Cuando un ciudadano que tiene que hacer un gasto extra -vivienda, una enfermedad, solidaridad con amigos o familiares, inversión en estudios, un vehículo para trabajar- decide endeudarse para afrontar el problema sobrevenido, no está viviendo por encima de sus posibilidades: está haciendo un cálculo de necesidades para que su vida sea menos miserable. Los que […]
Cuando un ciudadano que tiene que hacer un gasto extra -vivienda, una enfermedad, solidaridad con amigos o familiares, inversión en estudios, un vehículo para trabajar- decide endeudarse para afrontar el problema sobrevenido, no está viviendo por encima de sus posibilidades: está haciendo un cálculo de necesidades para que su vida sea menos miserable.
Los que tienen dinero no viven estos problemas. Su fondo de seguridad es amplio e histórico. En cambio, a perro flaco, todo se le vuelven pulgas. Es así desde el comienzo de la humanidad. Como antes no había seguridad social, los pueblos inventaron el cuento de Cenicienta. Sólo te saca del agujero un golpe de suerte. Hoy sabemos que Pretty Woman es mentira y que los príncipes sólo se salvan a ellos mismos y a sus descendientes. Celo laboral. El grueso de la gente, o va a la revolución o a la resignación. La televisión y el fútbol se encargan de que nos interese más la maldad de Mourinho que la de la OTAN o el dedo que meten en el ojo de la vida de otros los que asesinan de hambre a niños en Somalia.
El sistema financiero no debiera nunca prestar dinero a quien no lo necesita. Lo que no significa que no lo haga. Es lugar común con los especuladores, que casi siempre juegan con dinero de otros. Lo hizo también metiendo los billetes en los bolsillos de la gente hasta que les convencieron de que no pasaba nada, de que vivir es gastar, de que ya arreglarían cuentas. Una manera de hacer más propia de la mafia que de bancos con alguna conciencia del medio plazo (véase las Confesiones de un ganster económico, de John Perkins, para ahuyentar ingenuidades). La alternativa sería prestar con inteligencia, gastar con inteligencia. La sensatez de los que se sientan a la hora de la cena con la familia a repasar las cuentas. Cualquier persona vinculada al mundo financiero sabe que los pobres son muy buenos pagadores.
Las actuales democracias de partidos han ido degenerando al calor de la degeneración económica. La justificación de la imposibilidad de formas de democracia directa (algo que sólo sería posible, según argumentó el liberal Bobbio, en la polis griega), la comprensión de la democracia como un mercado (las tesis de Anthony Downs), el fin de la historia o las tesis de la tercera vía (Fukuyama y Giddens) que disolvieron las diferencias ideológicas entre la socialdemocracia y los democristianos y liberales, o la reducción de la democracia a fórmulas electorales (hasta el punto en el que el sentido común cree que la culpa de la mala democracia la tiene D´Hondt) cartelizó el sistema de partidos, al punto que los controladores del cártel dejaron de lado el hecho incontrovertible del alejamiento ciudadano de los políticos. Esto les permitió hacer de las elecciones cartas a los reyes magos, crecer como profesión allá donde hubiera el menor nicho de mercado, tomar decisiones irresponsables y, en definitiva, convertirse en rehenes de los grupos que terminaban financiando su modus vivendi (los bancos).
Hoy, una vez más -recordemos el Pacto de Estabilidad, el proyecto de Constitución Europea-, se pretende constitucionalizar el fin de la política socialdemócrata, incumpliendo para ello las reglas constitucionales que reclaman a la soberanía popular su consentimiento. La política, sabemos los politólogos, es conflicto, y la lucha de clases existe aunque los trabajadores estén más entretenidos con la huelga del futbol que con la huelga general.
Que el déficit se convierta en una realidad permanente no es positivo. Estar toda la vida endeudado y pagando intereses no es un proyecto atractivo, salvo para los amigos del sablazo y los que viven de esos intereses. Cuentas equilibradas, en el medio y largo plazo, son una propuesta económica sensata.
Pero si se mira a los últimos treinta años, hay unas preguntas que dirigen la mirada hacia la cara oculta de la luna: ¿por qué de manera invariable la recaudación del impuesto sobre la renta crece mientras la del impuesto de sociedades baja? ¿Por qué las constructoras, en conciliábulo con los poderes públicos, han hecho su agosto, su septiembre y su octubre con obras faraónicas a mayor gloria de su cuenta de resultados? ¿Por qué ha crecido tanto el gasto militar, que además nos lleva a guerras en donde no se nos ha perdido nada que sea nuestro? ¿Por qué se han suprimido impuestos que sólo benefician a los más ricos? ¿Por qué no hay avances sustanciales en la lucha contra el fraude fiscal? ¿Por qué no se persiguen a los paraísos fiscales y a sus inquilinos? ¿Para cuándo la regulación del capital financiero?
El capitalismo es un modo de producción con un comportamiento cíclico. Tiene ciclos de subida y ciclos de bajada. En uno de estos últimos estamos. La propuesta keynesiana es contracíclica: enfriar cuando la inflación es un problema, estimular -con déficit- cuando es menester un «gasto extra» para salir del atolladero. Las políticas de gasto -de gasto social, pero también de ese gasto al servicio de los privilegiados señalado-, junto con el apoyo del grueso de la clase política a la lógica neoliberal, nos han llevado a la situación actual. La solución de Zapatero-Rajoy-Rubalcaba (éste último haciendo un papelón que parecía exclusivo del «digo-Diego de su jefe de Gobierno) pasa por que sean los trabajadores los que paguen el ajuste. Los mercados nos gobiernan y los dos grandes partidos comparten las líneas principales. ¿Hace falta el Parlamento? Para que no haya dudas, se trata de constitucionalizar ese techo. Y, por supuesto, sin preguntar a la ciudadanía, no vaya a ser que esté en contra.
Aumentar el déficit público cuando tenemos dificultades como país tiene claras ventajas. Primero, porque cuando te estás muriendo de hambre, reducirte la ración de alimento sólo te lleva a la muerte. En segundo lugar, si un país -y no los particulares- tiene un problema de deuda, el problema lo tenemos todos. Suelen ser momentos en donde necesitamos ponernos de acuerdo para ver cómo, entre todas y todos, salimos del agujero. Entonces, el país -entero- se sienta a la hora de la cena alrededor de la mesa y decide cómo planear el futuro. Y en vez de reformas constitucionales neoliberales, se plantea que es momento de reinventar el pacto social.
El techo constitucional al déficit es una medida que desecha solventar los problemas atendiendo a las necesidades de las mayorías. La solución que ofrece para solventar la diferencia entre ingresos y gastos pasa casi exclusivamente por reducir el gasto público que beneficia a las mayorías. No tiene otro sentido la constitucionalización del techo del déficit. De ahí que los prestamistas, agazapados detrás del anonimato de «los mercados», celebren esas medidas que esclavizan a la ciudadanía para que pague una deuda que crecientemente va a ver, como en Islandia, como ilegítima. Y que nadie se engañe: si tomas una medida dirigida a que sean los sectores medios y bajos de la población quienes carguen con el peso de la crisis, no busques luego políticas públicas que vayan en otra dirección. Si te maniatan, te ponen una venda en la cabeza y te arrodillan, haces bien en pensar que te van a ejecutar.
Incluir en la Constitución un techo para el déficit público implica buscar soluciones en la tradición neoliberal: subidas de impuestos indirectos, endurecimiento de las condiciones laborales, privatizaciones, venta del patrimonio público o reducciones del gasto social.
Si esta medida viniera acompañada de algún tipo de «acuerdo social», de manera que los grandes capitales, los empresarios, las sociedades de inversión o los bancos dejaran clara cuál va a ser su colaboración, su parte de pago del ajuste, la discusión sería otra (y que no nos vengan con patrañas, como la que están representando esos grandes capitales franceses que, después de haber estado sobornando a políticos para no pagar impuestos, ahora hacen declaraciones afirmando que lo que en verdad arden en deseos de hacer es contrubuir generosamente al erario público). No es extraño que esta medida la presentara hace meses la derecha y que hoy la apoye el PP y CiU.
Lo inexplicable sigue siendo la interminable deriva del PSOE, cada vez más miope ideológicamente. Entendemos la propuesta del techo del gasto proveniente de Angela Merkel, defendida por la derecha europea y española y argumentada desde los centros económicos que han traído la crisis. ¿Pero qué pinta el PSOE en todo esto? Parece la venganza de Bono. La gran coalición entre los dos grandes partidos ya está funcionando. A Borrell, en su propio partido le llamaron Mortadelo, porque se disfrazaba constantemente a ver si le sacaban los medios y superaba el cerco que le hacía su propio partido. Algunos tenemos nostalgia de Rompetechos. ¿Por qué no hay disidencia dentro del socialismo español? Queda cada vez más claro que el PSOE hace tiempo que prefirió ser el tendero de la13, rúe del Percebe.