Intentar resolver políticamente la integración de Catalunya en el Estado español de una manera que resulte aceptable tanto para los ciudadanos de Catalunya como para los del resto del Estado es endiabladamente difícil. Pero intentar resolver el problema por vía judicial es mucho más que difícil. Aunque al desplazar la respuesta a los tribunales de […]
Intentar resolver políticamente la integración de Catalunya en el Estado español de una manera que resulte aceptable tanto para los ciudadanos de Catalunya como para los del resto del Estado es endiabladamente difícil. Pero intentar resolver el problema por vía judicial es mucho más que difícil.
Aunque al desplazar la respuesta a los tribunales de Justicia puede parecer que se va a controlar el curso de los acontecimientos, ocurre todo lo contrario. Mientras un problema de naturaleza política se mantiene dentro del campo de la política, hay alguna posibilidad de abordarlo desde la negociación. Cuando un problema de esa naturaleza es desplazado al terreno de la administración de justicia, tal posibilidad desaparece. No hay manera de controlar el curso de los acontecimientos. Y ya no se puede negociar.
Como, además, el problema sigue siendo de naturaleza política, aunque esté residenciado ante un tribunal de justicia, el cruce de la lógica política y la lógica jurídica desvirtúa la acción del Tribunal, haciéndole perder el control del propio proceso judicial que tiene que decidir. No solamente no se gana en seguridad, sino que se produce todo lo contrario.
Puede que Mariano Rajoy y el Fiscal General del Estado José Manuel Mazas estuvieran seguros de que activando querellas por el delito de rebelión contra Carles Puigdemont y otros políticos nacionalistas catalanes iban a controlar el procés y en poco tiempo el Tribunal Supremo dictaría una sentencia con la que pondría a cada uno en su sitio. Una vez dictada la sentencia, se podría volver a recurrir a la política, pero con la base sólida de una sentencia firme, con valor de cosa juzgada.
Pero esa confianza en la acción de la justicia era una ensoñación. Los meandros por los que puede discurrir un proceso judicial son casi tan numerosos como aquellos por los que puede transitar la acción política. Como, además, están codificados y hay derechos que se pueden hacer valer en cada uno de dichos meandros, el enmarañamiento puede resultar inmanejable.
El intento de procesar a Carles Puigdemont y demás políticos nacionalistas por el delito de rebelión lo está dejando claro. El Tribunal Supremo ha perdido el control del proceso. No puede proceder contra Carles Puigdemont tras la decisión del Tribunal Superior de Schleswig-Holstein y, al no poder hacerlo, tampoco puede proceder contra los demás querellados sin quebrar la «cadena de legitimidad democrática» en que consiste el Estado Constitucional, ya que, de todos los querellados, únicamente Carles Puigdemont es portador de legitimidad democrática a través de la investidura. Todos los demás la han recibido de él. Su procesamiento deriva del procesamiento del president, es un corolario del procesamiento del president. El Tribunal Supremo podría abrir juicio contra Carles Puigdemont exclusivamente, dejando fuera a los demás. Pero lo que no puede es procesar a los demás, sin procesar a Carles Puigdemont. Esto es una consecuencia insoslayable del principio de legitimación democrática del poder.
Pero es que hay más. Con la errática instrucción del juez Pablo Llarena, que le ha llevado a retirar primero la euroorden dictada en su día por la jueza Carmen Lamela ante la justicia belga, a dictar después una nueva euroorden para volver a retirarla, el juez instructor ha afectado a derechos fundamentales de Carles Puigdemont negándole al mismo tiempo la posibilidad de defenderse.
Tras la emisión de las dos euroórdenes, Puigdemont se tuvo que poner a disposición de la justicia belga y, aunque no se adoptaron contra él medidas privativas de libertad, sí se vio sometido a restricción de movimientos y a la comparecencia periódica ante el juzgado correspondiente. Tuvo que contratar un abogado para defenderse, incurriendo en los gastos que tal contratación conlleva. Y al final, al ser retirada la euroorden, no ha podido defenderse y tener una respuesta judicial frente a la acusación que el juez instructor español le dirigía.
Con su actuación de dictar y retirar la euroorden, Llarena le ha abierto la puerta a Puigdemont ante la justicia belga. Es el juez instructor español el que ha tomado la iniciativa. Puigdemont únicamente está reaccionando ante la iniciativa del juez. Si no hubiera retirado la euroorden, no podría haber planteado la demanda civil ante la justicia belga. Tras la retirada, Puigdemont, que es un ciudadano en pleno ejercicio de todos sus derechos fundamentales, porque no ha sido privado de ninguno de ellos mediante sentencia judicial firme, que reside en Bélgica y que se ha visto afectado en el ejercicio de sus derechos por el juez instructor sin darle posibilidad de defenderse, tiene todo el derecho del mundo a demandar a dicho juez instructor y a exigirle responsabilidad por su errática instrucción.
Es el propio juez Llarena el que se ha puesto en una posición jurídica insostenible. No estamos ante un ataque grosero a la integridad de la justicia española, como ha dicho Llarena. Es una reacción de legítima defensa frente a una instrucción errática.
El 4 de septiembre se va a producir una nueva sorpresa. Y no será la última.
Vamos de disparate en disparate.
Fuente: https://www.eldiario.es/zonacritica/Sorpresas-judiciales_6_805329465.html