Cuando se observa lo acontecido con la distancia que da el tiempo y con los atributos que uno entonces les puede adjudicar a tales acontecimientos, todo resulta fácil, por lo menos mucho más fácil que cuando uno se encuentra inmerso en los acontecimientos, presentes, actuantes. Argentina se encuentra, por ejemplo, en un proceso de monoculturización […]
Cuando se observa lo acontecido con la distancia que da el tiempo y con los atributos que uno entonces les puede adjudicar a tales acontecimientos, todo resulta fácil, por lo menos mucho más fácil que cuando uno se encuentra inmerso en los acontecimientos, presentes, actuantes. Argentina se encuentra, por ejemplo, en un proceso de monoculturización relativa -pero monoculturización al fin- y quienes vivimos inmersos en él y en la vida cotidiana no percibimos en general tales rasgos. Es en cambio visible el proceso de endeudamiento progresivo del país; es decir que algunas zonas de la realidad presente son al menos relativamente observables y otras están veladas al grueso de la población, están invisibilizadas. Para entender la problemática de la distancia temporal, recorramos juntos un episodio, sobrecogedor por sus resultados, acaecido hace apenas algunas décadas y aquí nomás, allende el Atlántico.
La compañía suiza Nestlé, el mayor consorcio lácteo del mundo, seguramente, había lanzado al mercado polvos sustitutos de la leche materna. Los mercados de los países enriquecidos se habían adueñado de tales productos con fruición. Para no deformarse el seno -al fin y al cabo las mujeres no son vacas para tener ubres-, para mejorar la nutrición de los bebes puesto que los laboratorios llegan concienzudamente a una dieta hiperbalanceada que las ignorantes madres jamás podrían equiparar con la natural, vulgar, leche materna.
La natalidad siguió su descenso en los países enriquecidos haciendo peligrar las tasas de ganancia obtenidas y, para remate, empezaron a surgir las observaciones de algunos médicos y otros estudiosos advirtiendo que la leche materna otorgaba al bebe una inmunidad que los polvos industriales estaban totalmente incapacitados de brindar, que la leche materna tenía una serie de sustancias y oligoelementos que ningún preparado sintético lograba alcanzar, que la nutrición a base de preparados científicos e industriales engordaba a los bebes por demás, presagiando enfermedades endócrinas y de otro tipo, más adelante en la vida, etcétera. Pero la máquina publicitaria ya había instalado los «adelantos técnicos» en las cabezas consumidas o consumidoras. Y esa misma máquina estaba ávida de nuevos mercados, es decir de no bajar los rindes del capital. Por eso, en los sesenta, con «Lactogen», «Nan» y otras marcas aterrizaron en África. Una vez más la maquinaria persuasiva: se regaló a madres del África subsahariana la región más pobre del planeta, un tarro de leche en polvo para bebés, sustituto de la leche materna. Se les regaló ese primer tarro. Para iniciarlas. Luego, se empezó a venderles. El poder adquisitivo de las familias africanas no estaba en consonancia con los precios primermundianos. En la mayor parte de los países, el costo de alimentar así a un bebé absorbía más de la mitad de cualquier sueldo promedio. Y empezaron a surgir situaciones seguramente no previstas por nadie. Las madres «estiraban» la leche sustituta para gastar menos. Sin darse cuenta que los niños se estaban subalimentando. «Si es tan maravillosa, un poquito menos no le hará nada», se consolarían. Por otra parte, el dispositivo creado en Suiza «funcionaba» en países como Suiza, Alemania o Francia, con agua corriente más o menos confiable y con disponibilidad energética sobrante. Pero en los países empobrecidos del sur africano, el agua no era confiable, no era a menudo potable y su hervido costaba energía que gran cantidad de hogares o madres no estaban en condiciones de sufragar. Las mamaderas se hacían, demasiado a menudo, con agua infectada o contaminada. Los bebes además perdían la inmunidad natural que otorga el amamantamiento. Con lo cual empezaron a estar aún mucho más expuestos que antes a enfermedades (en muy pocos años la mortalidad infantil en la región se duplicó).
Tiempo después, ya en los noventa, se iba a saber que las mamaderas de policarbonato que por entonces ya se difundían alteraban también los sistemas endócrinos de quienes ingerían sus contenidos (el plástico es un producto muy poco confiable como envase porque no es inerte).
Para remate, la ola modernizadora sustituyendo la leche materna por la «leche» de laboratorio, cortó los ritmos de infecundidad natural que el amamantamiento provoca en más del 90% de las madres. Con lo cual, las parejas africanas tuvieron a menudo tres bebes en el mismo período en que antes solían tener sólo uno (el amamantamiento tradicional es de unos dos años). Tenían más bebes. Y se les morían muchos más. La «modernización» galopante de Nestlé le arrancó la vida a millones de niños subsaharianos. Seguramente jamás se conocerán los guarismos precisos.
…ahora volvamos a la Argentina actual
La Asociación de Productores de Siembra Directa, los semilleros de soja argentinos, los Boys Scouts, los rotarios, la mediática Lita de Lázzari, puntal de la dictadura militar, así como Juan Alemann y la empresa norteamericana Monsanto, que «está con la Argentina» como reza la publicidad que sistemáticamente otorga a los programas progresistas o «de izquierda» del dial argentino, han lanzado una campaña bautizada «Soja Solidaria» para dar de comer a los hambrientos.
Sospechosamente, la publicitada panacea llega de la mano de quienes han usufructuado o provocado, según los casos, la presente situación de hambre. Porque el hambre tiene que ver con la desocupación y la desocupación con la expulsión de trabajadores rurales y pequeños agricultores, todos ellos «eliminados» a través de «la economía de escala», como se la llama capciosamente para enmascarar el uso de los «paquetes tecnológicos» programados para grandes superficies («agroindustriales»). El expulsado abandona el campo y languidece en los suburbios. Y quienes se quedaron con su terruño, quienes prescindieron de sus brazos se acercan ahora, para darle porotos, y llenarle la panza…
Las facetas de esta operación
- Estos «cruzados» hablan de «enseñar a comer». Porque históricamente, la soja es totalmente ajena a nuestra dieta alimentaria (salvo entre los vegetarianos). Como si los que pasan hambre no supieran cocinar y comer. Y comer variado, como es lo históricamente real en la Argentina. Con esta actitud pedagógica logran ubicar a pobres e indigentes en la condición de ignorantes. Los subalternizan un poco más de lo que ya están por la desocupación y el hambre. Los hambrientos son sometidos así a la condición de alumnos primero. Un nuevo disciplinamiento para alejar toda rebeldía.
- Los personeros de la «Soja solidaria» dicen ofrecer EL 1 ‰ de sus cosechas. Si la solidaridad que proclaman fuera veraz, podrían entregar EL 1 ‰ de sus tierras, en lugar de los porotos, [1] LA CAÑA DE PESCAR EN LUGAR DEL PESCADO. CON semejante extensión, millones de habitantes desocupados y privados de sustento, podrían recuperar dignamente los alimentos, nutritivos y variados, mediante el trabajo.
- La soja que se produce en el país es en más de un 95% transgénica. La soja transgénica no es igual a la soja clásica y ni siquiera es igual a la convencional (producida con agroquímicos). Tiene otros tenores de aminoácidos, de isoflavonas y de otros componentes. El presunto fundamento científico de que se valieron los inversores de la ingeniería genética y los reguladores públicos que aprobaron reglamentariamente su producción (ya que no legalmente, puesto que en el país no existe leyes en la materia), el concepto de equivalencia sustancial, es científicamente insostenible. Jorge Kaczewer, [2] médico y analista de las investigaciones al respecto, resume los rasgos de la soja GM así: «las cualidades positivas de la soja disminuyen en la transgénica; los defectos propios de la soja, se acentúan en la transgénica».
- El 99% de la soja que se produce en el país se exporta. Justamente porque no está incorporada socialmente a la dieta del país. Una mitad aproximadamente va a los mercados de consumo del este y sudeste asiático, para humanos. Otra mitad va primordialmente a Europa, como forraje.La soja que se ofrece a los indigentes y pobres del país es la más barata. Es la forrajera. La que se exporta para cerdos y vacas europeas. Esa soja puede contener legalmente, hasta cien veces más restos agroquímicos que la destinada al consumo humano (20 ppm de glifosato en forrajeras contra 0,2 ppm en soja para consumo humano).
- En el Lejano Oriente, el 95% de la soja se consume fermentada. Apenas un 5% se la consume cocida (o cruda). Los distintos procesos de fermentación aprendidos por chinos y japoneses durante milenios les han permitido hacer una soja más digerible. En consecuencia, el recetario de «la panacea argentina», que es casi todo sobre la base de soja cocida, desconoce los serios inconvenientes de esa forma de consumo. La ignorancia será pagada por los cuerpos de los pobres que ahora se quiere alimentar a soja.
- En el encuentro nacional para un «Plan Nacional de Alimentación y Nutrición» de JULIO DE 2002, cientos de nutricionistas y médicos pediatras convocados para definir lineamientos establecieron «Criterios de incorporación de la soja» En el documento resumen del encuentro se señala que: «Por su alto contenido en fitatos interfiere en la absorción de hierro y zinc; tampoco es una buena fuente de calcio […] «Se recomienda […] no denominar a la bebida obtenida de la soja (jugo) como «leche» pues no la sustituye de ninguna manera. […] desaconsejan el uso [de la soja] en niños menores de cinco años y especialmente en menores de dos años.»
Las disposiciones transcriptas han sido sospechosamente ignoradas por la campaña de «Soja solidaria» y sus voceros como Clarín Rural y las organizaciones rurales pertenecientes al complejo sojero. Pese a que se trata de resoluciones dimanadas de una convocatoria del gobierno nacional argentino, no de una liga de ecologistas fundamentalistas o críticos irreductibles.
Pediatras atentos a la cuestión entienden absolutamente criminal sustituir cualquier tipo de leche (preferentemente la materna pero incluso la vacuna) por jugo de soja. Porque la soja por su contenido fosfórico tiene una efecto directamente descalcificante. Por eso se consideran grupos de riesgo para ingerir soja: embarazadas, lactantes, infantes, mujeres maduras (por la osteoporosis), indigentes (por sus déficit en minerales como hierro y calcio).
- La Argentina se ha caracterizado por tener una dieta relativamente variada, fruto de la feracidad del suelo. No sólo los ricos, también los pobres comían carne, verduras, cereales en muy diversas formas. Asados, ensaladas, guisos, pastas, empanadas, cremas, pan, pizza, quesos, frutas, no eran exclusivos de las clases altas. ¿Por qué este rediseño alimentario según el cual los ricos seguirán comiendo lo tradicional y los pobres tienen que aprender a comer soja y hacer de ella su alimento básico?
- Las redes imperiales o imperialistas siempre han configurado países monoproductores. Concentrados en la exportación de «su» producto -a veces, ni siquiera autóctono- nunca para beneficio propio, siempre para satisfacción de las metrópolis. Es una definición clásica de relación dependiente.¿Qué fue el colonialismo sino la conversión de las economías locales a economías destinadas a «exportar» lo que le apetecía a las metrópolis? Si es la función la que hace al órgano, el vuelco tan pregonado por EE.UU. a una economía de exportación de productos básicos como «vía de desarrollo» no es sino la reedición en una escala mucho mayor del viejo intercambio desigual ahora neocolonial o neoimperialista entre zonas enriquecidas y zonas empobrecidas del planeta. «Vía de dependencia», más bien.
- En Argentina el cultivo de soja desplaza a la ganadería, arrasa bosque nativo, achica los cultivos de maíz, girasol, de otras leguminosas… ¿vamos en camino de una monoculturización? Si los titulares del poder alimentario planetario logran salirse con la suya, convertirán uno de los vergeles del planeta -el territorio pampeano y precordillerano- en una enorme fábrica de provisión de oleaginosos de bajísima calidad para el mundo entero. Perdiendo carnes y cereales de los de mejor calidad planetaria. ¿Llegaremos a importar trigo o maíz, siendo, eso sí, los principales exportadores mundiales de soja? Semejante ocurrencia nos parece ahora demencial. Pero deberíamos aprender a ver el sentido en qué marchamos. Taiwán fue siempre un productor de arroz, comida básica de la población. Pero EE.UU. les «enseñó» a comer trigo (cadenas de pan de tipo lactal de pésima calidad alimentaria) y logró convertir a Taiwán en exportador de arroz (por el desplazamiento sufrido en la alimentación). La conversión alimentaria taiwanesa de los sesenta y setenta fue un negocio excelente para EE.UU y sus excedentes trigueros…
La monoculturización ha significado siempre hambre, dependencia, pérdida de calidad de vida para muchísimos habitantes de los países que la sufren y a veces, trágicamente, la destrucción de la población. Siempre se lleva a cabo bajo la consigna de la «modernización», ahora se ha puesto de moda el aditamento de «tecnológica». Que configura sociedades con una base enorme e increíblemente miserable y una cúspide pequeñísima e insensatamente poderosa (en el medio, unas magras capas medias, para el funcionamiento general, de administración, salud, transporte, finanzas, entretenimientos, etcétera).
- El abismo que separa las condiciones de vida de los países enriquecidos del planeta y LOS EMPOBRECIDOS (Y ENTRE ÉSTOS LOS DEL África negra SON EL CASO EXTREMO) no cesa de ahondarse. Podríamos empezar a preguntarnos hasta dónde son capaces de llegar los titulares del poder planetario. La fuerte exclusión a que están siendo sometidas las poblaciones -en particular de los países empobrecidos, pero incluso la de los países enriquecidos- hace pensar que quienes tienen cierto control sobre las disponibilidades de los bienes del planeta han llegado a la conclusión de que no hay forma de universalizar los bienes de que hoy dispone la población acomodada del planeta. EE.UU., con el 6% de la población mundial consume entre un tercio y la mitad de todos los bienes de la Tierra. Y bien: no hay materia suficiente para que todo el resto de la población use tanta agua, tanto acero, energía, trigo, plásticos, papel, máquinas, teléfonos, carne, como los estadounidenses y la mayoría de habitantes de un escaso número de países y ciudades.
Al gran capital no le preocupa la satisfacción DE todas las necesidades humanas sino precisamente las de algunos (necesidades que, por otra parte, ellos mismos configuran). La población excluida deviene así población «excedente». Excedente para un proyecto de vida que preserve los derroches y el nivel de vida de que dispone una minoría en el planeta. Una política alimentaria empobrecedora, una atención de salud retaceada, son formas de llevar adelante una política para «achicar el excedente». En un lenguaje menos melifluo, eso se llama genocidio.
- Ya se empieza a ver el daño de la campaña «Soja solidaria». No todavía el daño físico, pero sí ya el daño mental o ideológico: existen madres pobres e ingenuas que han suspendido el amamantamiento para dar a su querido bebe «lo mejor, leche de soja», aceptando a pie juntillas la propaganda del complejo sojero (registrado en hospitales del Gran Buenos Aires). ESTE TIPO DE EPISODIOS MUESTRA EL ALCANCE DEL LAVADO DE CEREBRO EN MARCHA. PUEDE SER UNA «BOLA DE NIEVE» QUE APENAS HA EMPEZADO A MOVERSE.
Los que tienen el poder son conscientes de los límites del planeta aunque no lo confiesen. Por eso están decididos a rebajar la calidad alimentaria de «los demás», de «los que no cuentan» (jamás la propia, aunque el consumo de los ricos per capita multiplique en varias decenas el de los pobres). Por eso están igualmente decididos a «redimensionar», jamás los lujos propios sino las necesidades ajenas. No confiesan tampoco qué significa redimensionar o en qué termina: reducción de la población.
Si la sociedad argentina no sabe defenderse de esta nueva ofensiva de los centros de poder, será cada vez más «funcional». Funcional al poder vigente, no a la vida.
Luis E. Sabini Fernández es periodista especializado en cuestiones ambientales y de cultura y vida cotidiana; a cargo del seminario de Ecología de la cátedra de DD. HH. de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires; corresponsal del semanario Arbetaren, Estocolmo; editor de la revista Futuros (Buenos Aires y Montevideo), autor de «Transgénicos en el plato: la increíble y triste historia de la cándida Argentina y su tío desalmado, Sam». Para obtener el artículo completo contactarse con el autor, c.e.: [email protected]
[1] Propuesta de Diego Domínguez y Pablo Sabatino, integrantes del Grupo de Estudios Rurales, UBA.
[2] Autor de «Soja transgénica, glifosato y ciencia trucha: el nuevo combo solidario argentino».