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Teresita, sin soledad posible

Fuentes: Cubarte

Teresita Fernández, nacida en Santa Clara el 20 de diciembre de 1930, no tuvo hijos biológicos, pero espiritualmente lo son incontables cubanas y cubanos para quienes a lo largo de décadas compuso canciones. Si la orfandad causada a ellos por la muerte de la trovadora es menor, atribúyase a un hecho: su obra continúa y […]

Teresita Fernández, nacida en Santa Clara el 20 de diciembre de 1930, no tuvo hijos biológicos, pero espiritualmente lo son incontables cubanas y cubanos para quienes a lo largo de décadas compuso canciones. Si la orfandad causada a ellos por la muerte de la trovadora es menor, atribúyase a un hecho: su obra continúa y continuará viva, en relación directa con la gratitud y el empeño que ponga su pueblo -individuos e instituciones- para que siga haciéndonos bien a quienes fuimos sus contemporáneos, y a quienes vendrán luego, o ya están llegando, y también necesitarán y deberán merecer que su formación como ciudadanos, su sensibilidad, su condición humana tengan el abono de lo que ella aportó con altura de arte y de alma.

No es el momento para hacer un repaso de su repertorio, ni para alabar la amplia y profunda voz con que ella de modo natural lo interpretaba. Uno y otra han tenido y será justo que tampoco en el futuro les falten ponderaciones acertadas, como las de Cintio Vitier, entre otras. Ahora baste apuntar que lo producido por ella está muy lejos de agotarse en el Gatico Vinagrito, devenido una especie de identificación de su amplio y relevante catauro.

Ahí está la musicalización de textos de Gabriela Mistral -con quien la unían afinidades esenciales: desde la condición de maestra, que ambas honraron- y ese llamamiento a embellecer lo feo, a encontrar la belleza en la humildad de una palangana vieja y de las violetas y el coralillo silvestres. Ella misma era silvestre, no obstante su bien ganado título de pedagoga y sus caminos recorridos dentro y fuera de Cuba.

Y ¿cómo olvidar su proeza de hallar, más que ponerle, la música de un poemario como Ismaelillo, con el cual José Martí inició en las letras de lengua española una transformación estética y de espíritu que no cesa? Quizás la muerte de la trovadora sirva para lograr algo que la habría hecho feliz, y con lo cual soñaba: el rescate de la totalidad de su interpretación de Ismaelillo, aunque para conseguirlo deba emplearse cuanto recurso tecnológico se requiera. Ninguno será más importante y fértil que el amor merecido por el poeta y su entrañable cuaderno, y por la trovadora que tuvo la feliz iniciativa de lanzarlo al aire con su voz y su guitarra. La recuperación de lo hecho por Teresita con aquel «riachuelo» martiano debería asumirlo el país como una labor patria, o matria, y revertiría los descuidos, ajenos a ella, por los cuales tanto sufrió la maestra que cantaba, como solía autodefinirse.

Su tarea con Ismaelillo, poemario que no es asunto etario, remite a las canciones creadas por ella para públicos de todas las edades. Al autor de estas líneas se le perdonará que acuda a la memoria para citar: «Cuando el sol ilumina la tarde, y Dios, / pienso, pienso que soy, soy /como un ave sin rumbo / que ha perdido un amor», dice una de sus hermosas canciones, hoy poco recordada: a veces hasta se ignora que es suya. La popularizó alguien que tenía buena voz, y que no tardó en abandonar el país. Interpretó una versión en la cual, ajena a la autora, se sustituyó «y Dios» por «y yo». Algo similar, pero en sentido contrario, había pasado varios años antes con una de las joyas de José Antonio Méndez, amigo de la trovadora que acaba morir: para hacer aceptable La gloria eres tú al pensamiento dominante entonces, y al mercado, se cambió «desmiento a Dios» por «bendito Dios», y no por voluntad del rey del filin.

Es apenas uno de los hechos que visitan la mente del articulista ante la noticia de la muerte de la patriota que a lo largo de su existencia fue Teresita Fernández, quien vio en el arte un camino de belleza y propicio para cultivar valores espirituales, de esos valores que necesitan la humanidad y, dentro de ella, la nación cubana. Esa artista fue algo muy serio, aunque, a la manera de Samuel Feijoo, villareño como ella, y cuyo centenario se avecina, hiciera todo lo posible para parecer que no se tomaba a sí misma en serio. Pero la «muñeca de trapo» -que, si lloraba, sería supuestamente con lágrimas de aserrín, como dijo en una de sus memorables y muy serias piezas musicales- tampoco podía ignorar que valía en grande, solo que eso le interesaba mucho menos que ser útil en el ámbito de la bondad sincera. ¿Podía no saberse seria y de altura quien tuvo el premio de que Bola de Nieve la viera, con buenos ojos, ocupar el sitio dejado por él en Monseñor?

Con la seriedad que realmente tenía, practicó la solidaridad humana. En su actitud se unían dos legados que abrazó con sinceridad y ardor de misionera: el de Cristo y el de Martí. Quería que eso estuviera por encima de cuanto hacía como trovadora, pero, tras su deceso, quienes no la conocieron personalmente, o no tuvieron noticia de su actitud, lo que podrán seguir disfrutando de ella serán sus excelentes canciones, con valor para seres humanos de todas las edades.

Entre las destinadas a público adulto figura una en la cual la trovadora le dice a alguien querido para ella: «No puede haber soledad para ti mientras yo exista». La orfandad que para tantos seres humanos significa, de algún modo, la muerte de la artista, será menor, o no será, porque nos ha dejado la compañía de sus canciones, y ellas nos convocan a darnos la mano y danzar, y a ser en la danza, no una flor y nada más, sino mucho más. Así se encargaba de decirlo cuando llegaba ese momento de sus Rondas mistralianas, y lo confirmaba en todas sus actuaciones, interpretara lo que interpretase. Y en la vida diaria, que es la mayor ronda.