo anterior y por unas cuantas cosas más, tan positivo es que sean enjuiciadas las brutales cargas policiales del 1-O como que lo sean todos los abusos de poder protagonizados por los dirigentes independentistas en el ejercicio de sus cargos.

Fuente: http://www.mientrastanto.org/boletin-174/notas/sobre-el-juicio-al-proces-i