Desde hace algún tiempo asistimos a una vorágine de reformas en materia educativa que afectan a todos niveles, desde infantil hasta la educación superior. En cada una de dichas reformas las administraciones que las llevan a cabo se precian de consultar a especialistas en la materia haciendo gala de su profunda preocupación por «la calidad […]
Desde hace algún tiempo asistimos a una vorágine de reformas en materia educativa que afectan a todos niveles, desde infantil hasta la educación superior. En cada una de dichas reformas las administraciones que las llevan a cabo se precian de consultar a especialistas en la materia haciendo gala de su profunda preocupación por «la calidad de la enseñanza». Estos «expertos» suelen ser mayoritariamente pedagogos que sistemáticamente reclaman una mayor formación pedagógica del profesorado como solución a los problemas endémicos del sistema educativo. La última solución que, al parecer, se va a implantar en breve consiste en un master en formación del profesorado, de contenido fundamentalmente pedagógico, que deberán cursar obligatoriamente todos aquellos que quieran, tras obtener un grado universitario, dedicarse a la labor docente.
Si se observa la situación en la que se encuentra actualmente la enseñanza secundaria y se echa la vista atrás para intentar comprender las causas del proceso de constante degradación de la misma, uno no puede evitar constatar que cuanta más presencia tiene la moderna pedagogía (la de la reforma) a la hora de determinar la estructura y modo de funcionamiento del sistema educativo más se empobrece la formación que reciben los alumnos. Si finalmente se implanta el master antes mencionado podemos estar seguros de que a medio plazo tendremos un sistema educativo de altísima calidad en cuanto fábrica de analfabetos funcionales y minusválidos intelectuales irremediablemente destinados a servir de mano de obra flexible y acrítica (cosa que, por otro lado, ya es).
Si a los responsables políticos les preocupara realmente la calidad de la enseñanza que deben recibir los futuros ciudadanos, se preocuparían en acordar leyes de educación duraderas y estables, pactadas entre los dos grandes partidos y elaboradas consultando a quienes realmente saben sobre el asunto, es decir, catedráticos de instituto de reconocido prestigio y profesores y catedráticos universitarios con experiencia docente en secundaria y no a supuestos «expertos» que jamás se han puesto delante de una clase de adolescentes o que se han convertido en expertos en pedagogía precisamente para «desertar de la tiza» y no ver más a esos mismos adolescentes. Y es probable que esos catedráticos y profesores estuvieran básicamente de acuerdo en que lo fundamental para que un alumno reciba buenas clases y tenga una formación de calidad es que pueda tener profesores que dominan su materia. Y también es probable que no les pareciera nada recomendable que los futuros profesores tuvieran que pasarse dos años de su formación como docentes aprendiendo una jerga pseudocientífica y vacía de contenido (la jerga pedagógica) que, por lo visto, funciona como una suerte de conjuro mágico para eliminar o resolver los problemas de la actividad docente. Dos años que podrían dedicar a mejorar su formación en la materia que tendrán que enseñar en un futuro con el fin, ahora sí, de ser mejores profesores.
Si realmente quiere abordarse el problema de la educación en este país, lo primero que habría que hacer es eliminar las titulaciones universitarias en «ciencias de la educación», despedir a todos los asesores y «expertos» que han elaborado las recetas pedagógicas que vienen marcando el rumbo de la educación en los últimas décadas y empezar a pensar en juzgarlos como auténticos criminales culturales y condenarlos a penas ejemplares. Porque, en efecto, la indignidad intelectual y el grado de miseria moral de estos sujetos llega a tal punto que están convencidos de que su desprecio del saber, del conocimiento, del rigor científico (no se si por resentimiento provocado por la conciencia de su propia incapacidad) debe ser totalitariamente impuesto a toda la población mediante procedimientos que hacen palidecer la neolengua y el doblepensar de los que hablara Orwell en su novela 1984. El master pedagógico obligatorio para todo futuro profesor es el último eslabón para cerrar el círculo, dominar total(itaria)mente el sistema educativo y blindar a la secta pedagógica ante toda posible crítica. Paradójicamente cualquiera que denuncie esta situación es tachado por los miembros de la secta de fascista, totalitario, nostálgico del franquismo o cosas por el estilo, cuando la realidad es que los que están colaborando activamente en generar una población ignorante, manipulable y fácil de someter son los defensores de la pedagogía dominante. ¿Quién es aquí el fascista?
Enrique Galindo Ferrández. Profesor de Enseñanza Secundaria y miembro de la Plataforma en Defensa de la Filosofía y la Educación Pública.
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