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Sociópatas

Fuentes: Blog personal

A pesar de las alarmantes señales que perciben, nuestras sociedades siguen profesando un inmerecido respeto hacia el poder. Entendemos que la corrupción pueda anidar en palacio. Pero se nos hace difícil aceptar que el gobierno esté en manos de un puñado de mediocres y aventureros. El Estado se alza muchas veces ante nosotros como un […]

A pesar de las alarmantes señales que perciben, nuestras sociedades siguen profesando un inmerecido respeto hacia el poder. Entendemos que la corrupción pueda anidar en palacio. Pero se nos hace difícil aceptar que el gobierno esté en manos de un puñado de mediocres y aventureros. El Estado se alza muchas veces ante nosotros como un temible Leviatán. Pero, justos o atroces, seguimos creyendo que sus actos se moverán, en última instancia, dentro de los parámetros de la racionalidad. Sin embargo, eso no es así. La locura y los impulsos suicidas gobiernan a veces el destino de las naciones. Ese es incluso uno de los rasgos característicos de nuestro tiempo, marcado por una profunda crisis de civilización. Y no se trata de un fenómeno inédito: la trágica historia de Europa en la primera mitad del siglo XX así lo atestigua.

Éric Vuillard cuenta en su libro «La Bataille d’Occident» (Babel) las premisas y avatares de la Primera Guerra Mundial. Conocedores hoy de sus horrores, quizás uno de los capítulos más turbadores de la narración es el que se refiere al conde Alfred von Schlieffen. Al frente del Estado Mayor tras una larga carrera militar, ya en 1905, concibió un vasto plan destinado a acabar de una vez por todas con el ejército francés. Metódicamente, de modo obsesivo, Schlieffen dedicó los años siguientes a pulir ese plan, evaluando todos los detalles, estudiando cada palmo de terreno, estimando y reconsiderando las fuerzas y recursos necesarios. Se trataba de rodear al enemigo a través de una gigantesca maniobra envolvente, soslayando sus defensas, atravesando Bélgica y haciéndose con el control del norte de Francia. Fallecido en 1913, al igual que el héroe del «Desierto de los Tártaros», Schlieffen no alcanzó la gloria: nunca vio sus bocetos transformados en movimientos reales de tropas y armamento. No obstante, su plan guió puntualmente la acción del ejército alemán en los primeros compases de la guerra. La previsión era alcanzar una victoria total sobre Francia en 42 días… antes de desplazar esos ejércitos al Este, para aplastar a los del zar de Rusia. 42 días que se convertirían en cuatro años de destrucción, millones de muertos y cientos de kilómetros de lodo, sangre y sufrimientos indecibles. Ni Schlieffen ni los testaferros de su plan pensaron nunca en una alternativa, por si las cosas no funcionaban tal como estaba previsto.

Considerando los acontecimientos desde la distancia, todo se antoja como una locura, una pérdida total de contacto con la realidad. Y sin duda lo fue. Imperios y gobiernos se lanzaron, con frivolidad y desprecio por la vida humana, a una espantosa carnicería. Pero, ¿no fue acaso una impensable locura también que, pocos años después, el país más culto e industrioso del continente cayese en manos de un personaje como Adolf Hitler?

En medio de las incertidumbres del actual desorden global, los inquietantes síntomas de la recurrente dolencia se manifiestan de nuevo en gobiernos y centros de poder. Fugas hacia adelante, todo o nada, ausencia de plan B… Trump y Putin dinamitan los tratados de no proliferación de cabezas nucleares y abren las puertas a una nueva carrera armamentística. Mientras el planeta se calienta a ojos vista, en la Casa Blanca sueñan con comprar Groenlandia y esquilmar sus recursos, incluidos los glaciares. La guerra comercial entre Estados Unidos y China puede desestabilizar el conjunto de la economía mundial, con consecuencias de un alcance imprevisible. En Asia, en el Golfo o en el Báltico, las zonas de fricción militar entre las potencias se multiplican. Bajo el gobierno de los poderosos, y a pesar de que los arrecifes están ya a la vista, el mundo parece seguir un rumbo de colisión. Sólo hay que mirar al Reino Unido para convencerse de ello. La reciente filtración del Sunday Times acerca de los escenarios que contempla el gobierno de Boris Johnson en caso de un brexit sin acuerdo con la UE -hipótesis más verosímil cada día que pasa- se inscriben en esa dinámica. La «Operación Yellowhammer» sería el dispositivo mediante el cual el ejecutivo debería hacer frente a previsiones tales como escasez de alimentos y medicinas, colapso de los transportes, quiebra de medianas y pequeñas empresas, protestas masivas, agitación en Escocia… e incluso un posible repunte de la violencia en Irlanda, dando al traste con años de esfuerzos pacificadores. Una calamidad de proporciones gigantescas, que dañaría gravemente las condiciones de vida de la población y tendría afectaciones igualmente negativas sobre la economía europea. Atención: no se trata de un sombrío vaticinio de los partidarios de permanecer en la UE, sino de la previsión del propio gobierno «brexiter». Y, sin embargo, como fascinados por el vacío que se abre ante ellos, ese gobierno y una buena parte de la sociedad se muestran decididos a seguir adelante. Cueste lo que cueste. Incluso al precio de pasar por encima de la propia democracia parlamentaria.

En esa atmósfera enrarecida prospera, junto a los líderes de rasgos populistas, una raza de siniestros asesores: Steve Bannon, cerebro de la internacional de la extrema derecha y diseñador de la carrera de Trump a la Casa Blanca, o Dominic Cummings, teórico del brexit y seleccionador del equipo de fanáticos que constituye el gabinete de Boris Johnson…. Tipos inteligentes, manipuladores y carentes de escrúpulos. Para ellos, la verdad es tan irrelevante como la vida de las personas. Construyen relatos para movilizar sus emociones y reventar los marcos establecidos de la política. La campaña del brexit fue una retahíla de embustes conscientes, deliberados y fríamente calculados. Las consecuencias dramáticas que para las poblaciones, especialmente las clases medias y trabajadoras, puedan tener las aventuras a las que pretenden arrastrarlas les tienen sin cuidado. Son sociópatas, incapaces de empatizar con el sufrimiento ajeno. Un Salvini puede martirizar a un puñado de náufragos indefensos sin pestañear: la crueldad, exhibida como fortaleza, es su baza electoral.

Estos individuos, hoy encumbrados, revelan el signo de los tiempos que vivimos. No se trata de simples advenedizos, llegados accidentalmente al sanedrín del poder. Son la personificación de las tendencias destructivas que surgen de las contradicciones de la globalización y la crisis de las democracias. Las élites tradicionales, acumulando riquezas y poder, han desertado las instituciones representativas tradicionales y globalizado sus negocios, emancipados de las viejas soberanías nacionales. Al tiempo, las clases medias, desestabilizadas, junto a los «perdedores de la globalización», han entrado en ebullición por doquier. Ellos constituyen la base social de los movimientos populistas y de las airadas tentativas de encontrar una tabla de salvación en un ilusorio repliegue nacional. Los sociópatas, auténticos aprendices de brujo, cabalgan sobre esa angustia. Aquellos para quienes trabajan tienen -o creen tener- sus intereses al abrigo de las tormentas que están dispuestos a desatar. Es la lucha de clases. Cada política escoge a quienes mejor la encarnan. Estos modernos Rasputín expresan toda la violencia que late en el corazón del capitalismo tardío, incapaz de detener su alocada carrera depredadora. Y rezuman su tenaz odio de clase hacia el movimiento obrero y hacia una izquierda que, cada vez más, deberá buscar en ámbitos de cooperación internacional la solución de los problemas que aquejan a los pueblos. Su apuesta inequívoca es una Europa solidaria y democrática, no unas fronteras que ahogan el potencial de las naciones en lugar de protegerlas. «Pido que Europa expulse a esos demonios», diría hoy el poeta.

Fuente: https://lluisrabell.com/2019/08/20/sociopatas/