De haber conocido Antonio Tabucchi la historia de Domingo Malagón estoy convencido de que le habría inspirado un libro hermoso y cruel sobre el destino del hombre y sobre la responsabilidad. Algo parecido a Sostiene Pereira pero metido en los hondones de la clandestinidad antifranquista, la guerra fría, el estalinismo y la supervivencia, a partir […]
De haber conocido Antonio Tabucchi la historia de Domingo Malagón estoy convencido de que le habría inspirado un libro hermoso y cruel sobre el destino del hombre y sobre la responsabilidad. Algo parecido a Sostiene Pereira pero metido en los hondones de la clandestinidad antifranquista, la guerra fría, el estalinismo y la supervivencia, a partir de un estudiante de la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, al que la vida convirtió en el falsificador más eficaz y modesto que conocieron los tiempos.
Este pretende ser un homenaje a los hombres legales que sufrieron la ilegalidad no como si fuera una mancha sino como un acicate frente a una sociedad gris y represiva; los tiempos del cólera. Se cruzó Malagón cuando en mi ingenuidad planificadora había pensado dedicar un artículo a ese escritor insólito en su dignidad, que fue Antonio Tabucchi. Un tipo raro en su especie porque mantenía una distancia entre lo que realmente era -un profesor de literatura envenenado por la historia- y lo que la gente gustaba de él, su cercanía literaria. Porque Tabucchi no hacía novelas, construía historias, y hay en esto una diferencia considerable. Lamento que se perdiera la de Domingo Malagón. Fallecieron simultáneamente y eso que mientras uno tenía 66 muy viajados -Anagrama acaba de publicar sus sentidos Viajes-, el otro alcanzó a vivir otros 30, que se dice pronto tratándose de la vida sórdida de un clandestino.
Llegar a los 96 años y haber sido Domingo Malagón tiene un mérito especial que merece unas líneas y un respeto. En mi época militante, su figura, que no su nombre, siempre oculto, alcanzó la leyenda. Era el falsificador de pasaportes, carnets de identidad y documentos varios del Partido Comunista de España desde el día que alguien descubrió que en un campo de concentración francés para republicanos españoles había un individuo capaz de hacer cupones de comida tan reales y auténticos como los que concedían con cuenta gotas los policías franceses. Selló su suerte. Ascendió hacia el cadalso de la gloria clandestina. Procedía del anarquismo madrileño, castizo, del barrio de Chamberí, y quería ser pintor aunque no tuviera posibles. La guerra y sobre todo la inmensa posguerra le trasformó en un artesano de la falsificación. El único imprescindible de todos nosotros, dijo Santiago Carrillo en la única reunión donde le nombraron dirigente in absentia. En clandestinidad sobran líderes y faltan profesionales de la astucia.
Conocí a Malagón en Madrid hacia 1981, cuando se ocupaba de los archivos del PCE. Conviví con él dos años durante diez horas, de lunes a jueves. Abrimos juntos las cajas que venían de Moscú y lo hacíamos entre risas porque entonces estábamos solos y nadie se interesaba por la historia del comunismo español. El paisaje se había vuelto socialista. Algún historiador reprochó que en mi Miseria y grandeza del PCE (1986) no precisara las carpetas de donde extraje los documentos. Ahora lo puedo contar. Las cajas de Moscú venían como venían, sin referencia alguna, y así las abrimos entre risas, Malagón y yo, con un destornillador y un martillo. Unas cajas de madera maciza, que llevaban cerradas quién sabe cuántos años. Gracias a la complicidad de Malagón, a su responsabilidad, pude encontrar documentos excepcionales que ahora han desaparecido de esos mismos archivos.
Tengo la doble deuda con Malagón de haber utilizado en un par de ocasiones sus pasaportes; uno en un viaje a Helsinki en el 69 y otro a Bucarest en el 72. También la de su responsabilidad ante el pasado. Cuando encontré el documento en el que Santiago Carrillo, desde Francia, informa a Dolores Ibarruri, en Moscú, que el opositor Gabriel León Trilla ha sido liquidado en Madrid -le ejecutaron dejándolo desnudo, para que pareciera un asunto de homosexuales- hice la fotocopia intercalándola entre otras muchas para que no la detectaran, y cuando la tuve en mi mano recuerdo que se la enseñé y no dijo nada. Al día siguiente le pregunté, en aquellos larguísimos conciliábulos que nos ocupaban el día entero -no había nadie en los archivos, ni militantes ni historiadores, entonces tocaba acercarse a la Fundación Pablo Iglesias del PSOE, que llevaban entre el ínclito Fernando Claudín y su coqueluche Ludolfo Paramio-. «¿Cuando salga mi libro no habrá más prueba que mi fotocopia?». Y él con ese gesto de veterano, sonrió y dijo: «Y la mía». Se había provisto de una copia, en previsión de lo que iba a pasar. Buena parte de aquello desapareció. Quedan los restos del naufragio.
Por eso me parece importante recordarlo ahora que ha muerto Antonio Tabucchi que escribió libros construidos como homenajes a la responsabilidad. ¿Qué es Sostiene Pereira sino un elogio del hombre cabal? Yo prefiero Réquiem. Y entre sus narraciones Enigma, que aparece en uno de sus primeros libros, Pequeños equívocos sin importancia, título de un brillante relato adolescente con fondo de canción de Domenico Modugno.
Tabucchi tuvo sonados incidentes en los que salió a relucir su responsabilidad como escritor y es pena que nadie quiera recordarlos ahora que están de actualidad. El primero fue su denuncia de Saramago, como un impostor, censor, y radical del día después. Los portugueses son gentes muy diferentes a nosotros, poco dados al ruido; basta ir a un restaurante. Sabe usted si hay catalanes o asturianos en cuanto entra. No le ocurrirá si son de Lisboa o del Alentejo. Los portugueses contaban un chascarrillo a media voz que aseguraba que el día que José Cardoso Pires, ese gran escritor no suficientemente conocido entre nosotros, se enteró que habían conseguido la democracia el 25 de abril del 74, devolvió su carnet del Partido Comunista. Ese mismo día lo pidió José Saramago.
Cuando Tabucchi denunció su labor censorial y dogmática en el Diário de Notícias se abrió un abismo entre «la oposición silenciosa» de los Saramago y la responsabilidad de los Sostiene Pereira. Luego vino el rifirrafe con Umberto Eco y la comodidad de columpiarse sobre el presente; una actitud que sacaba de quicio a Tabucchi. Por fin llegó Berlusconi y el artículo sobre la responsabilidad de la sociedad italiana en su éxito. Un texto que su propio periódico, el legendario Corriere della Sera, no se atrevió a publicar. Pero sobre todo está el caso Cesare Battisti.
En España no tenemos ni idea de Cesare Battisti. Pero el caso Battisti es en Italia algo similar a nuestra asignatura pendiente, sobre la que nos mostramos reticentes a escribir. ¿Un asesino de ETA tiene derecho a pasar página, en esa especie de amnistía social a la que somos tan dados en Catalunya? (Histórico e inolvidable aquel día que se enterraba a Ernest Lluch y la portavoz pidió diálogo, con el asesinado de cuerpo presente). Cesare Battisti fue condenado en Italia a la perpetua por cometer cuatro asesinatos; dos, por disparos en la nuca, y otros dos, por colaboración. Era un lumpen, que entró en la cárcel como sisador de menor cuantía y se escapó con la ayuda de un mafioso para convertirse en ejecutor del PAC (Proletariado Armado por el Comunismo).
Para Tabucchi que un tipo así sorteara la justicia le parecía de similar impunidad a la que mantenía el presidente Berlusconi con sus corrupciones. No hay dos medidas, ni la ley del embudo. Si pedimos que Berlusconi vaya a la cárcel, no podemos salvar a Battisti porque asegura que está al otro lado de la barricada. Murió Tabucchi y los homenajes recuerdan al hombre sensible y humilde que peleó por cosas que no parecían importantes, y lo eran. Tanto que Berlusconi sigue ahí, a la espera, y Battisti se refugió en Brasil con la ayuda de los servicios de información franceses y la protección de aquella izquierda maoísta de Bernard-Henri Lévy y Philippe Sollers, que ampara a quien osó hacer lo que ellos soñaron antes de hacerse mayores y reaccionarios. La responsabilidad de un escritor se acaba con su vida. Por eso hay que homenajearla, porque se olvida pronto.
Gregorio Morán es un columnista habitual en el diario barcelonés La Vanguardia. Veterano resistente y luchador político en el clandestino Partido Comunista de España bajo el franquismo, Morán es un periodista de investigación que ha escrito, entre otros de aguda critica cultural, libros imprescindibles para entender el proceso que llevó en España de la dictadura franquista a la monarquía parlamentaria actual.