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Subasta de votos

Fuentes: Rebelión

Tiempo de elecciones. Desde que el marketing político ha impuesto su ley, las campañas electorales se han convertido en perfectas campañas publicitarias. Los partidos contratan empresas especializadas que, mediante sondeos de opinión, detectan lo que los ciudadanos desean que se les prometa. Y luego encargan a otras empresas la preparación de los mensajes más eficaces […]

Tiempo de elecciones.

Desde que el marketing político ha impuesto su ley, las campañas electorales se han convertido en perfectas campañas publicitarias. Los partidos contratan empresas especializadas que, mediante sondeos de opinión, detectan lo que los ciudadanos desean que se les prometa. Y luego encargan a otras empresas la preparación de los mensajes más eficaces para responder a esos deseos. Lo que luego harán realmente si llegan al gobierno, ya es harina de otro costal. El objetivo ahora es ganar las elecciones y para eso hay que convencer a los votantes. Y ya se sabe: «no mete quien no promete».

Ni que decir tiene que las empresas publicitarias no saben, ni quieren saber, de ideologías; y menos ahora que, según nos han dicho, ya están muertas, o al menos catatónicas. En consecuencia, la «ideología» del partido en cuestión, es algo perfectamente irrelevante en todo este proceso de marketing electoral.

Al mismo tiempo, sesudos sociólogos encuestadores nos abruman diariamente con un feroz bombardeo de tartas rayaditas y de columnas cuadriculadas. Pero entre tan cruel avalancha de sondeos y porcentajes, se echa en falta el dato fundamental, el que como simple ciudadano más me interesaría conocer: el precio del voto.

Su cálculo debe ser bastante más sencillo que muchas de las complicadísimas cifras que nos ofrecen. Bastaría con sumar el coste de la campaña electoral, la inversión en medios de propaganda, los diversos programas de subsidio al voto, los gastos en acciones electoralistas de urgencia y los diversos etcéteras. Dividiendo esa suma por el total de los votos luego emitidos, obtendríamos así ese índice crucial: el precio del voto.

Con un sencillo seguimiento de ese precio, conoceríamos también su evolución, sin duda altamente inflacionaria; y más si la campaña está reñida y las espadas en alto. Al elector le contentaría saber que su voto ha subido de precio, y que ahora puede valer casi tanto como su declaración de la renta.

Establecido el precio del voto, tal vez algunos fueran animándose a negociarlo directamente. Y si el ejemplo cunde, el largo y tedioso circo de las campañas electorales se vería pronto reducido a un sólo y único acto esencial: la Subasta.

Habríamos dado así el paso definitivo y honestamente asumido de la Democracia a la Plutocracia, siguiendo la clasificación del viejo Aristóteles. Paso que el actual sistema viene dando tímidamente y como con vergüenza, entre tropezones, titubeos y ocultaciones, manteniéndonos perplejos y confusos, extraviados entre Pinto y Valdemoro, y con la sensación de no ser ni chicha ni limoná.

El procedimiento sería muy simple. Cada partido presentaría una oferta económica a tanto el voto. Y el ciudadano decidiría libremente a quien vendérselo. Podría incluso hacerlo por Internet, con el consiguiente ahorro de desplazamientos. Las ventajas serían enormes. En primer lugar, la claridad y la precisión: una cifra exacta y nada de difusas y etéreas promesas de subvenciones, ayudas, miles de puestos de trabajo, guarderías, subidas de pensiones, rebajas de impuestos, etc., etc. Nadie puede negar, además, que el sistema sería absolutamente igualitario: el pobre ingresaría por su voto lo mismo que el rico, o incluso más si lo negocia con astucia. Y, sobre todo, se acabaría de un plumazo con las costosísimas y pesadísimas campañas.

Los benéficos efectos morales del sistema serían también múltiples e inmediatos. Habría un incalculable ahorro de energías malogradas, tiempo evaporado, palabras aprendidas, gestos ensayados y promesas incumplidas. Sería, además, el único procedimiento eficaz para derrotar a ese candidato sin rostro que últimamente viene ganando muchas de las convocatorias electorales: la Abstención. Nadie desperdiciaría la oportunidad de ingresar un dinerillo, y muchos disfrutarían la excitación mercantil de obtener unos duros más que el vecino.

El que más y el que menos, en fin, intentaría «vender caro su voto», intuyendo sabiamente que en esos días tiene la ocasión (ésa con fama de calva) y que, pasado ese momento, no encontrará más pelos a los que agarrarse que las buenas palabras y, eso sí, la firme promesa de estudiar sus problemas.