Los días 9 y 13 de abril se estrenó en Avilés y Oviedo, con gran éxito de público, la primera obra teatral de Santiago Alba Rico, » B-52″, un texto muy inteligente y extraordinariamente bien ensamblado por la compañía asturiana «El perro Flaco». David Acera y Sonia Vázquez, responsables de la dirección escénica, acertaron plenamente […]
Los días 9 y 13 de abril se estrenó en Avilés y Oviedo, con gran éxito de público, la primera obra teatral de Santiago Alba Rico, » B-52″, un texto muy inteligente y extraordinariamente bien ensamblado por la compañía asturiana «El perro Flaco». David Acera y Sonia Vázquez, responsables de la dirección escénica, acertaron plenamente con un montaje tan sencillo como eficaz, basado apenas en un abstracto andamio y cinco sillas circulantes, un mínimo apoyo material que convertía cada gesto y cada palabra -teatro en sentido estricto- en la verdadera «materialidad» de la puesta en escena. Si se tiene en cuenta que la pieza no desarrolla una acción propiamente dramática -un juego dentro de un juego con señuelos engañosos de narración disueltos en diálogos domésticos- y que por tanto el ritmo y la interpretación debían sostener y revelar las intenciones del autor, sólo cabe elogiar el excelente trabajo de Acera y Vázquez, así como de Jorge Moreno, David González, Borja Roces y Chili Montes, muy convincentes todos ellos en sus respectivos papeles. Muy perspicaz también el uso de los vasos de plástico, casi a modo de signos de puntuación o tildes de las frases, para escandir el texto y darle el énfasis necesario. Y si quizás la última, de hilarante letra, no resulta tan divertida como las otras, también hay que llamar la atención sobre el tratamiento de las canciones satíricas que cortan y reenganchan la acción, tanto en sus aspectos musicales como coreográficos.
Este trabajo de dirección e interpretación está perfectamente pensado para aportar al texto una ligereza engañosa que conduce al espectador, de risa en risa, sin casi notarlo, al final del viaje en avión. La risa muchas veces puede ser ambigua: hace sentir al público su superioridad consciente sobre los personajes, tan ridículamente convencionales, pero por eso mismo se agota en sí misma, sin ir más allá de esta ilusión jerárquica tranquilizadora para todos. El riesgo de quedarse en la ligereza es el de que el teatro se convierta a su vez en un B-52, aéreo y tranquilo, cerrado y divertido, sin más consecuencias que el placer que se ha encontrado dentro de él. Eso es, obviamente, lo que no quería Alba Rico. Por eso la pieza sólo podía acabar fuera de ese recorrido, en el exterior del B-52, en el exterior del teatro, con un final que desconcierta sin duda a la butaca -que ha comenzado ya a aplaudir y se prepara para irse a tomar unas copas- y que a mi juicio da todo su sentido a lo que se ha visto previamente. Declaración programática e irrupción de la realidad alegremente negada durante la representación, ese epílogo explícito y brutal -consecuente con el recorrido intelectual del autor y los malos tiempos que corren- impide que el espectador finja, como los pilotos estadounidenses del B-52, que todo es sólo un juego, que todos somos buenos, que lo malo del mundo es que nuestros gobernantes -o sus empleados- son estúpidos. Sin ese final, la obra sería ingeniosa y divertidamente crítica, pero impropia de un autor comprometido; sin ese montaje ligero y brillante, por otra parte, el final sería intragable y panfletario. Lo que más me ha gustado de la obra de Alba Rico es el final pero sólo porque había que llegar hasta él resbalando dulcemente por todo lo que le precede. Y si hubiese algo que reprocharle es que resulta un poco corto y el tratamiento audiovisual, una vez en marcha, adopta un formato un poco convencional y previsible.
Sé que muchos no compartirán mi criterio sobre esa última escena, porque no está de moda hacer teatro sobre la realidad; porque no está de moda ocuparse de la realidad. Y porque aún se cree que el teatro, como si hubiéramos alcanzado ya el socialismo, sólo debe ser inteligente y/o divertido. Muchos de nuestros críticos olímpicos, todos ellos de derechas, son tan ingenuos como para creer que vivimos en un mundo feliz y apaciguado, precisamente en ese mundo que tanto reprochan a la izquierda querer establecer. Pienso, por ejemplo, en la reseña firmada por Saúl Hernández en La Nueva España http://www.lne.es/aviles/2010/04/11/batalla-mejores-intenciones/898882.html. cuyo subtítulo es ya bastante revelador: «El Perro Flaco Teatro debuta con una comedia de doctrina que se ríe del imperialismo estúpido». Hernández ve una comedia en «B52» de la misma manera que, sentados confortablemente en nuestro sillón, podemos ver la guerra como un espectáculo estético y estremecedor, esa guerra vertical y limpia tan bien analizada por el autor. Y como Saúl Hernández se equivoca incluso en sus elogios acaba por extirpar su razón de ser no sólo a la pieza de Alba Rico sino al teatro mismo: «Y al final, cuando el campo labrado empezaba a dar su fruto, detuvo la acción para lanzar un discurso anticapitalista, antiimperialista, anticonsumista».
Su posición es interesante porque resume en una frase estándar los clichés de la ingenua estética dominante: «La doctrina revolucionaria tiene frentes que conquistar, pero no están en el teatro». Lo bueno de la frase es que «teatro» se puede cambiar por «cine», que se puede cambiar por «música», que se puede cambiar por «literatura», que se puede cambiar por»filosofía», que se puede cambiar también por «política». Ni siquiera la política es el lugar para una política revolucionaria.
Lo bueno de la frase es que permite entender como «ideologizadas» las opiniones de Willy Toledo y como «solidarias» las del «yo acuso» de Ana Belén, Victor Manuel y Almodóvar.
Lo bueno es que permite evitar de un plumazo el mal trago que nos provocan Bertolt Brecht, Alfonso Sastre, Chaplin, Ken Loach, Santiago Alba, y un largo etc. y quedarnos con «la literatura», «el cine», «la filosofía» y… «la política».
Lo bueno es que permite a los críticos hacer su trabajo -conformar y reforzar la ideología dominante, decidir la lectura adecuada, ¡y hasta hablar de adoctrinamiento!- sin recibir un rasguño por ello. Sí a la mirada individual, última y definitiva creadora de la obra. No al compromiso, al sismo en la conciencia, a la militancia intelectual.
Lo bueno es que permite abrazar románticamente las revoluciones muertas nada más nacer -tal y como cuenta un personaje de Belén Gopegui- y apartarse echando virutas, a la primera ocasión, de las que se empeñan en sobrevivir.
Lo bueno es que podemos disfrutar de Disney sin remilgos ideológicos y criticar por obvio a Ken Loach.
Lo bueno es que nos permite no enterarnos de nada porque lo sabemos todo; o porque estamos contentos ignorando la mayor parte.
Lo malo es que cada vez es más difícil vivir en un B-52, real o figurado. Lo malo es que sí hay diferencia entre la realidad y el juego. Lo malo es que no podemos ser capitalistas, imperialistas y consumistas y al mismo tiempo disfrutar de todas las artes. Lo malo es que Caty, Bill, Jim, John y George, los personajes de la obra de Alba Rico, no son amigos que juegan a la guerra sino soldados de verdad que juegan a ser amigos mientras hacen la guerra. Lo malo es que «bombas de racimo» es una expresión hermosa, sí, pero que la guerra limpia y vertical provoca daños horizontales que nos hacen apartar la mirada; y que irritan porque nos destrozan las «logradas carcajadas».
Lo malo es que los tiempos son tan malos que necesitamos más que nunca que se hagan, que se sigan haciendo, obras empeñadas en contarlo una y otra vez con certeros hachazos de realidad. Por eso hay que dar gracias a Santiago Alba Rico y a Perro Flaco por su talento y su valentía.
* Antonio Calvache es músico y veterinario.
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