El asunto está sobre la mesa. La brutalidad policial, cada vez más acusada, encontró el 22M por vez primera una fuerte respuesta en un desorganizado grupo de manifestantes. La incompetencia de los mandos, si no algo más, hizo que un puñado de policías se viera rodeado, apedreado. Las imágenes han dado mucho que hablar en […]
El asunto está sobre la mesa. La brutalidad policial, cada vez más acusada, encontró el 22M por vez primera una fuerte respuesta en un desorganizado grupo de manifestantes. La incompetencia de los mandos, si no algo más, hizo que un puñado de policías se viera rodeado, apedreado. Las imágenes han dado mucho que hablar en los últimos días.
Estos años de crisis están alumbrando lo que puede ser el germen de hondas transformaciones. Movimientos sociales y políticos de izquierdas logran cada vez mayor aceptación hacia sus propuestas. Habituados a compartir acciones de desobediencia civil y manifestaciones, se dividen en múltiples proyectos no exentos de conflictos pero con un mismo aire de familia.
La ofensiva para frenarlo, estamos viendo, es conocida: intensa represión policial a todos los niveles. También legislativa, y cuando se puede judicial. Crece el número de provocaciones, así como el de detenciones arbitrarias, con la intención de expandir el miedo. Se ataca incluso a la prensa. Y mientras, los mandos políticos garantizan impunidad. Cuando un acontecimiento, las marchas del 22M, parece que podía empezar a traspasar cierta raya, todo se acelera.
No es nuevo. Ha sucedido en otros casos. En este texto me centraré en el debate que se produjo en Estados Unidos a finales de los años sesenta y que mantiene algunas semejanzas con nuestras actuales preocupaciones.
En 1969 Hannah Arendt decidió publicar un pequeño libro titulado Sobre la violencia. Atraída por la democracia participativa de la Nueva Izquierda, que según ella se basaba en «lo mejor de la tradición revolucionaria» -su admirado sistema de consejos-, la autora alemana criticaba sin embargo su falta de miras al entregarse a los cantos de sirena de la violencia revolucionaria. Sus reservas se dirigían principalmente a la obra de Frantz Fanon, Los condenados de la tierra, que tanto había calado entonces entre los estudiantes norteamericanos.
Escrita en apenas diez semanas durante la primavera de 1961, cuando la leucemia ya lo acorralaba, la obra de este martiniqués enrolado en el Frente de Liberación Nacional argelino supone una extraordinaria y sutil comprensión de la contraviolencia del colonizado.
A partir de la constatación de que la violencia era la única forma de devolver la dignidad al otrora humillado y animalizado colonizado, el médico psiquiatra que también es Fanon desliza sin embargo su lamento por las heridas que la violencia inflige a su paso. Esto no le impide hablarnos del «hombre nuevo», orgulloso, valiente, rehabilitado, capaz, que surgirá de la violencia en una visión que Judith Butler, con razón, ha calificado también de masculinizada.
Las críticas al libro de Arendt no se hicieron esperar. Ella había escrito a comienzos de los años cuarenta una serie de artículos defendiendo la conformación de un ejército judío. Ya comenté en otra ocasión que su postura distaba de ser simple. Como diría Albert Camus quitando toda vitola romántica a la Resistencia, fueron tiempos duros y grises. El soldado que vuelve a casa no es el mismo ciudadano que marchó. Se habrá traicionado más de una vez allá en el fondo, y esa cicatriz interna será difícil de cerrar. La decisión es trágica.
A juicio de sus críticos, la autora alemana parecía negar ahora a los pueblos colonizados ese derecho a la defensa propia frente a una opresión intolerable que, en cambio, sí había considerado apropiado en la Europa de los años cuarenta.
En realidad Arendt escribía pensando en la situación norteamericana de 1968. Le parecía que allí aún había margen suficiente para la salida política. El problema residía en que, de hacer caso a sus propias formulaciones sobre la burocracia y la representación, la república norteamericana estaba lejos de ser una auténtica democracia.
Tenemos así algunos aspectos que pueden servir para la discusión en la España de 2014.
Según explican Sheldon S. Wolin y John H. Schaar en sus reportajes sobre la revuelta estudiantil que tuvo Berkeley como epicentro, la violencia de algunos grupos dividió al movimiento. Con ella se ofreció la excusa perfecta al gobierno para incrementar la represión, que contaría con la aquiescencia de gran parte de la población y la complicidad de los grandes medios.
En mayo de 1970 Wolin y Schaar analizaban por qué la Nueva Izquierda solo había conseguido cambiar algo la agenda cuando se aspiraba a dar literalmente la vuelta al país. Ambos se mostraban decepcionados por cómo se había renunciado a mantener la inequívoca vocación política de los inicios. En su lugar muchos jóvenes se habían dejado embaucar por las «ilusiones» que con toda su potencia ofrecían «Woodstock, la dinamita y las drogas».
La falta de unos suelos teóricos sólidos que dieran cierto sentido a las acciones políticas del momento provocó desconcierto, espectaculares episodios fugaces marcados por la «indignación y la esperanza», así como una experimentación rupturista en diversos órdenes. Trajo aire fresco, llegó la revolución sexual y se conformaron de manera determinante los movimientos feministas, ecologistas y antirracistas, entre otros. Pero el sistema supo adaptar gran parte de todo esto. No llegó la transformación radical y permanente de lo político. Y el conflicto de clase, como lamentan los autores, se dejó de lado.
La Nueva Izquierda norteamericana entró en la década de los setenta fuertemente debilitada. Para Wolin y Schaar, «muerta». El punto de inflexión ellos lo ponían en la Convención Demócrata de 1968 en Chicago, pues tras aquella fuerte represión -recordemos que de manera célebre el Informe Walker la definió como «disturbios policiales»- en amplias capas del movimiento comenzó a dominar lo clandestino, lo violento.
El alcalde Richard Daley, responsable directo de Chicago, fue reelegido. Ronald Reagan, responsable en 1969 de mandar a la guardia nacional a la Universidad de Berkeley lanzando gases, disparando y matando a un estudiante, impulsó su carrera proyectando una imagen de firmeza.
Nuestro país se parece más a la Norteamérica de finales de los sesenta que a 1936, por mucho que amenace Rouco. Se trata de un contexto de fuerte y creciente represión contra una potente alternativa de nueva política, de transformación económica. Pero aún con todo, quedan márgenes de maniobra para la resistencia pacífica.
A diferencia del caso norteamericano, todavía no hay ningún grupo organizado que apueste por la violencia. La noche del 22M asistimos a una reacción concreta ante el enésimo disturbio policial que causa heridos de gravedad. Pero si empiezan a aceptarse estas respuestas, o incluso se jalea el lanzamiento de la primera piedra, si empujados por la estrategia represiva y la falta de salidas al descontento algún grupo apostara por esto, inevitablemente comenzarían las divisiones.
Se serviría entonces en bandeja lo que el Gobierno norteamericano encontró en su momento con las Panteras Negras o con The Weather Underground: enemigos consistentes frente a los que justificarse de cara a la opinión pública. Aquí se está intentando con quienes protestaron rodeando el Parlament o con quien rapea letras incendiarias; pero como estrategia por el momento resulta endeble, insuficiente.
Otro punto recurrente es el de la legítima defensa. Es comprensible que cuando te golpean y persiguen sin motivo haya gente dispuesta a impedirlo. Más en un contexto de fuerte crisis social. Cualquier responsable político o analista debe saber entender esto.
Y, sin embargo, también parece contrastado que la mejor defensa reside en no caer en la provocación. No dejarse criminalizar. Como indica Juan Domingo Sánchez, «disputar el monopolio de la violencia al Estado es siempre suicida». En su lugar es preciso identificar las posibilidades no violentas disponibles para erosionar la brutalidad policial, para mostrar toda su injusticia. Para lograr de una vez responsabilidades políticas.
La lucha audaz pero pacífica, las demandas razonables bien sustentadas, es lo que se gana el apoyo de la población. Y con ello se debilita el armazón represivo.
Por último, parece necesario admitir que pocas revoluciones han carecido de violencia. Históricamente, cuando los ataques al grueso de la población han sido insoportables, cuando se ha demostrado que el gobierno se rebelaba contra su propia población, ha sido habitual tratar de desarmar y echar del poder al gobierno. Y nadie te va a poner alfombra roja para entrar al Palacio de Invierno.
1789, 1830, 1848, 1871, 1905, 1917, 1919, 1936, 1956, 1968, 1974, 1989… Son años significativos, entre otros, para la idea de revolución en Europa. En muchos de ellos se iniciaron cambios trascendentales. Y en pocos hubo ausencia de violencia.
En su estudio sobre la revolución, la propia Arendt muestra su preocupación por el hecho de que a menudo las nuevas élites invocan las pasiones más destructivas del pueblo para subir al poder. Más allá de la instrumentalización, aquí late la idea de que si una revolución quiere ser democrática debe evitar las imposiciones marciales, la destrucción, que apareja la violencia. Y al mismo tiempo ha de resistir la reacción de la tiranía. No se dice que sea fácil resolver esta tensión.
Asuntos como estos conforman una conversación incesante acerca de dilemas que precisan de contextos específicos.
Considero así que en el que nos ocupa, la España de 2014, y atendiendo a los aprendizajes que podemos tomar de experiencias previas, la violencia resulta completamente desacertada, contraproducente como instrumento de resistencia contra el gobierno. Con ella se atacarían además los cimientos de la nueva política por la que se está apostando.
Dicho esto, lo que va quedando cada día más claro es que estamos mucho más cerca de lo que creíamos de cambiar radicalmente las cosas. Si no, no lo estarían poniendo tan difícil.
http://colectivonovecento.org/2014/04/07/sobre-la-violencia/