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Tiempos historicos y ritmos politicos

Fuentes: Rebelión

Intervención en el Coloquio » Pensar con Marx, repensar Marx «, organizado por el Centro de Estudios Livio Maitan, Rome, 26 de enero de 2007

Contrariamente a una idea demasiado extendida, Marx no es un filósofo de la historia. Es más bien, mucho antes que la segunda Consideración intempestiva de Nietzsche, La Eternidad por los Astros de Blanqui, el Clio de Péguy, las tesis de Walter Benjamin sobre el concepto de historia, o del libro póstumo de Siegfried Kracauer sobre la Historia, uno de los primeros en haber roto categóricamente con las filosofías especulativas de la historia universal: providencia divina, teleología natural, u odisea del Espíritu. Esta ruptura hacia las «concepciones realmente religiosas de la historia» está sellada por la fórmula definitiva de Engels en La Sagrada Familia: «¡La historia no hace nada!» Esta constatación lapidaria descarta toda representación antropomorfa de la historia como persona todopoderosa que tira las cuerdas de la comedia humana a espaldas de los seres humanos reales. Esto se desarrolla y presenta en múltiples ocasiones en La Ideología alemana.

La historia no hace nada

Marx y Engels rechazan una visión apologética de la historia según la cual todo lo que llega a ser debía necesariamente producirse para que el mundo sea hoy lo que es, y para que pasáramos a ser lo que somos: «gracias a artificios especulativos, se puede hacernos creer que la historia presente era la meta de la historia pasada.» Este fatalismo del devenir histórico elimina la segunda vez de «los posibles laterales» (según la expresión de Pierre Bourdieu) que no son con todo menos reales (en el sentido de un Reale Möglichkeit) que el hecho realizado, resultante de una lucha incierta.

Esta crítica marxista de la razón histórica y de la ideología del progreso, anticipa la crítica despiadada, hecha por Blanqui, al positivismo como ideología dominante del orden establecido. En sus notas de 1869, en vísperas de la Comuna de París, el irrecuperable insurrecto escribía en efecto: «En el proceso del pasado ante el futuro, las memorias contemporáneas son los testigos, la historia es el juez, y el fallo es casi siempre una injusticia, sea por la falsedad de las declaraciones, o por su ausencia o por la ignorancia del tribunal. Afortunadamente, la llamada permanece abierta, y la luz de los nuevos siglos, proyectada a lo lejos sobre los siglos transcurridos, denuncia los juicios de las oscuridad.» No más que es un deus ex-machina, o un demiurgo, la historia no es entonces un tribunal. Y cuando se pretende tal cosa, no es realmente más que un cenáculo de jueces al servicio de falsos testigos.

En efecto, el llamado al juicio de la historia tiene éxito, como lo escribió Massimiliano Tomba, excluyendo la cuestión de la justicia. Es lo que constataba ya Blanqui: «De su pretendida ciencia de la sociología, así como de su filosofía de la historia, el positivismo excluye la idea de justicia.» Sólo admite la ley del progreso continuo, la fatalidad. Cada cosa es excelente a su hora puesto que toma su lugar en la serie perfeccionamientos. Todo está mejor siempre. Ningún criterio para apreciar lo bueno o lo malo.» Para Blanqui, el pasado sigue siendo pues un campo de batalla sobre el cual el juicio de las flechas, la suerte de las armas, y el hecho realizado no prueban nada en cuanto a la división de lo justo y de lo injusto: «Porque las cosas siguieron este curso, no habrían podido seguir otro. El hecho realizado tiene una potencia irresistible. Es el destino mismo. El espíritu se abruma y no se atreve ya a rebelarse. ¡Terrible fuerza para los fatalistas de la historia, adoradores del hecho realizado! Todas las atrocidades del vencedor, su larga serie de atentados se transforman fríamente, en la evolución regular ineludible, como la de la naturaleza.» Pero «el engranaje de las cosas humanas no es fatal como el del universo: es modificable a cada momento.» Ya que, añadirá Benjamin, cada minuto es una estrecha puerta abierta por dónde puede surgir el Mesías.

A este culto, que hace de la Historia una simple forma secularizada del antiguo Destino o de la Providencia, Marx y Engels oponían, desde La Ideología alemana, una concepción radicalmente profana y desilusionada: «La historia no es sino la sucesión de generaciones que vienen después de las nuestras.» Darle sentido es el asunto de los hombres, y no de los dioses.

Lógicamente, esta crítica de la Razón histórica implica una crítica del concepto abstracto de progreso. Después de La Ideología alemana, Marx raramente hace consideraciones generales sobre la historia. La «crítica de la economía política» está en acto ; en la práctica, esta «otra escritura de la historia», esta escritura profana ya anunciada. Apenas se encuentra, a lo largo de su obra, algunas consideraciones dispersas a este respecto, en particular, algunas notas telegráficas publicadas en la introducción a los Grundrisse. Se trata de notas de trabajo personales (una «nota bene», escribía Marx), una clase de pensamiento no elaborado sino para sí mismo, lanzado al papel en un estilo sucinto y a veces enigmático.

Dos de estas ocho breves observaciones merecen una atención especial. En la sexta, Marx recomienda «no tomar el concepto de progreso bajo la forma abstracta habitual», sino tener en cuenta «el desarrollo desigual» entre las relaciones de producción, las relaciones jurídicas, los fenómenos estéticos; tener en cuenta, por lo tanto, los efectos del contratiempo y la no contemporaneidad. En la séptima, más lapidariamente aún, tiene en cuenta que su concepción de la historia «aparece como un desarrollo necesario» (destacado por sí mismo), precisando inmediatamente: «Pero justificación del azar. Cómo. (De la libertad, etc., también). Influencia de los medios de comunicación. La historia universal no siempre ha existido; la historia como historia universal es un resultado.» Se trata de dialectizar efectivamente la necesidad en su relación con la contingencia, sin la cual no habría ya ni historia ni acontecimiento. La historia universal ya no es entonces una teodice, sino un devenir, una universalización efectiva de la especie humana, a través de la universalización de la producción, la comunicación, la cultura, como lo afirmara ya en el Manifiesto del Partido comunista.

Esta problemática está nuevamente confirmada en la famosa carta de 1877 en respuesta a los críticos rusos, en la cual Marx rechaza «el pasar por una teoría histórico-filosófica general, cuya suprema virtud consiste en ser suprahistórica». Este pasar por un sentido de la historia que se sobrepondría a la historia real, a sus luchas y sus incertidumbres, se inscribe en efecto en la continuidad de las grandes filosofías especulativas con las cuales se rompió desde hace tiempo. Y esta ruptura teórica no deja de tener consecuencias prácticas. En una historia abierta, no hay más, entonces, norma histórica preestablecida, del desarrollo «normal», oponible a anomalías, desvíos o malformaciones. Las cartas a Vera Zassoulitch, previendo para Rusia desarrollos posibles distintos que le evitarían recorrer el camino de la cruz del capitalismo occidental, son la prueba. Abren la vía al estudio de Lenin sobre el desarrollo del capitalismo en Rusia y a las tesis de Parvus y Trotsky sobre el desarrollo desigual y combinado.

Contra las filosofías especulativas de la Historia universal y su temporalidad «homogénea y vacía», la crítica de la economía política, de los Manuscritos de 1844 a El Capital, pasando por los Grundrisse, se presentan pues como una conceptualización del tiempo y los ritmos immanentes a la lógica del capital, como un escuchar el pulso y las crisis de la historia [ 1 ]. Marx, resumido así por Henryk Grossman, «debe forjar en primer lugar todas las categorías conceptuales relativas al factor tiempo: ciclo, rotación, tiempo de rotación, ciclo de rotación «.

Esta crítica radical de la razón histórica siguió siendo sin embargo parcial, propiciando así los malentendidos e incluso los contrasentidos que se pueden formular con las expresiones a veces contradictorias del propio Marx. Estos equívocos proceden en gran parte de la gran cuestión estratégica irresuelta: «¿cómo los proletarios, a menudo descritos en El Capital como seres mutilados física y mentalmente por el trabajo, podrían transformarse en clase hegemónica en la lucha para la emancipación humana?» La respuesta parece residir en la apuesta sociológico según la cual la concentración industrial implicaría el crecimiento y la concentración correspondientes de proletariado, un nivel creciente de resistencia y organización, que se traduciría en una elevación del nivel de conciencia hasta que la «clase política» se incorpore finalmente a la «clase social», pasando de clase en sí a clase para sí. Esta secuencia lógica permitiría a la «clase universal» solucionar el enigma estratégico de la emancipación.

El siglo veinte no quiso confirmar esta visión optimista que permitía a algunos atribuir a Marx una teoría determinista de la historia. Sus argumentos estaban principalmente apoyados en:

El formalismo dialéctico tal como figura en el penúltimo capítulo del Libro I de El Capital sobre la negación de la negación. Tomó por dadas tales simplificaciones que Engels debió, en el AntiDühring, corregir, aunque no solamente las interpretaciones abusivas, sino en cierta medida el propio espíritu;

«¿Qué papel juega en Marx la negación de la negación?» No pretede «demostrar ahí la necesidad histórica: al contrario, es después de haber demostrado a la historia cómo es en realidad, en donde el proceso en parte se ha realizado y en parte debe inevitablemente realizarse aún, que Marx lo designa como un proceso que se realiza según una ley dialéctica determinada.» Este comentario del texto parece sin embargo desconcertante. La consecuencia queda más clara: «¿Qué es entonces la negación de la negación? Una ley de desarrollo de la naturaleza, la historia, el pensamiento, extremadamente general, y precisamente para eso revestida de un alcance y de un significado extremos (…) Va de suyo que no dice nada de la totalidad del proceso de desarrollo particular cuando se dice que es una negación de la negación «: si ella «consiste en este pasatiempo infantil de poner y de eliminar alternativamente, o de establecer alternativamente que es una rosa y que no es una rosa, no resulta nada más que la tontería de aquellos que se dedican a estos aburridos ejercicios».

La controversia reenvía así al concepto de necesidad, tal como puede ser interpretada, a partir principalmente de la Introducción de 1859, como una necesidad mecánica, mientras que en buena lógica dialéctica, es indisociable de la contingencia que la duplica como su sombra; pero el hecho es que a veces es difícil aclarar si Marx utiliza el concepto de necesidad en un sentido profético o en un sentido performativo.

El gran cambio

Para evaluar estas interpretaciones, los escritos políticos sobre la lucha de clases en Francia, la colonización inglesa en la India, las revoluciones españolas, o la Guerra de Secesión, son ciertamente más útiles que las especulaciones lógicas. El carácter central de la lucha de clases y sus salidas inciertas exigen en efecto una parte de contingencia y un concepto no mecánico de causalidad, una causalidad abierta cuyas condiciones iniciales determinan un campo de posibles sin determinar mecánicamente cuál triunfará. La lógica histórica aparece entonces vinculada aún más con el caos determinista que con la física clásica: no todo es posible, pero existe una pluralidad de posibilidades reales entre las cuales la lucha actúa.

Aquí aún es necesario recurrir al Blanqui de La Eternidad por los Astros para quien, después de las derrotas recurrentes de 1832, 1848, 1871, «solamente el capítulo de las bifurcaciones» se mantiene «abierto a la esperanza». De un uso poco común en la época, este término de ‘bifurcación’ prometía tener un brillante futuro en el vocabulario de la física cuántica como en el de las matemáticas de la catástrofe de René Thom.

En la época de las guerras y las revoluciones, esta concepción de una historia donde el pasado condiciona el presente sin determinarlo mecánicamente, se reforzó en el perído de entreguerras a través de las marchas teóricas paralelas de Gramsci y Benjamin. El primero destaca: «realmente, no se puede prever científicamente sino la lucha, y no sus momentos concretos». Añade: «Solamente la lucha, y no su resultado inmediato, sino aquello que se expresa en una victoria permanente dirá lo que es racional o irracional». La salida de la lucha, pero no una norma preestablecida, determinaría entonces la racionalidad del desarrollo. Pero esta salida no se limita al resultado inmediato, a las victorias y a las derrotas, que pueden revelarse, en la prueba de la duración, como simples episodios. No pueden establecerse sino retrospectivamente, a la luz «de una victoria permanente». ¿Qué es entonces la victoria permanente en una historia abierta, en una lucha que, a diferencia de los juegos en la teoría del mismo nombre, no conoce ningún «final de partida» ? ¿Qué es lo vencido permanentemente, si, como dice Blanqui, «la llamada está siempre abierta»?

En Benjamin, para terminar con los arrullos anestesiantes de la historia, con los engranajes y las ruedas dentadas del progreso, con el Juicio Final del tribunal de la historia, la relación entre historia y política definitivamente se invierte. Se trata en adelante de abordar el pasado «no como antes, de manera histórica, sino de manera política, con categorías políticas». Y más lacónicamente: «la política precede en adelante historia». La frase parece hacer eco, y sacar las consecuencias, a la de Engels según el cual la historia no hace nada. Resulta una reordenación radical de semántica del tiempo histórico. El presente no es más un eslabón transitorio que se engrana en la secuencia del tiempo. El pasado no contiene ya en germen al presente, el futuro no más su destino. El presente es el tiempo por excelencia de la política, el tiempo de la acción y la decisión, donde se juega y rejuega permanentemente el sentido del pasado y el del futuro. Es el tiempo del desenlace n entre una pluralidad de posibles. Y la política que precede en adelante a la historia es este «arte precisamente del presente y el contratiempo» (Françoise Proust), es decir, un arte estratégico de la coyuntura y el momento propicio.

Historia y estrategia

Si se restablece la primacía de la política sobre la historia, esta inversión no dice, no obstante, lo que ocurre de su relación invertido. Con la pulverización postmoderna de los relatos y además del tiempo histórico, ciertos discursos teóricos retienen la idea de una política desarraigada de todas las determinaciones y condiciones históricas, que se reduciría en adelante a una yuxtaposición de acciones día a día, de secuencias flotantes, sin vínculo lógico ni continuidad. Este estrechamiento de la temporalidad política en torno a un presente transitorio siempre reiniciado tiene por consecuencia excluir todo pensamiento estratégico, simétricamente a la manera en que lo hicieran las filosofías de la historia.

Gran aficionado de los escritos y juegos estratégicos, Guy Debord subrayó con energía el vínculo entre una temporalidad histórica abierta y un pensamiento estratégico capaz de desplegarse en la duración, y de integrar a sus cálculos probabilísticos una parte irreducible de contingencia efectiva. Afirmaba así que un partido o una vanguardia, en los que el proyecto sufriría de un grave déficit de conocimientos históricos no podría ya orientarse o «ser conducirse estratégicamente.»

Las derrotas acumuladas en el siglo de los extremos oscurecieron el horizonte de la esperanza y congelaron la historia en la desgracia. El tiempo está en el zapping, es rápido, quick, fast, e instantáneo. El tiempo estratégico se pulveriza, se divide en episodios anecdóticos. La rehabilitación saludable del presente se transforma así en el culto a lo transitorio y lo perecedero, en una sucesión de hechos sin pasado ni futuro: «Un eterno presente se impone, hecho de instantes efímeros que dan prestigio a una ilusoria novedad, pero no hacen más que sustituir siempre más rápidamente, lo mismo con lo mismo.» (Jérôme Baschet)

El hecho es que las resistencias inmediatas a la Contra-Reforma liberal carecen a menudo de interés y de cultura histórica. La moda estructuralista de los años 60 ya había conducido a tratar el relato histórico como el pariente pobre de las «ciencias humanas». El gesto platónico reivindicado hoy por Alain Badiou tiende a absolutizar al acontecimiento para hacerlo el acto fundador de una «secuencia» autónoma, cerrada por un «desastre», sin antecedentes ni consecuencia. El imperativo categórico de una resistencia estoica que va con el aire de los tiempo acepta entonces el eximirnos de las interrogaciones sobre los encuentros fallidos de la historia pasada como proyectos y sueños hacia adelante. Carpe diem. No hay futuro. «Punto de día siguiente», ya escribían los libertinos del siglo XVIII (en este caso Dominique Vivant de Non).

A la pretensión «de hacer la historia» (otra manera de decir al contribuir a la realización de un fin programado), Hannah Arendt oponía la incertidumbre de la acción política. La sustitución de la historia por la política eludía en efecto a sus ojos la responsabilidad de la acción frente a «la contingencia deplorable de lo particular». La desfatalización de la historia, provocada a partir de la Primera Guerra Mundial por el hundimiento de los mitos del progreso, podía sin embargo revestir varias formas: la de una decisión incondicional en Schmitt; la de la irrupción mesiánica en Benjamin; y finalmente la del acontecimiento milagroso en Arendt: «Sola algo como una clase de milagro permitirá un cambio decisivo y saludable.» Todos se exponen a la tentación de absolutizar el acontecimiento.

El acontecimiento hizo un retour en force, un regreso imprescindible en las retóricas postesctructuralistas, pero la espera de un acontecimiento redentor, incondicionado, surgido del Vacío o la Nada (¿de la eternidad?) se vinculó completamente con el milagro de la Inmaculada Concepción. Esta esperanza de un acontecimiento absoluto y el «radicalismo pasivo» del viejo socialismo «ortodoxo» de la II Internacional podían entonces juntarse de manera inesperada: la revolución, como lo decía Kautsky, no se prepara, no se hace. Ocurre simplemente a su hora, según una ley casi natural, como una fruta madura, o como una divina sorpresa que simplemente acontece. Bien lejos de las exigencias de la revolución permanentemente o de la continuidad estratégica de la acción partidaria de Lenin, la escasez de la política, en autores como Badiou o Rancière, es el corolario de la escasez de estas irrupciones.

El tiempo roto de la estrategia

La revolución en la revolución, asociada al nombre de Lenin, promueve al contrario y hasta sus últimas consecuencias la ruptura con una representación del tiempo del reloj, «homogéneo y vacío», según el cual se supone engranado a la serie del progreso. El tiempo estratégico está lleno de nudos y de giros, de aceleraciones súbitas y probadas disminuciones, de saltos en la continuidad y de saltos hacia atrás, de síncopes y contratiempos. Las agujas de su cuadrante no giran siempre en el mismo sentido. Este es un tiempo roto, ritmado por la crisis y los instantes propicios actuar (como lo testimonian las notas de Lenin que urgían el 17 octubre a los dirigentes bolcheviques a tomar la iniciativa de la insurrección mañana o pasado mañana, ya que después sería demasiado tarde), ya que sin eso la decisión no tendría más sentido, y el papel del partido se reduciría al de un pedagogo que acompaña la espontaneidad de las masas, y no sería un estratega organizando la retirada o la ofensiva, según los flujos y reflujos de la lucha. Esta temporalidad de la acción política tiene su vocabulario propio: el período, concebido en sus relaciones con el antes y el después de los que se distingue; los ciclos de movilización (a veces a contratiempo de los ciclos económicos); la crisis donde el orden fracturado abre un abanico de posibles; la situación (revolucionaria) donde se disponen los protagonistas de la lucha; la coyuntura o el momento favorable que debe entender «la presencia de ánimo» necesaria para todo estratega. La gama de estas categorías permite articular, en vez de disociar, el acontecimiento y la historia, lo necesario y lo contingente, lo social y la política.

Sin tal articulación dialéctica, la idea misma de estrategia revolucionaria estaría vacía de sentido, y no seguiría siendo más que «el socialismo fuera del tiempo» (Angelo Tasca), caro a las Pénélopes parlamentarias.

Réquiem por el tiempo presente

¿De dónde venimos? De una derrota histórica, es necesario admitirlo y tomar conciencia de ello, de la cual la contra-ofensiva liberal del último cuarto de siglo es tanto la causa como la consecuencia y su coronamiento. Algo se acabó con el cambio de dirección del siglo, entre la caída del Muro de Berlín y el 11 de septiembre. Algo… ¿Pero que? ¿El «corto siglo veinte», y su ciclo de guerras y revoluciones? ¿El tiempo de la modernidad? ¿Ciclo, período, o época?

Fernand Braudel distingue tres tipos de duración:

El acontecimiento, que es «el más caprichoso y más engañoso», inasible (¿increíble?) por las ciencias sociales;

La «larga duración» de los movimientos económicos, demográficos, climáticos;

El ciclo, o la coyuntura, de cerca de una decena de años, y que establecería un vínculo entre el acontecimiento y la estructura, el tiempo largo y el tiempo corto.

Esta temporalización tiene el inconveniente de establecer en una misma temporalidad histórica una pluralidad de tiempos sociales discordantes, sin aclarar las otras modalidades de tiempos que simplemente describen su combinación y su conexión. Esta unificación del tiempo histórico tiende así a cancelar los efectos de los contratiempos y la no contemporaneidad.

Entonces: ¿final del corto siglo veinte o final del siglo de los extremos? ¿Cambio de período o cambio de época? ¿Derrota histórica de las políticas de emancipación o simple alternancia de los ciclos de movilización? Sólo, destaca Hans Blumenberg, la época moderna se pensó como época, según la nueva «semántica de los tiempos históricos» analizada por Reinhardt Koselleck. No es en efecto la propia historia -que, recuerden por última vez, no hacen nada- la que señala el freno, la que recorta el tiempo o fecha el acontecimiento, sino aquello que se observa a posteriori: «Un cambio de dirección de la época es un límite imperceptible que no está vinculado a ninguna fecha o acontecimiento destacado.» Los hombres hace la historia, pero no hacen la época. Representación construida de una secuencia histórica, la delimitación de una época permanece entonces indefinidamente en litigio, así como lo ilustran las distintas fechas de la «modernidad». En cuanto «a la frágil unidad de un período», Kracauer lo compara a una sala de espera de una estación, donde no se establecen encuentros azarosos o aventuras pasajeras. Más que el emerger del tiempo, se instaura una relación paradójica entre la continuidad histórica que representa y las rupturas que implica.

De época, de período, o de ciclo, el alcance del cambio de dirección en curso no se determinará a la luz de lo que, confusamente, comienza. ¿Después de la «Belle époque», del entre-guerras, y la «guerra civil europea», de los Treinta gloriosos y la guerra fría, la Restauración liberal, qué? Una reorganización política se dibuja. La globalización mercantil y la guerra infinita producen nuevas escalas espaciales, una nueva configuración de los sitios y lugares, nuevos ritmos de la acción. Uno nuevo paradigma quizá, al cual no conviene ciertamente titular de posmoderno, porque la palabra parece inscribirse en una sucesión cronológica y la manía estéril de los «postismos».

No es entonces más que un principio de eso que percibimos todavía apenas, entre el frágil «ya no más» y el «todavía no». Será largo, anunciaba al profeta Jeremías.. Pero «el futuro dura mucho tiempo». Otro mundo es necesario. Es urgente volverlo posible antes de que el viejo mundo nos obstruya y arruine el planeta.

Notas :

[1] Ver Henryk Grossmann, Marx, l’économie politique classique et le problème de la dynamique, Paris, Champ Libre; Stavros Tombazos, Les temps du capital, Paris, Cahiers des saisons, 1995.

Traducción : Andrés Lund Medina