vascos de piedra blindada Miguel Hernández Entre el parte de guerra firmado por Franco en Burgos el 1 de abril de 1939 (En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército rojo, han alcanzado las tropas Nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado) y la bandera que preside la madrileña plaza de […]
vascos de piedra blindada
Miguel Hernández
Entre el parte de guerra firmado por Franco en Burgos el 1 de abril de 1939 (En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército rojo, han alcanzado las tropas Nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado) y la bandera que preside la madrileña plaza de Colón (un atroz estandarte rojigualda de 300 m2 de tela colgado de un mástil de 50 metros de alto) persiste la imborrable huella de lo que somos, de lo que -pese a todos los esfuerzos- estamos obligados a ser. En locuras decorativas de tamaña naturaleza -entre otras cosas de mayor (o menor) calado simbólico y legislativo sólo comparable a las estatuas ecuestres del extinto caudillo que adornan todavía el paisaje patrio- se podrían encontrar las claves de lo que algunos recalcitrantes se empeñan en llamar identidad nacional. Esa identidad española (paellas, improvisación, turistas y verbenas), acompañada de la idea de unidad indisoluble de la patria que adorna el discurso de la derecha (y de una parte importante de la izquierda) desde Donoso Cortés -por poner un nombre propio- hasta las andanadas patrioteriles de Mariano Rajoy y sus huestes, se está viendo amenazada tanto por la pertinaz insistencia de la burguesía industrial y financiera vasca (PNV-EA) como por ETA, en su deseo de reformular el Estatuto de Guernika y las relaciones Euskadi-España. El caso es que el otro día se acercaron los representantes vascos por Madrid (por ser sede del parlamento, casa de la soberanía nacional, dicen) y, sin tirar monedas al paso por Burgos como era tradicional costumbre (para que comieran algo, decían, con desprecio racista de clase), recorrieron la historia y la leyenda con el «problema vasco» a cuestas como si fuera una piedra de trescientos kilos de esas que gustan de levantar en las plazas para regocijo de la concurrencia. Y llegaron, hablaron, dijeron cosas razonables y otras no tanto y se volvieron, caminito de Buitrago, hacia sus territorios históricos.
Pese a todo -y con las próximas elecciones vascas de telón de fondo, eje (no nos engañemos más) de la posición actual del PSOE de Rodríguez Zapatero y su interesante afán negociador- el problema de la identidad nacional persiste. Desde las coyundas de esparto de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, que dan lugar a la rancia idea de España defendida por la derecha ultramontana (toda), hasta la legislación unificadora del caudillo con la abolición de los estatutos de autonomía republicanos, la piel de toro (Manolo Prieto, genial artista, autor del toro publicitario que empitona nuestras carreteras) ha estado sometida a múltiples tensiones (asesinatos) y florilegios (título VIII de la constitución de 1978). Triste -por obvio- resulta recordar a estas alturas del discurso político que la unificación práctica de los estado-nación europeos y su fuerte cohesión interna se ha construido apoyándose en tres factores esenciales. Por un lado, el aparato represor (policía nacional y ejército) garante de la unidad territorial; en segundo lugar, más importante si cabe, la igualdad en lo público (transporte, educación, sanidad, derechos sociales, entre otros elementos) con independencia del lugar donde habite la población (hecho objetivo que facilita la ligazón e impide la desigualdad de facto) y en tercer lugar -casi el primero por decisiva importancia-, el deseo del capitalismo de extender su mercado a todos los rincones del territorio. Sentados estos factores (represión, igualdad ante la ley y expansión capitalista), cualquier discusión sobre la identidad nacional cae por su propio peso. Sin remontarnos demasiado en el tiempo, es preciso señalar la sincera afirmación del ex presidente Adolfo Suárez cuando recordaba la carga de dificultad añadida que suponía haber nacido en Cebreros (Ávila) en los años treinta. Hoy podría decirse lo mismo. Las oportunidades de desarrollo laboral y social de una persona nacida en Ayamonte (Huelva) distan mucho -en términos de igualdad ante la ley y oportunidades- de alguien que, en el mismo día, naciera en Olot o Estella-Lizarra. Desde el momento en que la educación, el transporte público y la sanidad son jurídicamente diferentes, el estado y su unidad se han quebrado. Que una pareja de homosexuales, por concretar, pueda contraer santo/laico matrimonio en una ciudad y no en otra del mismo país es prueba suficiente de la desigualdad jurídica. La facilidad con que algunos gobiernos autonómicos conceden créditos blandos dista mucho de ser igual en Bilbao o en Toledo, en Tarragona o en Vigo. La historia reciente de Europa (Yugoslavia, URSS o Checoslovaquia, por ejemplo) ha demostrado la flexibilidad de las fronteras cuando los intereses del capitalismo empujan hacia la ruptura de la unidad nacional.
Si España se rompiera al compás binario, elemental, de una tozuda marcha militar; si saltara en mil pedazos de barro la idea de unidad de destino nacional; si dejáramos de ver en la bandera de los vencedores franquistas los ecos de las batallas perdidas; si todo esto ocurriera y fuéramos una verdadera geografía humana con deseos de progreso y libertades colectivas (dentro del marco establecido por el estado de mercado, no seamos ingenuos), el territorio nacional -o lo que quedara- podría reconstruirse sobre nuevos cimientos sociales y políticos. España, o eso que hoy se reconoce por España, forma todavía parte del valeroso ideario africanista. El mismo que, cuando caía la noche, y por mano de españolísimos héroes engominados, cortaba el pelo a chicas jóvenes mientras les obligada a ingerir aceite de ricino. España, la de Covadonga y don Rodrigo, la de Falange y los requetés, la del somatén, los universitarios vestidos de azul y Fraga presidiendo cualquier cosa, la de las retransmisiones deportivas, Martín Villa (de la dirección del SEU a la cúpula de Sogecable) y el españolear por tierras extrañas (mejor si son de infieles), esa, la que se vuelca con la boda de Felipe de Borbón y la intrépida periodista mientras pasea por la calle del general Mola o por la avenida de José Antonio (¡presente!) bebiendo Ribera del Duero, esa España, donde regentea la canalla, debería desaparecer para siempre del imaginario colectivo. La burguesía vasca, por un lado, y ETA, por otro, quieren establecer un nuevo marco ajeno a los principios del internacionalismo. En esa tesitura, la izquierda debería anteponer los intereses de clase a los de nación (los obreros no tiene patria, escribió Marx) y renunciar a esos sueños de construcción nacional ajenos al socialismo. La contradicción, sin embargo, es consustancial al ser humano. Quizá la única forma de exorcismo sea enunciar, cara al sol, una fórmula mágica: ¡España, vete a la mierda!