«Mirad, Señor, cómo llora España porque acaba de perder a quien le dio la paz, la tranquilidad, el progreso, la tecnificación, la elevación del nivel de vida, la industrialización… Pidamos a Dios que ponga en la balanza del amor y del premio los sufrimientos, los ardores, toda la vida de gigante del espíritu de Francisco […]
«Mirad, Señor, cómo llora España porque acaba de perder a quien le dio la paz, la tranquilidad, el progreso, la tecnificación, la elevación del nivel de vida, la industrialización… Pidamos a Dios que ponga en la balanza del amor y del premio los sufrimientos, los ardores, toda la vida de gigante del espíritu de Francisco Franco, Generalísimo y Caudillo de España«. Con estas palabras se dirigía a sus fieles el obispo de Coria-Cáceres, monseñor Manuel Llopis Iborra, en su homilía del 21 de noviembre de 1975, horas después de la muerte de Franco: un buen ejemplo de como la Iglesia española despedía con honores al dictador, de cuyo régimen había sido cómplice y beneficiaria desde su primera hora.
Acostumbrada a su condición de protegida y protectora del poder político desde la misma invención de España por parte de los Reyes Católicos, la Iglesia Católica española se opuso a la Constitución liberal de 1812 como más tarde se opondría, tras la promulgación de nuestra II República, a la Constitución de 1931. Una Constitución racional, moderna, equilibrada, que suprimía algunos de los inaceptables privilegios de los que había gozado la Iglesia durante los siglos precedentes. Esto provocó entre sus jerarcas un comprensible rechazo: religiosos como el cardenal Segura se convertirían en tenaces enemigos de una República que pretendía separar las instituciones eclesiásticas de la vida política para alcanzar un Estado laico con una separación Iglesia-Estado real, en el que se reconociesen la libertad de culto y derechos como el matrimonio y el entierro civil, el divorcio… Los años de la República fueron años de constante y tremenda tensión entre el poder civil democrático y la Iglesia, cuyo clero y sectores ultras se opusieron por sistema y virulentamente a los cambios, crispando insoportablemente la convivencia social.
Viéndose rechazada en sus pretensiones reaccionarias por la fuerza de las urnas, la Iglesia española, y con ella el Vaticano, van a legitimar la sublevación militar franquista, y apoyarán durante décadas al inmisericorde régimen fascista que surge de ella. Tras el golpe de Estado del 17 de julio de 1936 y durante toda nuestra atroz Guerra Civil, la Iglesia española hizo causa común con una parte del Ejército, la derecha «democrática» de la CEDA, la Falange de Primo de Rivera y los grandes capitalistas y terratenientes españoles en su Guerra Santa o Cruzada Nacional. En su nauseabunda «Carta colectiva de los obispos españoles a los de todo el mundo con motivo de la guerra de España» (9 de julio de 1937) la jerarquía católica en pleno decía que la República y su gobierno legítimo eran un «enemigo sin entrañas» y «una historia horrible de atropellos a la justicia, contra Dios, la sociedad y los hombres«, y que los golpistas se habían alzado en armas «para salvar los principios de religión y justicia cristiana que secularmente habían informado la vida de la Nación española«. El 1 de abril de 1939 el bando nacional-católico se alza con la victoria, que el cardenal Isidro Gomá o el cardenal Enrique Plá y Deniel atribuyen directamente a la mano del Altísimo. Matanzas como la de Badajoz, fosas comunes como la de Mérida, campos de exterminio como el de Castuera, contaron no sólo con la complicidad entusiasta de la Iglesia católica española, sino con la bendición de Pío XI y la felicitación posterior de Pío XII.
¿A cambio de qué? Los sucesivos acuerdos de Franco con el Vaticano en los años 40 culminaron con el Concordato del Estado español con la Santa Sede de 1953, que reconoce expresamente la confesionalidad del Estado, el obligatorio y uniforme catolicismo de los españoles, la consideración de Franco como enviado de Dios,… En suma: una dictadura de militares y curas. Un romance que dio como resultado una Iglesia franquista y un régimen confesional, y que duró hasta la misma muerte de Franco. La Iglesia ejerció durante la dictadura como vigilante de la vida social, moral, intelectual y política en cualquier núcleo de población del Estado español, en los que los curas fueron «fuerzas vivas» imprescindibles, con un protagonismo que quedó reflejado en los Fueros y Principios del régimen franquista. Nunca faltó un sacerdote, obispo o cardenal al lado de Franco en casi cada acto público durante esos cuarenta años, mientras las fachadas de miles de iglesias españolas se adornaron con esas placas de «Caídos por Dios y por España» que aún hoy, inexplicablemente, perviven.
Pero, si la total adhesión al régimen de la jerarquía católica es incuestionable, no puede decirse lo mismo de sus bases. En los años 60, grupos cristianos obreros (ACE, HOAC, HOC,…) comienzan a levantar, desde las mismas entrañas de la comunidad y los valores cristianos, un movimiento de oposición a la dictadura. Un movimiento que se hará masivo en la década de 1970 y alcanzará, no sólo a fieles y curas, sino también a obispos y teólogos, en la estela renovadora y aperturista del Concilio Vaticano II. Del otro lado, grupos integristas como los Guerrilleros de Cristo Rey o Fuerza Nueva se convirtieron en los más celosos y violentos guardianes de una dictadura moribunda.
La agonía de Franco anuncia la inminente Transición, y en ella encontramos una Iglesia de la apertura y la reconciliación (la de monseñor Vicente Enrique y Tarancón) y una Iglesia que sigue anclada en la Cruzada (monseñor Marcelo González, monseñor Guerra Campos,…), que en ocasiones entran en abierto conflicto («Tarancón al paredón», solían vociferar los más energúmenos). Muchos cristianos de base se integran en organizaciones progresistas (PCE, PSOE, CCOO, PT, ORT,…) y muchas parroquias se convierten en focos de incesante agitación obrera y democrática. Siendo imposible oponerse a la marea, la Iglesia decide nadar con ella y, de manera sincera en algunos casos y oportunista en bastantes otros, la jerarquía va dejando a un lado su histórica fidelidad al Régimen. Y así consigue, de nuevo, posiciones de privilegio en la Constitución de 1978. En 1979 se establece el nuevo Concordato, ambiguo, confuso, inconstitucional, de nuevo beneficioso para la Iglesia y una pesada rémora para el Estado en asuntos como la enseñanza de la religión, los símbolos religiosos, la financiación de la Iglesia… Así fue que España pasó de ser una dictadura bendecida por los obispos a ser una democracia tutelada y restringida por ellos.
Desde entonces, la Iglesia no ha dejado de ser un pesado lastre para nuestro progreso social y la extensión de nuestros derechos de ciudadanía. Incluso ahora, con un nivel inédito de desafección social en nuestra historia (cada vez menos bodas y entierros religiosos, cada vez menos fieles en las iglesias, cada vez menos vocaciones en los seminarios…), sigue la Iglesia batallando por mantener sus prebendas y sabotear cualquier proyecto legislativo que ahonde en la aconfesionalidad del Estado y la autonomía intelectual y moral de los ciudadanos.
El último ejemplo de esta constante injerencia en los asuntos civiles han sido las improcedentes, inoportunas y mendaces declaraciones del papa Benedicto XVI, durante su reciente visita a Santiago y Barcelona, sobre el supuesto «laicismo galopante» en España, similar según Ratzinger al de nuestra II República… ¡Más quisiéramos algunos! Inexplicablemente, la Iglesia ha vuelto a disponer en esta ocasión de cuantiosas ayudas económicas de las instituciones públicas (o sea, del dinero de todos nosotros) para subvencionar su labor pastoral y, de paso, leernos el catecismo a los ateos, agnósticos y cristianos progresistas españoles por nuestros pecados, mientras su jerarquía sigue instalada en sus riquezas, alejada de la humildad del Evangelio, sin pedir perdón ni mostrar arrepentimiento o autocrítica alguna por sus barbaridades históricas y sus terribles atentados contra la libertad. Y para mayor escarnio, el rey Juan Carlos agradece la vista papal y la considera «un acto de generosidad«, ¡manda trillos la cosa! ¿Generosidad para con quien? ¿Para con los parados? ¿Para con los pensionistas? ¿Para con los dependientes? ¿Para con los inmigrantes? ¡Ya está bien!
Hace 35 años que este país se libró del dictador genocida que tiñó de opresión y dolor la vida de varias generaciones de españoles. Nuestra democracia está más que madura para dejar atrás tabúes, cortapisas y chantajes. Ya va siendo hora de consumar una efectiva separación Iglesia-Estado que nos libere de la tutela teocrática que ha ensombrecido la historia de España desde hace ya demasiado tiempo. Hacen falta ya la denuncia del Concordato y una Ley de Libertad Religiosa respetuosa de las creencias de todos, pero severa en su defensa de un Estado plena y consecuentemente aconfesional. ¿Tendremos que esperar aún mucho más para ver cumplidas estas legítimas y mesuradas aspiraciones cívicas?
Blog del autor: http://franciscomoriche.blogspot.com
[Artículo publicado originalmente en el nº 9 (noviembre de 2010) de Ambroz Información. Edición digital en www.radiohervas.es]
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