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Karl Marx (1818-1883). En el bicentenario de su nacimiento (X)

Sobre el Manifiesto comunista (III)

Fuentes: Rebelión

Francisco Fernández Buey [FFB], el autor de Marx (sin ismos) y de Marx a contracorriente, se aproximó en numerosas ocasiones al Manifiesto comunista. Estaba en sus memes y en su inmensa cultura marxista-engelsiana. Siempre, por supuesto, pensando con cabeza propia, una cabeza que se alimentaba, sin sectarismos, de otra cabezas. De hecho, una cita de […]

Francisco Fernández Buey [FFB], el autor de Marx (sin ismos) y de Marx a contracorriente, se aproximó en numerosas ocasiones al Manifiesto comunista. Estaba en sus memes y en su inmensa cultura marxista-engelsiana. Siempre, por supuesto, pensando con cabeza propia, una cabeza que se alimentaba, sin sectarismos, de otra cabezas. De hecho, una cita de Isaiah Berlin estaba guardada en uno de sus archivos (junto a otra de Heiner Müller y una tercera de Rafael Sánchez Ferlosio). La siguiente cita

El Manifiesto es el más grande de todos los folletos socialistas. Ningún otro movimiento político moderno ni ninguna otra causa moderna puede pretender haber producido algo que le sea comparable en elocuencia o fuerza. Trátase de un documento de prodigioso valor dramático; su forma es la de un edificio de intrépidas y sorprendentes generalizaciones históricas que rematan en la denuncia del orden existente, en nombre de las vengadoras fuerzas del futuro; en su mayor parte está escrito en una prosa que exhibe la calidad lírica de un gran himno revolucionario, cuyo efecto, poderoso aún hoy, fue probablemente mayor en su tiempo

«El Manifiesto es el más grande de todos los folletos socialistas». Seguramente fue también esa la opinión del autor de Leyendo a Gramsci

Ejemplos de esas aproximaciones al MC. En un texto de 1994 y de título «Karl Marx», dedicado a su esposa, Neus Porta, y a su hijo, Eloy Fernández Porta, señalaba: 

En noviembre de 1847 Marx y Engels recibieron de la Liga de los comunistas (antes llamada de «los justos»), de la que formaban parte, el encargo de redactar el Manifiesto. En 26 páginas escribieron una memorable síntesis crítica de lo que representaba el capitalismo en el marco de la historia de la humanidad. Los autores del Manifiesto veían la historia de la humanidad como una lucha ininterrumpida, oculta unas veces, abierta otras, que terminó cada vez o con una transformación revolucionaria de toda la sociedad o con la ruina común de las clases en lucha. Bajo el capitalismo se produce un enorme crecimiento de las fuerzas productivas y de la riqueza, pero al mismo tiempo una considerable destrucción de los lazos personales, cualitativos e individualizados de las personas: /La burguesía/ ha ahogado en el agua helada del cálculo egoísta el santo escalofrío de la mística piadosa, del entusiasmo caballeresco, de la melancolía de los ciudadanos medievales. Ha disuelto la dignidad personal en el valor de cambio./…/ Ha colocado en el lugar de la explotación envuelta en ilusiones religiosas y políticas, la explotación abierta, desvergonzada, directa, a secas.

La historia de la industria y del comercio hasta 1840 aparecía en el MC como historia de la contraposición entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción modernas. Un factor destacaba sobre todos los demás al poner en tela de juicio la continuidad pacífica y sin sobresaltos de la existencia de la sociedad burguesa: las crisis comerciales periódicas.

Los autores del Manifiesto subrayaban allí algo que todavía en la actualidad sigue viéndose como un escándalo, a saber: que en las crisis comerciales se destruye regularmente no sólo una gran parte de los productos conseguidos con esfuerzo (ayer, casi siempre, productos de la tierra; hoy, productos de la tierra y de la industria, a veces con obsolescencia ya incorporada al ser producidos) sino incluso una parte de las fuerzas productivas ya creadas (empezando por la fuerza productiva altamente cualificada llamada hombre). Marx denominaba a esto «la epidemia de la sobreproducción». Pero los autores del Manifiesto ponían el acento en las consecuencias culturales de tales crisis: «La sociedad -escribieron- se ve retrotraída repentinamente a un estadio de barbarie momentánea; parece como si la miseria o una guerra mundial de exterminio la hubieran privado de todos los víveres; la industria y el comercio parecen destruidos. Y por qué. Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados víveres, demasiada industria, demasiado comercio«.

Interesante era también la caracterización que en el Manifiesto se hacía de la forma en que la clase dirigente solía dominar las crisis:

Imponiendo, por una parte, como se ha dicho, la aniquilación de una gran masa de fuerzas productivas, lo que da lugar a la creación de un amplio «ejército de trabajadores de reserva» para el nuevo ciclo; conquistando, por otra, nuevos mercados y explotando más profundamente los antiguos. En opinión de Marx, es precisamente este conflicto interno (o sea, esta contraposición de tendencias simultáneas entre la producción y la destrucción que hace del capitalismo una «plétora miserable», una comunidad rota por la desigualdad) lo que acabará creando las condiciones materiales y espirituales de posibilidad para abolir y superar el sistema. Así se entiende que los autores del Manifiesto pudieran escribir una frase tan lapidaria como ésta: «La burguesía ha engendrado a los hombres que empuñarán las armas que la darán muerte, los trabajadores modernos, los proletarios». Que tal cosa llegara realmente a ocurrir depende para Marx y Engels todavía de otro factor: que los proletarios tomaran consciencia de tal posibilidad combatiendo unidos contra el mal que les oprimía. De ahí la divisa célebre: «Proletarios de todos los países, uníos».

Menos célebre por menos recordada, señalaba, era la afirmación con que el MC concluía la propuesta de medidas socioeconómicas alternativas a la sociedad existente en 1847: la conquista de la democracia. Hoy diríamos, comentaba «El Buey» (como le llamaban cariñosamente sus alumnos de la UPF) «la profundización, en el ámbito de lo económico y de lo social, de las libertades políticas de los ciudadanos».

Conviene en todo caso detenerse con más detalle en el prólogo que escribió a la edición castellana del Manifiesto publicada por la editorial de El Viejo Topo en 1997, en tiempos nada favorables al marxismo. Lo tituló: «Para leer el MC» (un homenaje implícito a su amigo y maestro Manuel Sacristán que escribió un material con ese título del que ya hemos hablado en estas aproximaciones). Está fechado en marzo de 1997 y puede verse ahora en FFB, Marx a contracorriente, Vilassar de Mar (Barcelona), El Viejo Topo, 2018.

El MC era un texto de carácter excepcional señalaba de entrada FFB por su brevedad y porque inauguraba un nuevo género:

En la filosofía política al juntar consideración histórica, análisis sociológico y perspectiva política con la defensa explícita de los intereses de una clase social, el proletariado industrial, que por entonces no tenía en Europa casi nada; por lo que en su momento representó en el conjunto de la obra de Marx y Engels; por lo que ha significado para el movimiento obrero organizado en los cinco continentes; por el hecho de haber sido traducido repetidamente a todas las lenguas y en todos los países; por la gran audiencia que ha alcanzado a lo largo de siglo y medio.

Muy pocas veces en la historia de las ideas se habrá dicho tanto en favor de los de abajo, de los explotados y oprimidos, en tan poco espacio.

Si el viejo refrán dice verdad, el Manifiesto comunista es dos veces bueno: sólo veintitrés páginas (en la edición alemana original) para tratar uno de los asuntos que más permanentemente ha conmovido a aquella parte de la humanidad preocupada por el mal social en el mundo moderno: el de las causas de la desigualdad social y la lucha de clases. Pues bien: el viejo dicho debe decir con verdad, puesto que el Manifiesto comunista ha sido, con la Biblia, el escrito que más traducciones y reimpresiones ha merecido en los últimos ciento cincuenta años. El mismo año (1848) en que apareció la edición original alemana el Manifiesto se había traducido ya al francés, al polaco, al italiano, al danés, al flamenco y al sueco; en 1850 fue publicado por primera vez en inglés; en la década siguiente apareció la primera traducción en ruso, hecha por Bakunin. La primera traducción castellana se publicó en La emancipación de Madrid, en 1871. En 1930 apareció la primera traducción al catalán. Las traducciones al gallego y al euskera son más recientes.

La historia de las formas y circunstancias en que había sido leído el MC desde 1848 hasta nuestros días, «de los lugares insólitos por los que circularon sus páginas y de las biografías de algunos de sus lectores eminentes», se entrecruza con la historia del romanticismo contemporáneo «y ella sola daría material más que suficiente para ampliar todos los géneros de la literatura, incluyendo toda transversalidad entre géneros: desde la comedia a la tragedia, desde el ensayo al drama y desde la lírica al esperpento». Lector egregio hubo, recordaba FFB, en tiempos de entreguerras, cuando los de abajo se proponían asaltar los cielos de la igualdad, que tuvo la ocurrencia de poner el Manifiesto en verso.

La idea, explorada por Bertolt Brecht, no llegó a cuajar del todo. Pero no era descabellada. Tradicionalmente la poesía ha fijado el recuerdo de una colectividad, contribuye a reforzar la memoria de las creencias compartidas. Y hasta es posible que ésa, o la forma dramática, sean precisamente las más adecuadas para hacer llegar las ideas del Manifiesto a los jóvenes posmodernos de la cultura europea, a las gentes que sólo han conocido ya la lucha entre las clases como algo latente o como ambigua pugna en la que los antiguos luchadores decimonónicos siguen reconociéndose mutuamente como adversarios al tiempo que se atraen con cierto erotismo de viejos mientras desvían, ambos, la mirada hacia el otro mundo: hacia el mundo de la dependencia absoluta, de la esclavitud renovada y del estar-por-debajo-del-umbral-de-la-explotación del asalariado moderno.

A diferencia del Libro de los Libros (y a diferencia de otras obras de Marx y de Engels, más enrevesadas, más complicadas, más científicas si se quiere), la lectura del MC no necesitaba intérpretes, glosadores, exégetas, sacerdotes que hicieran de intermediarios entre el texto y el pueblo lector, «entre los cultos autores que lo escribieron y las gentes a quienes va dirigido el mensaje».

El Manifiesto es la expresión anticipada de una intuición muchísimas veces repetida por los trabajadores en un canto que todavía se canta, el de La Internacional: «Ni dioses, ni reyes, ni tribunos. No hay supremo salvador «. Una de las ideas centrales contenidas en la parte del Manifiesto que trata del socialismo como movimiento es que los de abajo tienen que liberarse a sí mismos autoorganizándose políticamente. El reconocimiento de este punto obligará siempre, a quien pretende prologar o introducir esta obra de Marx y Engels, a preguntarse qué hace él aquí si no ha de ser cura laico o pedante glosador del texto. Decir al amable lector que se encuentra ante un texto excepcional en la historia de las ideas es ya un obviedad. Sugerir, como se ha hecho tantas veces, que el sentido de la lectura del Manifiesto es abrir al lector apasionado la puerta de la afiliación comprometida en el partido comunista, puesto que de eso se trataba precisamente en origen, sería ahora una temeridad. Sin ninguna duda.

El razonar el interés de la lectura del clásico podía hacerse de dos maneras igualmente válidas, en opinión del autor de Para la tercera cultura.

La primera consistiría en distanciarse lo más posible del texto y considerar el Manifiesto como uno más de los libros que han configurado el canon de la filosofía política europea para tratarlo como se suele tratar académicamente a los clásicos: con rigor filológico, espíritu comparativo y atención preferente al momento histórico en que la obra fue escrita. Como se trata a Maquiavelo, a Hobbes, a Montesquieu o a Tocqueville. La segunda manera de razonar ese interés actual, sin despreciar la primera, consiste en leer al clásico en el marco de la tradición liberadora que él mismo ha inaugurado, haciendo propios, por tanto, las preocupaciones y el punto de vista de Marx y de Engels en una situación ya muy cambiada respecto del momento histórico en que ellos escribían. Sé que esta otra manera de ver la cosa no está de moda y que ir contra las modas es como afiliarse a la Compañía de la Soledad; pero también sé, por Leopardi, que la moda, por efímera, es hermana de la muerte.

En la tradición que Marx y Engels inauguraban con el Manifiesto el primer paso para la liberación de los de abajo, de los explotados y oprimidos, era tener conciencia; tener conciencia de lo que se había sido y de lo que se era. Tener conciencia significa saber situarse en la historia de la humanidad y en su presente.

Hasta 1847, hasta que se escribió el Manifiesto, la literatura política que los intelectuales cultos, humanitarios o compasivos, habían producido en favor de las pobres gentes osciló entre la profecía, el mesianismo, la utopía y el sarcasmo crítico a costa de los de arriba, de las clases dominantes. La idea misma de una sociedad de hombres socialmente iguales y libres se identificaba con un pasado idealizado, anterior a la existencia misma de la propiedad privada, con lo que se llamó la «edad dorada», o bien se concluía, como en el caso de la utopía de Thomas More, con alguna broma irónica, como diciendo: «He aquí lo mejor, pero como eso no es realizable entre nosotros, tomémonos unas copas, mientras tanto, y esperemos». Thomas More murió asesinado por el poder de su tiempo. Otros dijeron: «Vendrán tiempos mejores en que los viejos y repetidos anhelos de los pobres y expoliados se verán por fin satisfechos». Pero esos tiempos pasaron, el viejo régimen de la monarquía absolutista cayó y los nuevos pobres sólo vieron repetida la eterna esperanza. Eran, aquéllos, libros admirables que los de arriba, los que mandaban y los que mandan, pueden leer hoy casi siempre sin turbación. Pasado el tiempo en que fueron escritos, y limadas sus aristas críticas, pueden ser leídos desde el Olimpo incluso con delectación y placer estético.

Los profesores habían puesto en los pies de sus páginas notas cultas y convenientes. Ahora algunos de estos libros pueden ser comprensiblemente entendidos incluso como lo contrario de lo que sus autores pretendían decir a sus contemporáneos. Pero no así en el caso del Manifiesto comunista.

De las muchas ediciones que pueden hallarse, aunque no en las librerías, sí, al menos, en nuestras bibliotecas, ninguna cuenta, que yo sepa, con ese tipo de notas que embalsaman para siempre a un clásico. Hay ediciones mejores y peores, dogmáticas y científicas, eruditas y combativas, pero no embalsamadoras. Por lo demás, no deja de ser significativo el que las editoriales grandes -y esto es sintomático- no tengan ahora mismo, en España, entre sus clásicos una edición del Manifiesto disponible. Y si alguna lo tiene hace tiempo que lo descatalogó. El editor grande tal vez argumente: ¿Y quién va a leer hoy en día el Manifiesto comunista después de la caída del comunismo?

Su propia respuesta a la pregunta: «Suponiendo que, como se suele decir, la historia reciente hubiera refutado la prospectiva de Marx y de Engels, esto no sería razón suficiente para dejar de leer el Manifiesto comunista.» ¿Por qué? Por lo siguiente.

Desde el siglo XVI la historia de la ciencia no ha hecho sino refutar, una tras otra, muchas de las ideas básicas contenidas en el viejo y en el nuevo testamento, y, sin embargo, la buena gente, incluida la mayor parte de los científicos del siglo XX, no ha dejado por eso de leer la Biblia. Y la buena gente hace bien, porque ese libro contiene muchas cosas interesantísimas que no se agotan con el reconocimiento de la teoría copernicana y de la teoría darwinista de la evolución. A casi nadie se le ocurriría hoy en día ir a buscar respuesta a sus penas en la Apología de Sócrates, en la Utopía de Thomas More o en la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de Bartolomé de las Casas, pese a lo cual habría que considerar del género tonto el argumento de que ya no vale la pena leer estas obras porque su tiempo ha pasado. Todo aquel que se haya dedicado a la enseñanza sabe cómo año tras año los jóvenes se conmueven con la lectura de textos así, independientemente de que Sócrates haya salido derrotado en su lucha en la democrática Atenas, de que Thomas More haya pagado con la vida su atrevimiento en la Inglaterra del siglo XVI, o de que Bartolomé de las Casas se quedara casi solo en su lucha en defensa de los indios en la España imperial. ¿Y no nos conmueve lo que dijeron o escribieron precisamente por esto?

Los textos clásicos nunca han cotizado en la bolsa de los valores mercantiles. Tampoco ahora por supuesto:

Un texto clásico no se caracteriza porque uno, el amable lector, por ejemplo, vaya a sacar utilidad inmediata de la lectura, sino porque, en lo suyo, sea esto la narrativa, la poesía, la filosofía o la política social, ha sabido envejecer: porque en su envejecimiento aún tiene cosas importantes que decirnos, aún nos conmueve, aún nos hace pensar: en lo que hemos sido, en lo que somos, en lo que podríamos haber sido, en lo que desearíamos ser.

El MC comunista era un texto de este tipo.

De los que han envejecido, a pesar de todo, bien. De los que hablan de uno de los anhelos sustanciales del hombre que, como animal racional, es un ser civil que, en ocasiones, ha considerado que valía la pena arriesgar por su propia emancipación, por la liberación de las cadenas que le oprimen por librarse de la dominación ejercida por unos hombres sobre otros hombres.

La lectura del MC siempre producía turbación, inquietud. Desde su primera frase: «Un fantasma recorre Europa: es el fantasma del comunismo» hasta la última: «Proletarios de todos los países, uníos»

 El lector quedará siempre atrapado por la impresión de que aquello va con él y, además, en serio. El cuento cuenta de algo que nos afecta profundamente. Todavía ahora, cuando las bromas intelectuales acerca del «fantasma que recorre Europa» están a la orden del día, y el nombre mismo de «comunismo» sumamente desacreditado, las veintitantas páginas del Manifiesto siguen provocando turbación en el lector y en el profesor que ha de explicar a sus alumnos, de forma contextualizada, las ideas allí contenidas. ¿Por qué eso? ¿Por qué esta turbación y el sucederse de las sonrisas nerviosas contenidas cada vez que se abre el Manifiesto y se lee aquello de que la historia de todas las sociedades existentes hasta el presente es la historia de la lucha de clases o aquello otro de que los obreros no tienen patria? ¿Por qué tanta crispación si el proletariado del que allí se habla ya no existe, si el capitalismo del que allí se habla ya no existe, si la lucha de clases de la que allí se habla ya no existe, si el comunismo del que allí se habla no llegó a existir y donde se dijo que existió acabó hundiéndose? No es fácil contestar a esta otra pregunta directamente. Pero sospecho que eso ocurre por motivos parecidos a los que llevan a la conmoción del lector cada vez que se enfrenta a alguna de la obras clásicas citadas más arriba o al Zaratustra de Nietzsche, o a los textos de Sade, o a la interpretación freudiana de los sueños.

Algo había allí, en esos textos, que comparten con el MC la pasión por la liberación del ser humano:

 Algo hay que, por encima de nuestros intereses y de nuestras convicciones, nos hace oscilar, como divididos, entre dos sentimientos: nuestro autor -pensamos desde la experiencia histórica acumulada- exagera, generaliza en demasía, pero de esta pasión exagerada brota alguna verdad, alguna verdad sustantiva, que quienes no exageran nos quieren ocultar. ¿Tal vez porque la mesotés, el equilibrio, la mediocritas, la discreción, el olimpismo estético y la razón pura, a que aspiramos y aspiraremos siempre, son atributos del estar a bien con el mundo mientras que la hybris, la demasía, en cambio, es el estado de necesidad del hombre que no puede reconciliarse con un mundo lacerado por las desigualdades y demediado por la dominación de clase?

Lo que nos turbaba, cuando leemos clásicos como los mencionados, era tener que reconocer que no todas las opiniones valen igual en todo

(Y que, por tanto, la democracia establecida, esta o aquella democracia, no cuenta en eso del saber). Lo que nos turba es tener que reconocer que no somos lo que decimos ser cuando actuamos en público (y, que, por tanto, metodológicamente, hay que saber distinguir entre ética y política). Lo que nos turba es aprender con escándalo que los nuestros se comportan a veces peor que los bárbaros (y que, por tanto, si queremos superar la hipocresía reinante, necesitamos otro concepto de barbarie). Lo que nos turba, más allá de la edad, es captar la conexión profunda entre sexualidad y razón, sexualidad y sueño (y que, por tanto, nuestra cultura del ocultamiento de los deseos produce también malestar, miseria psíquica).

Lo que nos turba, en el caso del MC, es que alguien se hubiera atrevido a decir que, en este mundo de aquí abajo, los que no tienen nada podrían tener conciencia, y voz propia, y unirse políticamente para configurar una nueva hegemonía político-cultural y una sociedad de iguales socialmente considerados.

Y nos turba, precisamente, porque esto no ha sido dicho como las gentes de abajo estaban acostumbradas a que se lo dijeran los amigos del pueblo en los siglos anteriores: con el acompañamiento de la promesa sobre la llegada de un mesías, o pregonando la confianza en la buena voluntad de aquellos a los que todo les sobra, o mientras se les indicaba con el dedo índice de la mano derecha, desde la balsa de náufragos, el nuevo mundo y se señalaba con el reluciente dedo índice de la mano izquierda el propio pecho, el del héroe de siempre que ha de conducirles, una vez más y por derecho de casta, al mundo de los iguales.

El programa comunista pudo haber sido un catecismo elaborado por cultos en forma de preguntas y respuestas para los simples, al estilo de tantos y tantos catecismos religiosos. Engels, como es sabido, pensó en esa forma para el programa comunista. Luego se desdijo con buen criterio.

Engels acertó, señala FFB, al dejar la redacción final del MC en manos de Marx, quien pasó de la forma narrativa simple al relato de la complejidad dialéctica del drama histórico en el que la voluntad y la conciencia de los hombres divididos y socialmente enfrentados juegan (o pueden jugar) tanto como los condicionamientos externos.

Un manifiesto es siempre, por definición, esquemático y propositivo. El MC también lo es, señalaba FFB (no lo es tanto en mi opinión)

Cuando describe, en su relato del drama histórico de la lucha de clases, está, al mismo tiempo, interpretando, afirmando un punto de vista acerca de la historia toda. En este caso se trata del mundo, sobre todo del mundo del capitalismo, visto desde abajo. Y cuando propone, un manifiesto tiene que hacerlo mediante tesis o afirmaciones muy taxativas, sin ambigüedades, sin oscuridades. Un manifiesto no es un tratado ni un ensayo; no es el lugar para el matiz filosófico ni para la precisión científica. Un manifiesto no es tampoco un programa detallado de lo que tal o cual corriente o partido se propone hacer mañana mismo. Un manifiesto tiene que resumir la argumentación de la propia tendencia a lo esencial; es un programa fundamental, por así decirlo. Y, en este sentido, lo que ha hecho duradero al Manifiesto comunista, lo que le ha permitido envejecer bien, es la gracia con que sus autores supieron integrar el matiz filosófico acerca de la historia y la vocación científica del economista-sociólogo que, por ende, pone su saber al servicio de otros, de los más. En la lucha entre burgueses y proletarios el Manifiesto toma partido.

Sus autores sabían que la verdad era la verdad la dijera Agamenón o la dijera su porquero.

Pero saben también que el moderno porquero de Agamenón seguirá inquieto, desasosegado, después de escuchar de labios de su amo, de su burgués, las viejas palabras lógicas sobre la verdad: «de acuerdo». Seguirá inquieto porque el porquero de Agamenón, que quiere liberarse, tiene ya su cultura, está adquiriendo su propia cultura: ha sido informado de que la verdad no es sólo cosa de palabras, sino también de hechos, de haceres y quehaceres, de voluntades y realizaciones: verum-factum.

Esto último, en opinión de FFB, era una clave esencial para entender bien el texto. El MC no se limita a describir: califica, da nombre a las cosas.

Cuando Marx y Engels dicen tan contundentemente, por ejemplo, que los obreros no tienen patria, no están haciendo sociología; no están describiendo la situación del proletariado; no están diciendo algo que se derive de tal o cual encuesta sociológica recientemente realizada. Están polemizando con quienes reprochaban y reprochan a los comunistas el querer abolir la patria, la nacionalidad. Marx y Engels sabían, cómo no, de los sentimientos nacionales de los trabajadores de la época, y ellos mismos, que vivieron en varios países de Europa, se han afirmado también, en ocasiones -como todo hijo de vecino con sentimientos- frente a otros, como alemanes que eran. Pero, como al mismo tiempo conocían bien la uniformización de las condiciones de vida a que conducen la concentración de capitales y el mercado mundial, tenían que considerar un insulto a la razón la manipulación de los sentimientos nacionales por los de arriba en nombre de las patrias respectivas. De modo que quien lea aquella afirmación del Manifiesto como si fuera la conclusión de una encuesta sociológica o no quiere entender, porque le ciega la pasión, o no se ha enterado de nada. Para su mejor comprensión aquella controvertida frase se podría traducir ahora así: los obreros no tienen patria porque los que mandan ni siquiera se la han dado o se la han quitado ya. Pues, como escribió el poeta [Gamoneda]:

Una país sólo no es una patria,

una patria es, amigos, un país con justicia.

Cuando, por poner otro ejemplo, Marx y Engels hablaban, en el Manifiesto, de la burguesía como clase social tampoco se limitan a describir, volvían a calificar.

Pero no insultan por eso al adversario, ni le quitan valor, ni le desprecian. Al contrario: construyen el relato de la configuración histórica de la cultura burguesa como un canto imponente a sus conquistas: técnicas, económicas, civilizadoras. La forma en que se ha construido ese canto, contrapunteando, una y otra vez, pasado y presente, economía y moralidad -sentimiento y cálculo, exaltación de la técnica y conciencia de la deshumanización- es lo mejor del Manifiesto comunista, su cumbre. Porque ahí, efectivamente, es donde sentimos que estamos: en las gélidas aguas del cálculo egoísta, en la división del alma entre técnica y moralidad, entre progreso técnico y desvalorización del sentimiento. Y si este canto acaba siendo, en el Manifiesto, un réquiem por la cultura burguesa no es sólo debido a la simpatía que sus autores sienten por la otra clase, por la clase de los que no tienen nada. Lo es también por otras razones que ahí están sólo apuntadas pero que cuentan mucho. Es porque la sociedad burguesa crea demasiada civilización (demasiados medios, demasiada industria, demasiado comercio); cosa que, antes o después, tiene que conducir a la crisis económica y cultural. Y es porque Marx y Engels, que eran personas ilustradas, herederas del humanismo renacentista, pero con una punta romántica, no desean, no quieren, la otra posible conclusión de la lucha de clases que su formación historiográfica les sugiere en esas circunstancias: la destrucción mutua de las clases en lucha. No la desean precisamente porque saben historia, porque conocen la historia de Europa: porque saben que eso trae consigo la barbarie. No quieren una igualación sin cultura, una tabla rasa, una nivelación sin méritos, un comunismo sin necesidades. Quieren enlazar con el ideal del buen gobierno renacentista e ilustrado.

Había que precisar en todo caso que el MC nombraba las cosas como se ven éstas desde abajo, como las veían en 1847 los que vivían de sus manos, del trabajo asalariado. La lucha por nombrar correctamente y con precisión es el primer acto de la lucha de clases con consciencia, una de las tesis más queridas de FFB. Marx y Engels sabían esto.

La prostitución del nombre de su cosa, el comunismo moderno, no es ya responsabilidad de Marx y Engels. Mucha gente piensa que sí e ironiza ahora sobre que Marx debería pedir perdón a los trabajadores. Yo pienso que no. Diré por qué para acabar. Las tradiciones, como las familias, crean vínculos muy fuertes entre las gentes que viven en ellas. La existencia de estos vínculos fuertes tiene casi siempre como consecuencia el olvido de quién es cada cual en esa tradición: las gentes se quedan sólo con el apellido de la familia, que es lo que se transmite, y pierden el nombre propio. Esto ha ocurrido también en la historia del comunismo. Pero de la misma manera que es injusto culpabilizar a los hijos que llevan un mismo apellido de delitos cometidos por sus padres, o viceversa, así también sería una injusticia histórica cargar a los autores del MC con los errores y delitos de los que siguieron utilizando, con buena o mala voluntad, su apellido.

Seamos sensatos por una vez nos rogada el autor de La ilusión del método.

A nadie se le ocurriría hoy en día echar sobre los hombros de Jesús de Nazaret la responsabilidad de los delitos cometidos a lo largo de la historia por todos aquellos que llevaron el apellido de cristianos, desde Torquemada al General Pinochet pasando por el General Franco. Y, con toda seguridad, tildaríamos de sectario a quien pretendiera establecer una relación causal entre el Sermón de la Montaña y la Inquisición romana o española. En hablando de ideas, y de hechos, y de movimientos colectivos, y de creencias compartidas no hay que quedarse en el apellido familiar o con el vago eco del ismo correspondiente. Volvamos a preguntar por el nombre propio de cada uno.

A cada cual lo suyo pues, señalaba el autor, por lo menos mientras llega aquello de «a cada cual según sus necesidades; de cada cual según sus capacidades».

Hasta aquí FFB. Nos queda u na última mirada al MC: ¿leído desde hoy, desde nuestra perspectiva, acertó en algo? ¿Poco, muy poco, bastante, mucho? Aquel texto que gritaba contra el cálculo egoísta en aguas heladas, el mismo que aseguraba que todo lo sólido se disolvía en el aire, en que construía una hermosa definición de libertad, ¿se equivocó o acertó leído desde hoy mismo, 170 años después? Pues de equivocó como todo hijo/a de vecino pero, en lo esencial, aunque parezca una tarea imposible, una tarea sobrehumana, acertó y dio en la diana.

Los vemos en la próxima entrega.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.