Pensar seriamente el proyecto de emancipación -pensar su presente y sus posibilidades de futuro- exige no perder de vista en ningún momento las experiencias que, invocándolo cínicamente, consiguieron distorsionar -es poco decir- los valores y aspiraciones de los cuales ese proyecto ha venido nutriéndose de antiguo. No pocas ni de poco calado son las cuestiones […]
Pensar seriamente el proyecto de emancipación -pensar su presente y sus posibilidades de futuro- exige no perder de vista en ningún momento las experiencias que, invocándolo cínicamente, consiguieron distorsionar -es poco decir- los valores y aspiraciones de los cuales ese proyecto ha venido nutriéndose de antiguo. No pocas ni de poco calado son las cuestiones que a propósito de una de tales experiencias se despliegan en La destrucción de una esperanza. Manuel Sacristán y la Primavera de Praga: lecciones de una derrota (Madrid, Ediciones Akal, 2010, 477 páginas; LDE de aquí en adelante), una nueva y valiosa aportación de Salvador López Arnal (SLA en el resto de alusiones), autor de conocida trayectoria tendida hacia la construcción de realidad alternativa. La Primavera de Praga y la incidencia que tuvo su lúgubre desenlace en la reconsideración crítica a la que procedió Manuel Sacristán respecto a varios de los elementos sustanciales (teoría y praxis) de la tradición marxista mayoritaria, constituyen los ejes centrales del estudio de SLA. Fuertemente conmocionado por unos acontecimientos que confirmaban, según sus propias palabras, las peores hipótesis que sobre la actitud de los burócratas rusos («esa gentuza») se había resistido a considerar hasta entonces, Sacristán no cesó ya de reflexionar sobre la mala realidad instalada en los países del «socialismo en construcción». En el libro quedan analizados con detalle tanto la génesis y desarrollo de esa reflexión como las propuestas mediante las cuales el filósofo trataría de reorientar el proyecto emancipatorio. Las siguientes notas tienen por objeto comentar algunos de los aspectos que, al hilo de todo ello y por un motivo u otro, me han despertado especial atención.
1947-1948. SLA expone con notable claridad los antecedentes históricos de la efervescencia social y política que acabaría por eclosionar en la denominada Primavera de Praga. Un extremo de este apartado concreto, no obstante, merecería ser puntualizado. Se trata de los pasos descriptivos de los cambios institucionales acaecidos en 1948, rápidamente denominados por la apologética occidental «golpe de Praga». Existen pocas dudas respecto al tournant que tales cambios representaron para el desarrollo de la democracia popular en Checoslovaquia. Hace ya bastantes años, y antes de que se desplazara hacia el atlantismo y la «infrasocialdemocracia tristísima» (la expresión entrecomillada es de Sacristán), Fernando Claudín describió en un documentado volumen los mecanismos y el recorrido que, desde condiciones nacionales inicialmente muy dispares, condujeron a la configuración del glacis soviético [Fernando Claudín, La crisis del movimiento comunista, vol. 1. De la Komintern al Kominform, París, Ruedo Ibérico, 1970]. Por lo que concierne a Checoslovaquia, Claudín llegaba a una conclusión similar a la registrada en las páginas de LDE: ningún factor histórico, político, económico o sociológico predeterminaba que los anhelos de transformación de la sociedad checoslovaca quedaran ahormados finalmente en el mismo molde de donde surgieron las otras dictaduras burocráticas del «socialismo en construcción».
En efecto, dada la identificación mayoritaria de la población con las transformaciones sociales iniciadas tras la derrota nazi -un extremo sobre el que SLA insiste con mucha propiedad y que admiten asimismo historiadores poco dados a mirada indulgente (F. Fejtö, por ejemplo)-, Gottwald no tenía necesidad alguna -lo hizo- de presentar el acaparamiento de poder por parte del Partido Comunista como un reajuste estrictamente constitucional, democrático y parlamentario (una ficción). Es este punto concreto el que estimo abierto a cuestionamiento. Porque es más que probable que los checoslovacos hubieran deseado escuchar un lenguaje mucho más veraz, así como también ver excluidos de la vida política nacional algunos de los burdos falseamientos de la realidad que se pretendía cubrir con aquél. Falseamientos como el consistente en llamar a ejercer el derecho a sufragio en unas elecciones en las cuales el Frente Nacional (plataforma formalmente/decorativamente multipartidista) se presentó bajo lista única confeccionada, además, por los miembros de un comité ejecutivo (el del Frente) controlado de forma abrumadora por el PC. La mayoría de la sociedad se hallaba dispuesta a profundizar las transformaciones todavía pendientes desde 1945 (de nuevo por causa de intereses ajenos al propio país), y un montaje semejante no podía más que traducirse en la desnaturalización de todo el proceso, viciándolo con dos recursos destinados a convertirse en elementos estructurales del sistema: la mentira y el cinismo.
Dubcek y el grupo de renovadores. Me pregunto si la imagen que de Dubcek y de su equipo va perfilándose en el libro a partir de la invasión no resulta un tanto acrítica. En efecto, es posible dar con algún dato inquietante, correspondiente a la etapa inmediatamente posterior al hundimiento del 68, que permite inferir que Dubcek vaciló más de lo exigido por las circunstancias en situaciones donde hubiera sido necesario mostrar mayor temple. Bien es cierto que no se trató tan sólo de él. En el curso de la reunión forzada de y por Moscú, por ejemplo, únicamente F. Kriegel se negó a firmar el «protocolo secreto»; y en la reunión del comité central del 31 de agosto, J. Sabata se negó en solitario a hacerlo. En el fondo, el grupo de Dubcek arrastrado a Moscú estaba convencido -rusofília ayudando- que la invasión había sido un error, acaso fatal, pero al fin y al cabo tan sólo un error [Sigo en este punto a Jacek Hajek, Praga diez años después (1968-1978), Barcelona, Laia, 1979 (trad. de M. Vassallo). Hajek es autor a quien SLA cita a menudo en su libro]. Hay algún otro dato nada accesorio en este mismo sentido. Después del Agosto fatídico, el grueso del equipo dubcekiano asumió la nueva situación con un resignado pragmatismo, del cual fueron expresión consecuente los repetidos llamamientos al restablecimiento de la disciplina y del orden en lugar de estimular las iniciativas populares que, con creciente agonismo, se irían prolongando durante los meses siguientes a la invasión. Semejante actitud de renuncia no podía sino fortalecer los designios de los «normalizadores»encabezados por Husak (a ojos de los soviéticos, un nuevo Kadar). Creo que tanto en el estudio citado de J. Hajek como en otro de F. Claudín [Fernando Claudín, La oposición en el «socialismo real», Madrid, Siglo XXI, 1981] se encuentra suficiente información factual sobre todo ello como para poder rebajar, al menos en algún grado, la intensidad de los colores mediante los cuales se pretende establecer la continuidad sin fisuras supuestamente advertible en el comportamiento ante, in y post de algunas de las figuras asociadas de forma más emblemática al espíritu de Praga, 68. Hungría, 56. Me atrevería a formular la siguiente hipótesis: en la configuración del estatuto favorable de que ha venido gozando la Primavera de Praga en el imaginario de la tradición comunista mayoritaria puede que algún papel haya desempeñado un cadáver guardado en el armario: el de la tragedia húngara de 1956. Para cuanto sigue en la presente nota no será inútil recordar que el juicio y condena sumarísimos de que fueron objeto de forma coetánea los acontecimientos húngaros, consiguieron fijarlos/codificarlos- en exclusivos y perdurables términos de una contrarrevolución dirigida por grupos de anticomunistas desclasados que contaban, además, con el soporte financiero y logístico del imperialismo occidental. Verdad es que con el transcurso del tiempo esa imagen de Épinal ha ido experimentando, con gradación variable de desconcierto e incomodidad, algún retoque favorecedor de una presentación más documentada y menos agreste, menos maniquea, de cuanto realmente sucedió. En este sentido, son muy de agradecer las ocasionales precisiones efectuadas por SLA encaminadas a restablecer la veracidad de los hechos, sea reproduciendo documentos que evidencian el carácter inequívocamente socialista de la dinámica global del movimiento húngaro, sea aportando el elocuente testimonio de G. Lukács en relación a la impopularidad del PC, sea evocando la revisión crítica de los tópicos usuales acometida por Sacristán en el tramo final de su vida. En cualquier caso, en la actualidad ya no debiera resultar tan escandaloso sostener que la derrota húngara del 56 representó por igual «la destrucción de una esperanza»para muchas personas identificadas con el proyecto de emancipación. Así al menos debieron de experimentarlo en la época misma un número no escaso de comunistas que dieron por agotada su propia militancia orgánica (entre ellos figuró algún intelectual de peso: H. Lefebvre, E.P. Thompson…). Sin embargo, puede sospecharse que todavía habrá de transcurrir algo más de tiempo para que sean abandonadas de manera definitiva reservas y cautelas deudoras de conocidos estereotipos («¡Ah, sí, claro, pero es que Hungría fue algo por completo distinto»).
De hecho, la percepción de que los acontecimientos húngaros fueron algo distinto no es en absoluto errónea. Pero no por los motivos -que también- que suelen alegarse (infiltración de la CIA, reactivación del reaccionarismo feudalizante, linchamiento de funcionarios comunistas, etc.). Tejida como tantas otras con los ásperos hilos de la Guerra Fría, esa percepción ha facilitado incluir ambos procesos -el húngaro y el checoslovaco- en marcos interpretativos contrapuestos. Y contrapuestos incluso cuando afectaban dinámicas de orientación común y de una importancia creativa excepcional. No creo que sea casual a este respecto, y sí en cambio altamente significativo, que ciertas prácticas de democracia radical visibles en el proceso de reforma checoslovaco (creación de consejos obreros provistos de delegados revocables en todo instante, por ejemplo) hayan sido objeto de una elogiosa vindicación por parte de la tradición comunista mayoritaria (Sacristán la hace) que raramente se ha manifestado ante el despliegue húngaro de estas mismas prácticas -espontáneo y a una escala infinitamente más amplia- en el curso de las breves semanas que precedieron a la segunda invasión (la de noviembre). A mi juicio, la cuestión clave que debiera explicitarse en cualquier eventual discusión de intención comparativa entre Hungría 56/Checoslovaquia 68 es la que gira en torno a la abismal distancia que separó la actitud de ambas poblaciones -la húngara y la checoslovaca- respecto a la textura del dominio (puro y duro en un caso; de carácter más hegemónico en el otro) ejercido por los respectivos partidos comunistas. La radicalidad del movimiento húngaro provino en enorme medida de la identificación entre partido y policía política (la temida y odiada ÁVH) establecida por la inmensa mayoría de la sociedad. En tales circunstancias, no ha de resultar extraño que el levantamiento se situara desde su inicio mismo en un terreno extra/contra institucional con rápida deriva armada hacia el derrocamiento revolucionario del gobierno, factor ausente por completo en el proceso de reforma checoslovaco.
Creo que vale la pena apuntar también otro aspecto. En el programa de objetivos surgidos de la asamblea general del Gran Consejo Obrero Central de Budapest figuraban explícitamente reivindicaciones que encontramos también presentes en toda la secuencia configurada por los episodios más ejemplares de la historia del movimiento obrero (1871, 1905, 1917, 1919, 1936-1937…): democracia directa, auténtica igualdad política (ergo, desprofesionalización de la actividad política); implantación de la autogestión en todos los ámbitos de la sociedad…Vale decir que incluir el 56 húngaro en dicha secuencia no ha representado problema alguno para determinados sectores del comunismo minoritario ni para el grueso de las corrientes libertarias. He aquí una arista, para emplear un término muy del agrado de SLA, abierta a eventual debate. De efectuarse tal debate estimo que sería de entera utilidad considerar el magnífico texto con el cual Domingo Talens prologa los interesantes recuerdos de Sándor Kopácsi, En nombre de la clase obrera. Hungría 1956: La revolución narrada por uno de sus protagonistas, Barcelona, El Viejo Topo, 2009 (trad. D. Talens). Y debería verse igualmente, Cornelius Castoriadis, «La source hongroise», Le contenu du socialisme, París, U.G.E, 1979 (hay traducción española en La exigencia revolucionaria, Madrid, Acuarela libros, 2000).
La crítica marxista de las experiencias socialistas. En la sección final de la entrevista de Cuadernos para el diálogo examinada y comentada de forma tan exhaustiva como admirable en LDE, Sacristán alude al daño causado a la consciencia emancipatoria por «la negativa a aplicar a las experiencias socialistas en construcción las categorías crítico-analíticas marxianas». A mi ver, una afirmación semejante posibilita abrir algunos interrogantes relacionados no tan sólo con el alcance cuantitativo de tal negativa, sino también con una de las problemáticas que acaso la subyacen. Por lo que hace al primero, se me hace muy cuesta arriba admitir sin reservas los silencios implicados en la frase de Sacristán (el escolio con que la completa SLA deja, por lo demás, escaso margen para la duda: «Pocas, muy pocas investigaciones se habían iniciado y desarrollado en este ámbito»). Porque lo cierto es que en el año en que el filósofo establece la existencia de ese déficit (1969) se disponía ya de una cantidad respetable de literatura crítica sobre el socialismo «en construcción». Al situarse fuera del terreno específico del marxismo, no sería pertinente invocar aquí las incontables aportaciones de signo libertario en tal sentido. Pero no parece en modo alguno justificado proceder de idéntica forma con las efectuadas desde el interior mismo del cuadro heurístico y metodológico marxiano, elaboradas a menudo -debe recordarse- en dramáticas circunstancias de incomprensión, hostilidad, aislamiento y rechazo. No pienso necesariamente en Trotsky y en sus epígonos, pasados y presentes, ni en la correspondiente escolástica generada -historia interminable- por la articulación de análisis más o menos brillantes en torno a una dudosa teoría sobre la no menos dudosa existencia de un supuesto «Estado obrero degenerado». Tampoco pienso en incursiones teoréticas de mayor o menor consistencia como las realizadas por C. Bettelheim («burguesía de Estado»rastreable en la URSS), Á. Heller (discípula de Lukács y bien conocida por Sacristán) o por los disidentes polacos K. Modzelewski y J. Kuron [Karol Modzelewski y Jacek Kuron, ¿Socialismo o burocracia?. Carta abierta al Partido Unificado Polaco, París, Ruedo Ibérico, 1968 (trad. F. Ramos). Doy la referencia explícita de esta contribución porque corresponde al año mismo en que se desarrolló la Primavera de Praga].
Pienso más bien en los numerosos trabajos surgidos del vasto magma configurado por lo que podría denominarse, -no sin impropiedad y para ir rápidos, izquierda comunista marginal (marginal y marginada por la corriente de fidelidad terzointernacionalista). Elaborados desde la perspectiva del marxismo revolucionario, algunos de tales escritos empiezan a aparecer en época tan temprana como la de la década de los años veinte; en ellos no es difícil constatar la voluntad de ofrecer nueva luz sobre los mecanismos de dominio que iban e irían cobrando creciente cuerpo en el seno del socialismo «irreal». Un ejemplo aducible en ese sentido, con independencia del desacuerdo que puedan suscitar sus planteamientos críticos o alternativos, sería el de los grupos impulsores del movimiento comunista/consejista, algunos de cuyos exponentes teóricos más relevantes fueron P. Mattik, H. Wagner, O. Ruhle, K. Korsch, A. Pannekoek (por cuya obra, por cierto, Sacristán no parecía sentir demasiada estima), etc. Por otra parte, en las colecciones de publicaciones como La critique sociale (1931-1934), Living Marxism (1934-1943) y Socialisme ou Barbarie (1949-1965; el colectivo homónimo que editaba la revista se disolvió en 1967), por citar tan sólo algunas de las más representativas pese a su irregular y limitada difusión, se pueden hallar numerosos análisis destinados a tratar de demoler, mediante argumentos críticos inspirados en lo mejor del pensamiento de Marx, las sucesivas mistificaciones con las que la burocracia estalinista ultrajaba no únicamente el proyecto emancipatorio, sino también, más en singular, el pensamiento -y el legado- del revolucionario de Tréveris. ¿Tan olvidable era y es este conjunto de aportaciones? He hecho referencia líneas arriba a una problemática igualmente relacionable con la «negativa» apuntada por Sacristán. La sintetizo bajo forma interrogativa: del estudio específico de la génesis y desarrollo del «socialismo en construcción», ¿podrían tal vez llegar a desprenderse cuestiones complejas que no resultan directamente aprehensibles dentro del marco conceptual del marxismo? No pocos estimarán un auténtico despropósito introducir una pregunta de tan polémica índole, pero lo cierto es que ha sido planteada -y en algún caso respondida- por autores nada sospechosos de haber renunciado al proyecto de emancipación. C. Castoriadis, por ejemplo, quien se sirvió brillantemente de las «categorías analítico-críticas marxianas»para elaborar un estudio ya clásico sobre las relaciones de producción en la Rusia soviética, y que tras su ruptura con el marxismo prosiguió abogando de manera incansable en favor de la transformación radical de la sociedad capitalista, dedicó una parte sustancial de su obra a desplegar una extensa elucidación crítica en torno a los límites del marco conceptual aludido. No obstante, para el propósito de esta nota creo preferible demorarme en un filósofo cuyo trabajo se desarrolló en todo momento dentro de dicho marco: Louis Althusser.
Pese a que no fueron pocos en la época quienes pusieron de manifiesto la debilidad epistémica y política del althusserismo (Sacristán entre nosotros; C. Castoriadis y J. Bouveresse en Francia; E.P. Thompson en Gran Bretaña…), durante una larga, larguísima, temporada el pensum de orientación escolástico-cientifista de Althusser fue ampliamente exhibido como impecable modelo de fundamentación metodológica asentada en el verdadero Marx. Quizás por ello resulta todavía más curiosa, cuando no sorprendente, la intervención que efectuó el filósofo en el coloquio sobre la realidad de los países del Este organizado por Il Manifesto en Venecia, a finales de la década de los setenta [Louis Althusser, «¡Por fin la crisis del marxismo!», VVAA, Poder y oposición en las sociedades postrevolucionarias, Barcelona, Laia, 1981 (trad. J. Bignozzi)]. Destaco dos pasos particularmente ilustrativos del contenido y del estilo de dicha intervención: «Y detrás de sus reticencias políticas, detrás de las fórmulas irrisorias que conocemos demasiado, ‘el culto a la personalidad’, ‘la violación de la legalidad socialista’ (…), aparece algo más grave: la extrema dificultad (…) y tal vez, en el estado actual de nuestros conocimientos teóricos, la casi imposibilidad de dar una explicación marxista de verdad satisfactoria de una historia que, sin embargo, se ha hecho en nombre del marxismo…Si esta dificultad no es imaginaria, señala que vivimos en una situación que revela límites en la teoría marxista (…). (p. 221). En otro paso fácilmente conectable con los «silencios»discrimatorios a los cuales he hecho referencia anteriormente, añade Althusser: «Es verdad que estas cuestiones no son nuevas. En el pasado marxistas y revolucionarios intentaron plantearlas en periodos críticos: fueron olvidados o barridos«(p. 231) (Las cursivas de los dos fragmentos reproducidos son mías).
A guisa de conclusión, me gustaría señalar que la intencionalidad nítidamente política presente en cada una de las páginas de LDE les confiere una especial significación. En tiempos tan cansinamente marcados por la resignación y el escepticismo como los actuales, nunca podrá agradecérsele bastante al autor de este estudio que entre los propósitos que lo llevaron a escribirlo contara también -y mucho- el de subrayar, con argumentos atendibles y bien documentados, que las derrotas experimentadas por el proyecto de emancipación poseen un carácter contingente y que, por tanto, no comportan de manera necesaria el final de toda esperanza; antes al contrario, a menudo han sido motivo para renovarlas sobre más sólidos y amplios fundamentos.
Barcelona, Octubre 2010