El tema de la tortura es muy amplio y complejo, de ahí que a la hora de ocuparme de él en este breve espacio haya elegido dos aspectos que me parecen fundamentales para situar el problema, un problema altamente político. 1 La tortura observada desde la vertiente de quienes la practican y que es la […]
El tema de la tortura es muy amplio y complejo, de ahí que a la hora de ocuparme de él en este breve espacio haya elegido dos aspectos que me parecen fundamentales para situar el problema, un problema altamente político. 1 La tortura observada desde la vertiente de quienes la practican y que es la que generalmente describen de un modo lineal los torturados cuando se les toma el testimonio. 2 La forma en que esa tortura incide en quienes la sufren.
1. La tortura observada desde la vertiente de quienes la practican y que es la que, generalmente, describen de un modo lineal los torturados cuando se les pide el testimonio.
Por lo general, los testimonios que se recogen para la denuncia y que se entregan a organismos que se ocupan de Derechos Humanos, por detallados que sean, se limitan a contar lo que ocurrió desde el principio al fin, como un relato cronológico: vinieron a las tantas de la madrugada, entraron rompiendo la puerta, registraron durante tanto tiempo, me esposaron, me llevaron al coche, me amenazaban con la pistola, o me pegaban, etc. Cuando mencionan determinadas torturas se refieren casi siempre a las técnicas: me hicieron la bañera, la bolsa, me aplicaron los electrodos. Hablan de los forenses que les vieron, de cómo fue su encuentro con el juez, de lo que le dijeron. A veces son informes detalladísimos. Y, sin embargo, cuando se le pregunta en la intimidad a un torturado sobre el testimonio suele terminar confesando que no le satisface, que le parece muy pobre porque, de lo que en realidad allí le hicieron, y de lo mucho que pasó, no ha dicho apenas nada. «Yo digo: Me pusieron electrodos en los testículos, pero, ¿puede imaginarse alguien lo que eso significa? ¿El teatro y la locura que había a mi alrededor? ¿Lo que yo sentía? Esa realidad sólo puede entenderla quien ha pasado por ella».
Dado que se da esa curiosa paradoja de que un mismo testimonio puede parecer largo y exagerado para quien lo lea a distancia y corto y muy pobre para quien lo escribe desde la fuerza de la vivencia, me parece importante hacer esta aclaración ahora y dividir el escrito en dos partes: La que recoge lo que circula acerca del torturado y la que recoge lo que se calla. Una aporta datos objetivos que ayudan a conocer y penetrar la gran maquinaria represora. Otra aporta datos subjetivos que muestran los efectos destructores de la maquinaria. Ambas son vertientes de un mismo fenómeno: la tortura, que tiene a su vez otras muchas facetas imposibles de recoger aquí.
Para los lectores de los testimonios que habitualmente circulan es muy importante que sepan que son sólo esquemas, pequeños bocetos de un esqueleto al que le falta la carne, dan datos, enumeran las técnicas, recogen frases puntuales. No tratan de penetrar el fenómeno aunque sí aportan material para hacerlo un día. Conviene tener presente que son sólo toques de alarma, un aviso de que, lejos de allí, o muy cerca, en el cuartel de la esquina tal vez, están ocurriendo barbaridades indescriptibles en espacios aislados y preparados para ello, de cuya magnitud nunca tendremos noticia. Hay que tomarlos como un grito de socorro. Y deberíamos actuar en consecuencia si queremos mantenernos con vida..
En cuanto a los torturados que han dado su testimonio de esta manera y les parece muy pobre la descripción y hasta podrían tener en el futuro la tentación de abstenerse y callar, deben de saber que ese sencillo relato, tan insatisfactorio para ellos, es de vital importancia, no sólo para denunciar que hay tortura sino para estudiarla y analizarla en el contexto después y poder demostrar que existe, cosa jurídicamente muy difícil hasta la fecha.
Gracias a los extensos dossiers de todos estos años, descomponiendo las numerosas historias, comparándolas, reagrupándolas por temas, haciendo lecturas horizontales, procesando el comportamiento de los torturadores, por fechas, por épocas, cotejando lo que dicen en los distintos momentos, las bromas que gastan, las distintas técnicas que usan y cómo las explican; el comportamiento de numerosos forenses, la conducta de los jueces, sus comentarios cínicos, un sinfín de datos que parecen minucias y que, en su conjunto, arrojan luz para un estudio profundo que un día habrá que hacer, hemos ido ordenando, sacando conclusiones y aprendiendo mucho sobre el tema, hasta el punto de que ya hoy se puede elaborar una historia de la tortura en Euskal Herria y, a través de ella, analizar la historia en general de nuestro pueblo. Y, en base a esa dolorosa experiencia de una práctica sufrida día a día y que ha costado muchas vidas de compañeros -recuérdese que son varias las personas muertas por la tortura-, se pueden también afirmar algunas verdades sin temor a equivocarnos.
Podemos decir, por ejemplo, que, en lo esencial -salvando, naturalmente, una serie de matices secundarios- la tortura se sigue practicando como hace treinta años. Cuando uno relee con detenimiento los cientos y cientos de testimonios -por no decir miles, que podría parecer exageración- recogidos a lo largo de estos años tiene el convencimiento de que en el terreno de la tortura las cosas han cambiado muy poco. Como si el alma de la represión de los tiempos del franquismo se mantuviera intacta y fuera sólo el hilo conductor que la transmite el que se hubiera recubierto de una aparatosa camisa protectora que le permite circular como democrática. No se puede negar que, formalmente, se han producido muchos cambios, entre ellos la aparición de una estructura democrática, pero cuando uno se zambulle en la zona candente de la incomunicación (prevista y legislada ya en el Parlamento democrático), allí donde no hay testigos puede ocurrir todo sin que llegue a averiguarse nunca nada. Cuando uno recoge las voces de los que han pasado por aquel infierno -antes la incomunicación era de diez días, hoy son cinco-, sus relatos, sus huellas, la indefensión que les rodea y la impunidad de quienes agreden, puede afirmar que en este terreno de la tortura las cosas han cambiado muy poco. Se siguen practicando detenciones de madrugada, desvencijando puertas de casas y caseríos, paralizando de espanto a sus moradores. Se sigue sacando a la gente a empujones de sus camas. Se siguen pegando golpes con el puño, con la mano abierta y todo tipo de instrumentos que circunstancialmente están al alcance del torturador. Se sigue encapuchando con jerseys, antifaces, bolsas, calcetines, medias. Se siguen utilizando técnicas para producir asfixia: la bañera, la bolsa de plástico, las manos que oprimen el cuello. Se aplican electrodos más o menos sofisticados, a veces trozos de cable que guardan en viejas cajas cuya cerradura da calambre, otras un último modelo de alta tecnología que experimentan. Sigue siendo la misma mezcla carpetovetónica de siempre. Siguen valiéndose de las flexiones, de la privación del sueño, de las amenazas, de los gritos ensordecedores, de las mentiras para desorientar. Desde aquellos primeros días de la «transición» hasta anteayer, los métodos han cambiado muy poco. Han sufrido pequeñas modificaciones, desde luego, pero visto el panorama grosso modo, se podría decir que es de una gran monotonía, que los relatos, uno tras otro, son como largas letanías angustiosas, que se repiten y repiten. Sí se aprecia una tendencia a no dejar marcas, a evitar las huellas, a cuidar que los cuerpos estén convenientemente envueltos en colchonetas, en trozos de goma espuma. A emplear en mayor proporción la tortura psicológica. Pero, en líneas generales, sigue igual. Incluso cabría añadir que, con la llegada de la democracia y la votación de algunas leyes aprobadas en el Parlamento, la posibilidad de torturar se ha institucionalizado. Es el caso de la incomunicación.
Se puede decir, por ejemplo, que la tortura a la que nos referimos viene practicándose, sin casi interrupción, desde los últimos meses del año 1977, por no remontarnos a los tiempos del último franquismo. Que observados con detenimiento los testimonios ninguno de ellos se refiere a un caso aislado, en el que haya intervenido un loco, o un sádico que se desmanda y pudiera considerarse excepcional. De entonces a nuestros días, la tortura es una práctica controlada, que forma parte importantísima del plan de los distintos gobiernos para someter a los rebeldes. Es un arma que emplean de una manera precisa, científica, sistemática, donde y cuando mejor les conviene.
Se puede decir que, si bien los métodos han cambiado poco y se siguen empleando muchas de las técnicas que empleaban los torturadores de la dictadura, lo que sí ha cambiado es el aspecto informativo que se refiere a la denuncia. Quienes luchábamos ya en aquellos años contra esa lacra hemos aprendido que mientras que las denuncias que se hacen desde una dictadura son inmediatamente creídas, por principio, y muy coreadas e inmediatamente difundidas, las denuncias que se hacen desde una democracia son siempre, por principio también, silenciadas y cuestionadas. Cuestionadas por las gentes en general, que, por mucho que hayan visto imágenes de torturados iraquíes en Guantánamo bajo la democracia de los EE.UU., siguen adocenadas, aplicando el esquema que les han marcado de que estas cosas no son posibles en una democracia. Cuestionadas también, y sobre todo, por los gobiernos, la mayoría de los cuales han firmado tratados contra la tortura y la negarán siempre aunque la practiquen.: «En democracia no se tortura», me dijo tajante un conocido ministro del interior francés, que antes de serlo daba credibilidad al hecho. Argumento ad hoc, que tantos «demócratas» emplean y que no admite réplica. En los últimos tiempos estamos observando con inquietud la aparición de signos que anuncian un incipiente asomo de tortura en Euskadi Norte. Son formas sutiles, soterradas aún, pero alarmantes.
La tortura es muy difícil de demostrar jurídicamente. Todo cuanto a ella se refiere ocurre en una cámara aislada en la que no hay testigos. Los torturadores y el torturado, frente a frente. La palabra del agredido contra los funcionarios que negarán siempre, que dirán que son consignas de partido, invenciones de los terroristas para desprestigiar. Si hay señales se las ha hecho él mismo para acusarles. Saben que gozan de impunidad. Eso explica su gran cinismo para negar la evidencia.
La incomunicación es la clave. Todos los horrores que se llevan a cabo con la tortura son posibles por esa incomunicación. Hay que luchar por que el detenido tenga unas garantías mínimas de abogado, de transparencia en su interrogatorio: nada de aislamiento, nada de incomunicación.
Nosotros podemos afirmar que se tortura, con más o menos violencia, de una manera continuada y en algunos momentos sistemáticamente.Que en muchos casos la finalidad de esta tortura es la de indagar y obtener datos pero, en su gran mayoría, se emplea para producir miedo, para amedrentar y paralizar el importante movimiento popular que existe en Euskal Herria. Y en ciertas ocasiones hemos encontrado también el empleo de la tortura como venganza.
En todos los casos el objetivo es quebrar al individuo, destruir su resistencia: hacer que claudique, que renuncie a sus principios, que se arrepienta, que acepte la doma y la sumisión.
Se ha discutido mucho sobre si es conveniente o no hablar de la tortura, difundir los testimonios, dar noticia de ella. Hay quien piensa que eso produce un efecto negativo sobre la sociedad. Nosotros pensamos, por el contrario, que saber siempre es mejor que ignorar. Saber abre camino. Enfrentarse con la verdad es no sólo bueno en sí sino que, además, ayuda a reforzar las defensas. La imaginación que se desata en esos momentos límites y da rienda suelta a sus galopes, vuela y elucubra mejor si lo hace sobre datos reales que si tiene que hacerlo sobre el vacío.
Podemos afirmar también, a través de cientos de testimonios, que los médicos forenses y los jueces tienen una gran responsabilidad en esa tortura. Ellos son el puente entre la incomunicación y el mundo. Ellos tienen la evidencia de lo que ocurre allí dentro y su silencio les convierte en grandes cómplices.
2. La forma en que esa tortura incide en quienes la sufren.
Una tarde suave y lluviosa de primavera nos hemos reunido los cinco para hablar de la tortura. No nos conocíamos pero la presentación ha sido sencilla: hay una complicidad en la mirada, en la sonrisa, en la forma de coger el brazo para ayudar a pasar la puerta. Todo es suave, cálido, amoroso. Tenemos algo en común que nos une. Todos, antes o después, hemos estado allí, en el espacio de la incomunicación. No harán falta muchas palabras para entendernos. El reconocimiento es inmediato, como si nos conociéramos de toda la vida. Hay mucha emoción por mi parte. «Ellos también», me digo, pensando en otros muchos y los siento como unos hermanos más. «Si no has pasado por ahí, no puedes entender nada», me dijo hace años otro torturado. Es cierto. Nos sentamos alrededor de una mesa, sonreímos. Terminaremos riendo a carcajadas al recordar situaciones grotescas que se produjeron durante aquellos días. No es fácil de explicar. El infierno es eso, precisamente. Y la risa, a esos niveles, tiene el mismo valor que el llanto, o que la extrañeza, o que el miedo. Pero estamos tan habituados a las costumbres rutinarias que nuestra propia risa nos sorprende cuando estalla fuera de los cánones establecidos. ¿Cómo podéis reíros al hablar de la tortura?, me han dicho con cierta severidad personas muy serias, muy preocupadas, con aire compungido. Esa es precisamente la situación límite, la ruptura de las fronteras, el estallido de lo cotidiano. Además, la risa es una cosa muy seria.
Tenía una grabadora, que no voy a usar. Unos folios en los que no voy a escribir nada. Tengo junto a mí los testimonios lineales de cada uno de ellos, un fajo voluminoso de cuartillas que han servido para la denuncia a los medias, sé que todos ellos han sido terriblemente torturados, pero no lo sé por lo que estos testimonios describen, sino precisamente por lo que no dicen, por lo que se oculta detrás de cada «me pusieron la bolsa», «me desnudaron, me envolvieron en una colchoneta y me ataron a la silla para no dejar huellas», «me hicieron oír los gritos de mi compañera Anika a la que me decían estaban violando». Esa magnitud inconmensurable del gran cataclismo que cada uno ha vivido y llevará dentro tal vez toda la vida. «Lo de menos era la bañera y la asfixia que me estaban haciendo, me dijo Joseba hace años, sino aquella terrible desolación que sentí cuando, de pronto, se abrió la puerta y uno dijo que iba a empezar el partido; salieron corriendo y me dejaron abandonado en el suelo en aquella lamentable situación». En momentos así hasta puede desearse la compañía de quienes torturan. ¿A quién le cuento yo esto sin espantarlo?
Las situaciones límite conducen a vivencias muy extraordinarias. La tortura es una de las situaciones límites que puede vivir un ser humano. Rotas todas las protecciones, arrastrado a esos límites sin fronteras donde el tiempo y el espacio se confunden y uno, desorientado, se empeña en seguir y se agarra como puede al borde del abismo; el caso es no caer, desafiar el vértigo. Pero estás cayendo, como en los sueños, sólo que la triste realidad es que estás envuelto en un colchón, y atado a una silla, y con una bolsa en la cabeza que te asfixia y te están haciendo preguntas y tú perdiéndote en la desorientación, descifrando teoremas. No es fácil situarse porque no sabes si se está viviendo el fin del mundo o es el principio de una nueva dimensión. En momentos así se comprenden muchas cosas que habían permanecido herméticas: «Fue cuando, de pronto, comprendí el Guernica de Picasso -dice un testimonio de hace tiempo-, años y años, el cuadro aquel, en el comedor de mi casa, pálido, sin apenas llamar mi atención y, de golpe, en el fondo de la mazmorra, lo descubrí; como si se encendiera una luz comprendí su significado: había pasado algo terrible y un mundo había saltado por los aires hecho pedazos y al caer los trozos no acertaban a recomponerse y todo quedaba desencajado, lo mismo que el mundo en el que hasta entonces había vivido yo y que ya no sería jamás el mismo»
Han venido aquí porque quieren hablar, denunciar, dar sus identidades. Se llaman Susana, Birginia, Eneko, Sergio. Podrían llamarse de otra manera, son miles los que podrían venir aquí esa misma tarde a decir lo mismo. El criterio de selección ha sido el de que hubiera una persona por herrialde: dos hombres y dos mujeres. Faltan los de Iparralde por una razón mecánica. Quieren, además, poner ahí sus fotos, sus rostros llenos de dignidad, sus miradas agudas y penetrantes. ¿Quién osará negar que han sido torturados? No hay protagonismo alguno. Sus fotos podrían ser también las de otros muchos, ellos lo desean así, que se confundan, que se mezclen con otras caras de torturados, que se convierta en una gran galería de personas que acusan. Que los testimonios de todos se entrelacen también formando un denso y sólido tejido de resistencia.
Las experiencias son múltiples. Han llegado una madrugada armados hasta los dientes, como caídos de otro planeta, rompiendo puertas, ventanas, rejas, matando perros, disparando rayos luminosos, dando gritos, las caras pintadas, las capuchas puestas, las botas enormes, los pies sobre la cama, que te levantes, que te vistas, so guarra, que eres una asesina, que te vamos a castrar, que sois terroristas. Los niños lloran, los abuelos los recogen. Los padres, los hermanos, los hijos, todos arracimados, temblando de miedo, de frío, de rabia, de cólera, de impotencia Toda la vida aguantando, resistiendo, quieres protestar, te empujan: que te calles, que te estampo contra la pared, que va a ser peor. Han salido los vecinos, los amigos van llegando por la acera, dan gritos de apoyo.
«Eso de ver que no estás solo cuando te llevan al coche, da mucho ánimo». En eso coinciden todos, es un mínimo gesto de solidaridad que dará mucha fuerza luego, cuando te abandonen en la infinita soledad de la mazmorra. A veces, el desconcierto es tan grande, que Birginia, que había estado las dos horas que duró el registro desnuda, muerta de miedo y temblando, cuando tuvo que vestirse a punta de metralleta se preguntaba, en medio de aquella caótica situación: «¿Y ahora qué me pongo yo para ir con estos al interrogatorio?», como si fuera un día normal que tuviera que ir a una fiesta.
Por el camino te han insultado, te han puesto capuchas, te golpean la cabeza, que te agaches, que no te vean, que ahora vas a saber lo que somos, te matarán, te violarán. Te explican con detalle cómo será la tortura que te van a hacer: te desnudarán. Hay cámaras filmando lo que ocurre: te harán sufrir, tienen un negocio de cine pornográfico, tomarán imágenes de tus gestos, grabarán tus gritos, cómo te lamentas, cómo suplicas, cómo pides perdón. Te harán cachitos, los irán filmando, los hay que se masturban viendo el dedito de una mujer, que se corren viendo tus vísceras. Te harán picadillo después, te comerán los cerdos, o te harán desaparecer en un container, en un jardín, en el río. Te lo imaginas todo, les has seguido el relato, casi te lo crees. Te acuerdas de Zabala arrojado al río Bidasoa, piensas en los martirios, en las santas violadas, en San Sebastián atravesado de flechas. Están pasando muchas cosas a la vez, nunca habías pensado en algo así, tan crispante, tan horrible, tan sorprendente, de morirse de risa si no fuera tan trágico. Te estás meando: se burlarán. Es el fin, estás segura. Luego se va cumpliendo todo lo que han dicho: los golpes, los electrodos, queda la violación: son varios los que están esperando que les llegue el turno. Te han desnudado, llevan guantes de látex para no contaminarse: eres una apestada, una pieza de laboratorio, te usarán para experimentar. Que te violen cuanto antes, que terminen ya de una vez.
Te han atado a una silla envuelto en goma espuma, para no dejar huellas ¿qué es lo qué me van a hacer si ya parece que no se puede hacer nada más? Pero siempre se puede más cuando se trata del tormento. Estás en los límites, las amenazas las has pasado bien, pero el dolor físico de ahora tiene sus fronteras: horas y horas golpeado, asfixiado, te saltan encima, te están reventando, te extrañas de tus costillas de hierro, de no estar muerto ya. Te acuerdas de la Edad Media, de la tortura del fuego, de las tenazas, del tórculo. Aquello sería peor, o tal vez no. Parecido sí. Te acuerdas de tu infancia, de la primera comunión, de la hostia consagrada, del ángel custodio, de la estampita que regalabas, ¿te estarás volviendo loco? Si yo no hice la comunión, si fue el hijo del vecino. En momentos así ocurren cosas rarísimas. Iñaki, desesperado, cuando ya no podía resistir más, se metió la mano en un bolsillo del pantalón, sacó unas migas de pan y se las entregó al torturador: «Aquí están las pruebas de que estoy diciendo la verdad». Y afirmaba que estaba convencido de que aquellos mendrugos de pan eran unas pruebas irrefutables. Un joven de Pasaia se quedó pasmado, creyendo que había perdido la razón cuando entró un torturador en la celda, le mandó bajar los pantalones y se puso a mirarle el pene con unos prismáticos. «Vaya selva»-dijo.
Eneko insiste mucho en la mala conciencia que a uno le puede quedar cuando no ha resistido el dolor físico y ha hablado. En la medida en que la tortura es un arma científicamente manejada, ellos siempre podrán conseguir quebrar tu resistencia. Incluso sin tocarte, con una larga incomunicación pueden llegar a despersonalizar a un individuo. Y eso es bueno también saberlo, para enfrentarte luego a la mala conciencia. «Yo resistí mucho, tanto como pude. Pero al final dije algunas cosas. Entonces piensas que eres una especie de gusano que te has portado muy mal y te entra un gran sentimiento de culpabilidad. Contra eso hay que luchar. Hay que defenderse pensando. Yo reproducía la situación. Me decía a mí mismo: «Yo de normal no soy malo, no soy un chivato. Si he reaccionado así es porque la situación era anormal, me la han creado ellos…Yo, en una situación normal no soy así». «Para mí tenía mucha importancia el saber que cuando pasaran los cinco días volvería a ser yo mismo. Saber esto me salvó y me gustaría decírselo a otros porque les puede ayudar».
El calvario de la incomunicación dura cinco días y lo que allí ocurre te va llegando poco a poco y te extraña que haya ocurrido. Hay una foto que Susana recuerda como algo rarísimo. Le quitaron el antifaz y le dijeron que cerrara los ojos para no ver nada. Y que los abriera un instante, cuando le dijeran: Los abrió: zas, un fogonazo, no vio nada y encapuchada otra vez. ¡Qué extrañísima foto! Y todo esto ocurre mientras estás completamente desnuda y sintiendo cosas muy contradictorias: ese gran alivio cuando te dicen que te van a matar y estás convencida de ello: ¡por fin descansaré!. Y los múltiples pánicos: estás en territorio enemigo, si te dan agua estará envenenada, o tendrá droga o se habrán meado en ella. Y, al rato, esos momentos en que llegan tan tranquilos, como personas normales y te hablan de tú a tú, como si fueran de la cuadrilla y te comentan cosas de la vida, y que están muy cansados, que trabajan muchas horas, que necesitan desconectar y que se han ido al teatro y luego a comer una hamburguesa. Y tú les sigues la conversación, como si tal cosa, y llegas a pensar que son humanos, que tienen problemas laborales, que están explotados, llegas casi a comprender que te hayan torturado… ¿Cómo le cuento yo esto a la gente, que estuvimos hablando como si fuéramos amigos de toda la vida?
Hubiéramos podido seguir hablando horas y horas. Entre iniciados no es problema, más bien un alivio. Y la conversación fluye con naturalidad, no son necesarias explicaciones, todo se entiende, se comprende, se explica, se va superando. A diferencia de lo que ocurría en el capítulo anterior, que los testimonios se convertían en una larga retahíla muy repetitiva, aquí no hay dos testimonios iguales: cada cual ha vivido los límites con sus propias historias, su memoria acumulada, su imaginación creadora, sus fuerzas de resistencia, de miedo, de amor. La tortura, cuando se sale con vida de ella y se supera, puede convertirse en una experiencia liberadora.
Nos despedimos con la misma profunda simpatía con la que nos juntamos. Agur, compañeros entrañables, no me cabe duda de que volveremos a coincidir en alguna parte y muy pronto.
Mayo 2005