Tamara de Lempicka había sido una pintora célebre en la Europa de los años treinta, al menos en los círculos de la nobleza declinante y de la burguesía rica, que disputaban para ser retratados por ella, y, después, cayó en el olvido: con la Segunda Guerra Mundial su estrella artística empieza a declinar, hasta desaparecer, […]
Tamara de Lempicka había sido una pintora célebre en la Europa de los años treinta, al menos en los círculos de la nobleza declinante y de la burguesía rica, que disputaban para ser retratados por ella, y, después, cayó en el olvido: con la Segunda Guerra Mundial su estrella artística empieza a declinar, hasta desaparecer, aunque intentase aún jugar con la abstracción, como lo hizo también con el surrealismo. Tamara, convertida ya en baronesa, vive la guerra y la posguerra lejos de la Europa que la vio triunfar, ejerciendo en los Estados Unidos la función de dama del gran mundo que veía crecer las ruinas de su belleza, sin poder hacer nada por evitarlo. En 1972, siendo ya una anciana venerable, más de treinta años después de su marcha a Estados Unidos, una exposición de sus obras en París -semejante a la que, en este verano de 2004, ha organizado la Royal Academy of Arts, de Londres- la hizo de nuevo famosa, rescatándola del olvido, como si fuera un espectro que surgía de los locos años veinte, de la Europa de entreguerras marcada por la depresión pero también por el cabaret y el gusto por la vida, y que recuperaba con ella la dulzura de los sentidos y la sensualidad y el erotismo de un arte que parecía ser moderno, aunque fuese, ya en el momento de su creación, completamente arcaico.
Yo relacionaba a Tamara de Lempicka, arbitrariamente, con La piel de zapa y con Balzac, por su condición de polaca y rusa, como la condesa Hanska, y por la orgía que el escritor francés nos relata en esa novela. Guardo un disparate mayor: escondida en mi memoria estaba una escena imaginada: la de Isadora Duncan -que se había casado con Esenin, separado después, y que supo del suicidio del poeta en Leningrado, en 1925-, muerta en la Costa Azul francesa, en 1927, estrangulada por el pañuelo que llevaba, mientras circulaba en automóvil. Relacionaba esa escena con el Autorretrato de Tamara conduciendo el famoso Bugatti verde, en 1925, como si ambas fueran la misma persona, poniendo a Duncan el rostro de Tamara, con los ojos semicerrados, sentada al volante, tal vez por la relevancia de un coche en sus vidas, o por su relación con la vieja Petrogrado, el Leningrado de la revolución.
Algunos de los cuadros de Tamara de Lempicka estaban ahora reunidos en esa Academia londinense, que le otorgaba el título de pintora «icono del art déco«, al lado de la estación de Piccadilly. Me dirigía hacia allí en las primeras horas de la mañana, y, en esa boca de metro, mientras intentaba evocar algunas de sus pinturas, acababa de ver a una mujer que podía haber estado dentro de un cuadro de la pintora polaca, o rusa. Era una ilusión, producida por la ansiedad. En la entrada de la Royal Academy, en un gran patio adoquinado con pequeños surtidores en el centro, habían dispuesto grandes carteles de algunas de sus pinturas. Ante las salas donde se exponían sus cuadros, se alzaba una enorme fotografía de Tamara, en sus días de gloria, ataviada como una dama exquisita, adornados sus brazos con largos guantes negros y con un cigarrillo entre los dedos; también llevaba un collar de perlas, pieles en los hombros y un sombrero negro, pequeño: es la imagen de la mujer sofisticada que reinaba en los salones del gran mundo en la época de entreguerras en que ese art déco tuvo un breve momento de esplendor.
Por un azar, al mismo tiempo, en la Tate Modern habían reunido la obra de Edward Hopper, al que puede relacionarse con esa corriente del art déco, y que tiene, a veces, alguna semejanza con Lempicka en el tratamiento de las figuras, como puede verse en la Habitación de hotel del pintor norteamericano. Entré en la exposición con ganas, sobre todo, de contemplar los desnudos femeninos de Tamara, como si, viéndolos, pudiese apoderarme de las formas sinuosas, sugerentes, de la limpieza y morbidez, no exenta de fuerza, de las mujeres pintadas por ella. Dentro de las salas, se sucedían cuadros conocidos, con otros menos relevantes; algunos, francamente malos. Allí estaba El beso, de 1922, una pintura de esquematismo expresionista, donde un hombre que lleva un sombrero de copa está besando a una mujer de labios rojos; o Perspectiva, de 1923, donde se ven a dos mujeres desnudas, rotundas, de labios rojos, con un fondo de arquitecturas torturadas.
Los retratos eran lo más sobresaliente de la exposición. Allí estaba el Retrato del Marqués Sommi, de 1925, uno de los amantes ocasionales de Tamara (aunque algunas fuentes lo dudan, dada la homosexualidad del marqués), y donde vemos al aristócrata italiano con pelo engominado y hombros rectilíneos. Más allá, otro óleo, el Retrato del príncipe Eristoff, de 1925, donde el noble, descendiente de una vieja familia georgiana desplazada también por la revolución bolchevique, como la propia Tamara, lleva un sorprendente traje lila, con cuello duro, y tiene una mirada perdida, melancólica. Al lado, el Retrato de la duquesa de La Salle, de 1925, que parecía adueñarse de toda la sala: la marquesa, una atrevida lesbiana, dominadora, está vestida de negro, como una amazona andrógina (no en vano, en esos años, en los círculos distinguidos y sin prejuicios, llamaban amazonas a las lesbianas), y lleva la blusa blanca abierta. Está apoyada en una escalera, y tiene una mano, indolente, en el bolsillo del pantalón. Tiene una llamativa peca encima del labio superior y mira fijamente, sabiendo que es la reina de las noches de sexo y cocaína. Todavía hoy no sabemos quién era esta mujer.
Algo más lejos, el retrato de un asesino, aunque Tamara nunca lo hubiera denominado así. Es el Retrato del Gran Duque Gabriel, de 1926. El duque, de uniforme rojo, tiene una mirada espectral, que refleja la muerte de la nobleza rusa: era primo del zar y había sido él, junto con el príncipe Yusúpov, otro amigo de Tamara, quien había asesinado a Rasputín. Pensé que tal vez era el espectro de lo que los nobles rusos fueron un día. Vi el Retrato del Dr. Boucard, de 1928, donde aquel científico, que hizo muchos encargos a Tamara, y que se había hecho rico inventando y vendiendo un medicamento, está en el laboratorio, con su microscopio y una probeta, ataviado con gabardina blanca. También estaba el Retrato de hombre, del mismo año. Es un retrato del primer marido de Tamara, Tadeusz Lempicki, el hombre traicionado que protestaba durante los años de su vida común en París porque Tamara lo ponía en evidencia pintando a sus amantes, y no le gustaba el papel de cornudo: está con un abrigo negro, sombrero de copa en la mano, foulard blanco al cuello, y mira con seriedad: el retrato está inacabado, dicen que por venganza de Tamara.
Veo también el Retrato de Romana de La Salle, de 1928, donde la mujer, que no es la duquesa lesbiana, lleva un cursi vestido rosa, y mira al infinito. Me doy cuenta de que los personajes retratados casi nunca miran al espectador. Tienen miradas ausentes, y parecen no estar en este mundo. Algunos otros cuadros llaman la atención: el Retrato de André Gide, de 1925, donde sólo vemos el rostro del escritor, con los ojos casi cerrados, muy serio: el retrato de un personaje de quien nadie diría que frecuentaba los garitos de homosexuales y personajes equívocos. Ese encargo de Gide, un hombre ya célebre en los años veinte, fue el que empezó a labrar la fama de Tamara. Allí está también El sueño, de 1927, donde una mujer desnuda, de labios rojos -siempre labios rojos-, que se tapa el pecho con las manos, está a punto de dormir, o tal vez sueña. Y Adán y Eva, de 1931, donde los dos personajes están desnudos, ella con una manzana en la mano. Descubro uno de los cuadros que Tamara pintó de la bella Rafaela, y cuyo desnudo más conocido, tal vez el más valioso, está en manos de una estrella de Hollywood. Y Mujeres en el baño, de 1929, que recuerda a Ingres. Aún, El pájaro rojo, de 1924, una naturaleza muerta, con un pájaro de madera, rojo, un martillo y un folio enrollado, como si fuera una extraña alegoría de los comunistas en esos años bolcheviques en los que Tamara pinta el cuadro.
Allí está Kizette en rosa, un feo cuadro de su hija, de 1926. Aunque vendrían otros peores. Está colgado también el lienzo La comulgante, de 1928, donde Kizette, niña, comulga: es un cuadro espantoso, cursi. Otros cuadros, sin interés, cuelgan por las salas. Miro Los refugiados, de 1931, donde vemos a un muchacho y una mujer, tal vez su madre, con actitud abatida; o La Huída, de 1940, donde una mujer, con un bebé en sus brazos, huye. ¿Es Varsovia la ciudad representada en el cuadro? Se ve un paisaje urbano, realista, que recuerda las calles que rodean al Rynek de la capital polaca, y que ya no tiene nada que ver con los perfiles de Mannhattan que pintaba en los años anteriores. Podría ser Varsovia, no en vano la familia de la madre de Tamara, Malvina Dekler, tenía allí, cerca del Rynek, una mansión, recordada con agrado por la pintora. Veo también la espantosa Mujer mexicana, de 1947, que yo tiraría inmediatamente a la basura.
Y, sin embargo, pese a tantos cuadros sin interés, algunos de sus retratos y de sus desnudos siguen atrayéndonos, tal vez porque son ya para nosotros el reflejo oscuro de una época vigorosa y ruin, atrevida y obsesiva, ansiosa y degradada. Los personajes retratados parecen tener una ausencia vital deliberada: no es que hayan sido sorprendidos en aquella posición, sino que prescinden del espectador, de quien los mira, porque tienen una actitud elitista ante el mundo, que refleja la propia mirada de Tamara. Sus personajes son fríos, distantes, aunque se dejen ver; les gusta saberse admirados, pero rechazan entrar en contacto con el populacho. Apenas hay gentes del pueblo llano en los cuadros de Tamara. Ella misma tuvo años de estrecheces y bohemia, pero eran años de juventud, y todo era aún posible. Su propia vida, y la de los personajes que retrata, transcurría así, como en sus cuadros, rodeada de un mundo donde los problemas atenazaban siempre a otros y estaban lejos. Aunque hubiera excepciones, porque las pasiones dominan los sentidos y la vida: no hay más que reparar en Tamara yendo a buscar marineros a los bajos fondos de París, yendo a encontrarse con el sexo oscuro: es el reflejo de la mujer que busca la excitación imprescindible para aguantar el sopor de su existencia, del acomodado vacío en que se ahogaba, igual que hacían algunos personajes de la Barcelona burguesa, como nos cuenta Sagarra en Vida privada, que bajaban al barrio chino barcelonés, a buscar sexo y cocaína, porque sospechan, saben, que allí, en los barrios populares, pueden encontrar la verdadera vida.
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Tamara de Lempicka se llamaba Tamara Gurwik-Gorska y llevaba ese nombre por un personaje de Lermontov. El pobre Lermontov, que había muerto en un duelo. Coqueta y mentirosa durante toda su vida, consiguió que en sus papeles personales figurase 1898 como año de su nacimiento, y mantuvo esa ficción a lo largo de su existencia; incluso, en sus últimos años, insistía en que había nacido en 1902. Rodeada de un halo misterioso, en su vejez sigue representado el papel de gran dama, aunque apenas sea ya un fantasma de otra época: en 1986, cuando Franco Maria Ricci publica un artículo sobre la Lempicka en su revista, FMR, el autor, Giancarlo Marmori, afirma desconocer casi todo sobre la vida de la pintora, hasta el extremo de mantener que había nacido en 1906, en un lugar ignorado. No es el único. Uno de sus biógrafos, el peculiar Gilles Néret, fija la fecha de nacimiento en 1898, aunque Tamara había nacido en realidad en 1895, y la propia esquela de su muerte indicará que había nacido en 1902, convencido el New York Times de la veracidad de las palabras de la pintora. Hoy, conocemos con detalle su vida gracias a su principal biógrafa, Laura Claridge, que le dedicó una voluminosa obra de casi quinientas páginas hace apenas cuatro años. Tamara de Lempicka decía que había nacido en Varsovia, pero en realidad era moscovita, y allí, en Moscú, asistió a la escuela. Su madre era polaca y su padre un acomodado judío ruso que desapareció de su vida de forma extraña. Más misterio. Después, Tamara, además de Moscú, vivió en San Petersburgo, y pudo viajar por Italia, y visitar París.
En las orillas del Neva, estudió arte, aunque no puede decirse que le influyese el activo mundo de los artistas rusos, desde Malévich hasta Tatlin, que fermentaban con propuestas nuevas la Rusia que se preparaba para la más trascendental revolución del siglo: las ideas revolucionarias causaban un profundo rechazo en Tamara. Se casó con Tadeusz Lempicki, de quien tuvo una hija, Kizette, y vivió en la capital rusa, Petrogrado, los meses previos a la revolución bolchevique, sin especiales contratiempos: mientras los ciudadanos pasan hambre y no disponen ni de carbón para soportar el gélido invierno ruso, el círculo de los Lempicki y el resto de los afortunados rusos de la época se distraen con las lujosas fiestas, con las aventuras del zar, discuten los pormenores del asesinato de Rasputín a manos del gran duque y del príncipe Félix Yusupov; viven, sin saberlo, la espuma de los últimos días del imperio. Pero ni Tamara ni los suyos son ajenos a los cambios. En medio del caos de la guerra y de la caída del zarismo, los Lempicki apoyan el intento contrarrevolucionario del general Kornílov, mientras prosiguen su desahogada vida. La llegada de los bolcheviques al poder hace que el marido de Tadeusz sea detenido: es probable que fuera miembro de la policía secreta zarista, y empiezan sus dificultades. Al parecer, el recuerdo de las jornadas revolucionarias acompañará a la pintora siempre: le horrorizan los bolcheviques, pero encontraba razonables al zar y al viejo régimen que mantenía hambriento al pueblo ruso y que había precipitado a Rusia al infierno de la gran guerra. Pero las relaciones forjadas antes de la revolución le serán útiles: Tamara consigue que su marido sea puesto en libertad gracias a los oficios del cónsul de Suecia, que, caritativo, la forzó a acostarse con él a cambio de sus gestiones.
Tras su salida de la Rusia revolucionaria, Tamara de Lempicka, con apenas veintitrés años, vive en Copenhague, y empieza entonces una activa vida sexual con múltiples compañeros de ocasión, aceptada con resignación por su marido Tadeusz. En el verano de 1918, ambos llegan a París, para iniciar una nueva vida. Allí, la necesidad económica la empuja a pintar, y se convierte, en pocos años, en una estrella de la pintura de entreguerras. Es una mujer ambiciosa, fría, egoísta, que quiere llevar una vida de lujos, sin que le preocupe que, mientras tanto, otros lleven una vida de hambre. Tamara, una belleza distante y severa, cambia su biografía con frecuencia, elabora su propia leyenda, y vive momentos difíciles. Después, el trabajo de Tadeusz les permite instalarse en Montparnasse, en el número 5 de la calle Maupassant. Tenían ya una hija, a la que Tamara acostaba para correr a las juergas privadas y, después, visitar garitos en la orilla del Sena donde tomaba parte en orgías colectivas y donde corría la droga: era una mujer libre, independiente, transgresora. Después, volvía a casa, y entre las brumas de la cocaína y del recuerdo del sexo furtivo con desconocidos de ambos sexos, pintaba sus telas hasta caer rendida en las primeras horas de la mañana.
Es ambiciosa y utiliza todos los recursos a su alcance. Su relación con Gabriele D’Annunzio, en 1926, que conocemos por el relato de una de las sirvientas del poeta, es reveladora: quiere aproximarse al viejo escritor, hacerle un retrato y aprovecharse de su celebridad, mientras que D’Annunzio lo único que deseaba era acostarse con ella. La visita de Tamara a la casa del Lago Garda acabó mal, porque ninguno consigue lo que desea, aunque el poeta mussoliniano, adicto a la cocaína como Tamara -y que tenía una extraña corte en su mansión Il Vittoriale, que fue propiedad de la familia de Wagner- le escribirá un poema en donde llama a Tamara la mujer de oro. Aunque tal vez hubiese sido más apropiado que le enviase el poema de Marinetti en el que hablaba del «lúgubre coito», teniendo en cuenta que la joven pintora le permitió, para conseguir sus propósitos, algunos penosos escarceos sexuales. D’Annunzio, un perfecto imbécil que llegaba a dormir en su ataúd, era un histrión insoportable, y estaba convencido de ser una personalidad histórica única, y su efímera relación con Tamara, a quien regaló un topacio que luciría durante toda su vida en la mano, contribuyó probablemente al inicio de la celebridad de la pintora.
A partir de 1927, Tamara empieza a disponer de recursos propios, y su cotización aumenta tras la celebración de la exposición de París, en 1925, que muestra una nueva, y efímera, tendencia de lo que, cuarenta años después, se conocería como art déco. A partir de entonces, Tamara recibe en París a lo más selecto de la burguesía -es decir: a gente que destaca por su riqueza, casi siempre obtenida por medios sucios- y hasta la prensa se hace eco de la pintora rusa -o polaca, como ella mantiene- y de sus fiestas, de sus relaciones, de su vida mundana. La difícil convivencia con su marido Tadeusz termina con el divorcio, en 1928, y, poco después, se convierte en amante del barón Kuffner, que, en esos años, compra muchas de sus obras, y con quien se casará, en Zúrich, después de que, en 1933, muera la mujer del barón. Tamara consigue así lo que siempre había perseguido: aún es joven, y tiene dinero, mucho dinero, y un título nobiliario. Empieza entonces su nueva vida en la rue Méchain, de París, donde permanecerá hasta 1939. Son sus años de gloria. Conoce a muchas celebridades, desde André Gide a Greta Garbo, y empieza a conseguir verdaderas fortunas por la venta de sus cuadros, como la que cobra por el encargo que le hace el millonario norteamericano Rufus Bush, gracias al cual visitará Estados Unidos, en 1929, durante cinco meses.
En febrero de 1939, Tamara y el barón Kuffner, huyendo de la guerra que ya se adivina -y que no iba a ser precisamente la «higiene del mundo», según las absurdas palabras con que Marinetti había hablado de ella-, abandonan París y marchan a los Estados Unidos, tras vender el barón sus numerosas propiedades en distintos países europeos. Al parecer, su intención era trasladarse después a La Habana. Así, en el verano en que comenzó la Segunda Guerra Mundial, Tamara viaja a La Habana, donde permanece dos meses, viaje que después ocultaría, probablemente por sus delirios y obsesiones anticomunistas. Tamara de Lempicka no lo sabe aún, pero es ya una mujer de otra época, aunque en la temporada en que vivió en Beverly Hills reinase como una gran dama, como en Europa, ofreciendo fiestas para trescientos invitados a las que asistían celebridades de la época, desde Mary Pickford hasta Charles Boyer o el barón de Rothschild. De nuevo en Nueva York, Tamara y el barón se instalan primero en el hotel Waldorf-Astoria y, después, en un magnífico apartamento en el 322 Este, de la calle 57.
El resto de su vida apenas tiene interés. Tenía una sexualidad desbordante que le llevó a frecuentar sexualmente a hombres y mujeres, y a probar las drogas, a organizar fiestas y orgías, en las que se paseaban sirvientes desnudos. Se convirtió, durante unos años, en el prototipo de la mujer moderna, que ha conquistado su independencia personal, como si fuera un precedente del moderno feminismo; una mujer que se retrataba a sí misma en automóvil, con reflejos del futurismo de Marinetti, como vemos en el famoso Autorretrato en el Bugatti, que se ha convertido en su más célebre cuadro, aunque no tenga un gran valor artístico. Sin embargo, no había dejado de ser una hija del antiguo régimen, cuyas transgresiones apenas eran una diversión de burguesa alborotada, una impostura, un entretenimiento para colmar una desbordante ansiedad sexual envuelta en cocaína. Mentía, además, mintió siempre sobre ella misma. Era una mujer contradictoria, amante del gran mundo, con una obsesiva aversión al comunismo, eslava, medio polaca y medio rusa, apasionada por la modernidad, por los rascacielos y los coches, que otorgaban a las modernas ciudades americanas el perfume del futuro. Cuando llega a América, aún le quedaban muchos años por vivir, pero Tamara de Lempicka había muerto en 1939, aunque ella misma no lo sabía.
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Hay una imagen que me atrae: la de la niña Tamara tomando, en 1907, el tren expreso San Petersburgo-Cannes, un lujoso ferrocarril reservado a los ricos: iba a Italia, con su abuela, a visitar los museos de Roma, de Florencia, de Venecia. Estuvieron varios meses viajando por Italia; después, fueron a Montecarlo, y residieron en la Costa Azul. Esa niña rica, que mira los grandes cuadros del Quattrocento, está destinada a causar escándalo, aunque sin mayores consecuencias. De hecho, a Tamara de Lempicka, y a su vida, podría aplicarse aquella frase del personaje de Griboyedov, famoso en la literatura y en la vida cotidiana rusa, que, cuando le preguntan qué hace, contesta: «Hacemos ruido, amigo, hacemos ruido.» Me gusta también, por otros motivos, su difícil relación con el insoportable borbón Alfonso XIII, que, en 1934, cuando se encontraba en el exilio, quiso ser retratado por Tamara, y que no pudo soportar el duro trato que le daba la pintora.
Durante toda su vida, Tamara odió el comunismo, como otras personas de su círculo, creyendo que los bolcheviques le habían arrebatado su país: tal vez por eso insistía en ser una polaca varsoviana, y no rusa. Su amor por la pintura del renacimiento, su despertar al mundo en la época de los primeros automóviles y del crecimiento de los rascacielos, su torturada identidad cosmopolita, la relación con el art déco y con el cubismo sintético de André Lothe, su deuda con Ingres, con el neoclasicismo, palidece ante la mujer cosmopolita de rara belleza que enseña unos largos guantes. Por lo que sabemos, pintó casi quinientos cuadros. Algunas de sus figuras recuerdan a Miguel Ángel -como, guardando las distancias, a la sibila de Delfos de la Capilla Sixtina-, o a perdidos rasgos de Botticelli, no en vano hizo copias de ambos pintores en un viaje a Italia, en los años veinte, y es artífice de una carnalidad limpia, no exenta de lujuria, con una atractiva utilización del color: el azul de Bellini, al decir de algunos críticos. Los atractivos desnudos, donde el suave erotismo muestra sexos limpios -lejos de la rotundidad del sexo en primer plano, tan atrevido para la época, que pintó Courbert como único motivo de su El origen del mundo-, son lo mejor de su pintura: siendo una figura menor de la pintura del siglo XX, vemos con gusto alguno de sus desnudos y retratos. No queda nada más.
En nuestros días, la obra de Lempicka apenas es citada en las obras especializadas, aunque se hayan publicado en los últimos años algunas obras sobre ella, y es razonable que así sea: la suya era una pintura decorativa, que, pese a su pretendida modernidad, al lenguaje geométrico de sus figuras, pese a los perfiles de Mannhattan que adornaban sus retratos, no podía ocultar que formaba parte de una estética de la decadencia, que las nuevas corrientes artísticas estaban poniendo de manifiesto. Es más: cuando nace, la pintura de Tamara ya es vieja, anclada en la tradición del arte por el arte de Gautier. No hay más que recordar que, en esos años veinte y treinta en los que Tamara conquista los salones de los nuevos ricos y de la burguesía que disfruta de su poder y de su dinero con mohínes nihilistas y visitas a los paraísos de la sexualidad desenfrenada y de la droga, Van Doesburg había lanzado la proclama de De Stijl, Breton proponía el surrealismo, y, en el mismo Zúrich en el que Tamara se casa con el barón Kuffner, habían celebrado en 1929 una exposición internacional sobre el arte abstracto; y años antes, Maiakovski había lanzado el Lef con una precisa apuesta del arte al servicio de la revolución. Tamara está mucho más cerca del decadentismo que añoraba el perdido esplendor del mundo de la nobleza y de la burguesía, que había naufragado en la gran guerra, que de la explosión de energías que muestran las vanguardias artísticas europeas, precisamente en esos años de triunfo de Tamara. Pueden encontrarse en Lempicka lejanos parentescos con la exaltación del color en el fauvismo, con la ruptura del espacio escenográfico del cubismo, con el carácter vital y el amor por los coches del futurismo -aunque apenas en su Autorretrato-, pero nada del compromiso con su propia época que mostraba el expresionismo alemán, el compromiso político de la Neue Schlichkeit que crean Otto Dix o George Grosz, ni nada de la trascendental aportación al arte contemporáneo de la vanguardia rusa. La transgresión de Tamara es inocua, intrascendente, personal: apenas destinada a satisfacer los caprichos y pasiones sexuales de una mujer rica.
Tamara crea una poética de la evasión, del lujo nihilista, un arte burgués en el que las corruptas capas adineradas de los años de entreguerras se reconocen: en ella está la elegancia, el snobismo, la pretendida sofisticación de unos medios que persiguen la espuma de la vida, unida al gusto por los pozos oscuros de los paraísos prohibidos que, frecuentándolos, otorgaban a esos burgueses aburridos el aura de una modernidad resplandeciente entre sus propios medios. Incluso la satisfacción por escandalizar al burgués comedido, tradicional, es una máscara, que retrocede horrorizada ante las palabras de Breton cuando mantiene que el arte auténtico tiende a la destrucción de la sociedad capitalista.
Cuando, en los años cuarenta, Tamara de Lempicka intenta pintar siguiendo las pautas de la abstracción geométrica apenas consigue lienzos fríos, sin interés. Hoy, aunque ya a mediados de los noventa pagaban por uno de sus cuadros casi dos millones de dólares, su pintura corre el riesgo de convertirse en motivo para calendarios de la mesocracia sin criterios artísticos, y en objeto del deseo de nuevos ricos hollywoodianos, como la cantante Madonna o el actor Nicholson, que coleccionan sus cuadros, y a quienes atrae el toque de justa depravación que tanto gustaba en los años treinta. Tamara y sus amigos buscaban la vida exquisita, la sensualidad limpia que muestran sus cuadros, aunque la pintora husmease marineros envueltos en sudor de pobres. No perseguía el arte, sino el dinero, y lo tuvo casi siempre. Sus últimos años los pasó casi olvidada, en Cuernavaca, México, representando su papel de mujer sofisticada hasta el final: a su muerte, quiso que un helicóptero llevara las cenizas de Tamara de Lempicka al volcán Popocatépetl. Dejaba unos desnudos atrayentes, una leyenda de la dura Europa de entreguerras, y unos ojos de cocaína a bordo de un Bugatti.