«No hay narración, por admirable que sea, que se sostenga sin las vértebras de una investigación cuidadosa y certera, así como tampoco hay investigación válida, por más asombrosa que parezca, si se pierde en los laberintos de un lenguaje insuficiente o si no sabe cómo retener a quienes la leen, la oyen o la […]
«No hay narración, por admirable que sea, que se sostenga sin las vértebras de una investigación cuidadosa y certera, así como tampoco hay investigación válida, por más asombrosa que parezca, si se pierde en los laberintos de un lenguaje insuficiente o si no sabe cómo retener a quienes la leen, la oyen o la ven. Solas, una y otra son sustancias de hielo. Para que haya combustión, necesitan ir aferradas de la mano», en estos términos definía Tomás Eloy Martínez el estrecho vínculo entre el periodismo de investigación y la literatura, actividades que practicó con maestría. Su muerte, el último día de enero pasado, repercutió en toda la prensa mundial. Hasta el final de sus días mantuvo una mirada atenta sobre el mundo, como puede leerse en su última columna, Desafíos de la cultura narco , dictada con enorme dificultad y que reproducimos en Sin Permiso. Llegó al fin de sus días con la lucidez y el coraje que lo llevó a Trelew para investigar la masacre de agosto de1972. Gracias a su trabajo conocimos en ese mismo tiempo – y conocerán las posteriores generaciones – qué había ocurrido allí con esa matanza, que anticipaba dramáticamente lo que vendría poco después con la Triple A y la dictadura militar de 1976. Y también, en ese mismo libro, La pasión según Trelew, relató magníficamente una rebelión popular, que como otras grandes movilizaciones de esos días tumultuosos, sin la pluma de Tomás, habría quedado sólo en la memoria colectiva de una pequeña ciudad.
Así lo recuerda su amiga Susana Viau (Red. de Sin Permiso)
Un hombre que sabía celebrar la vida
Decía que de sus obras quería especialmente una «novelita» -el diminutivo le pertenece- que había publicado entre La novela de Perón y Santa Evita, para limpiar el paladar de personajes tan grandes. La mano del amo, la tituló, y está al alcance de quien quiera leerla. La última vez que nos vimos, hace poco más de una semana, me gustó darle la razón: también yo prefiero La mano del amo, el mito sobre el que fundó su punto de vista sobre la vida y la literatura: «A Madre, para que no vuelva / a quemar lo que escribo». Hablamos precisamente de ella, de su madre -que a su modo extraño siempre había estado pendiente de lo que él escribía-, y de su padre, menos interesado en sus libros (según su relato) que en su afecto.
Detrás de esas menciones solía colarse toda una constelación de personajes tucumanos, como el tío tartamudo que lo llevaba a ver el fútbol y gritaba los goles con una demora que provocaba las burlas de la hinchada. Durante la comida -alrededor de la mesa estaban su hijo Gonzalo y su primo Oscar-, le avisaron que su hermano había llamado preguntando si podía pasar a verlo. «¡Cómo no va a poder pasar, si es mi hermano!», contestó. Sentí que le había dado a la palabra «hermano» una extraña densidad.
Alguna vez lo escuché quejarse de que había llegado tarde a la literatura: que el periodismo, la salida rápida con que se ganaban la vida los que soñaban con ella en el siglo pasado, le había devorado muchos años y mucha fuerza. Había escrito su primer cuento en la infancia, cuando le prohibieron ir al cine y leer libros porque se había escapado a ver una función de circo. Pero también le agradecía al oficio la convivencia formadora con los correctores de La Gaceta de Tucumán y la mudanza a Buenos Aires. En la ciudad donde murió el domingo a la noche, Tomás fue central para la avanzada de la modernización del periodismo en Primera Plana, Panorama y La Opinión. Desde Pri-Pla, así la llamábamos, con una tapa dedicada a «América, la gran novela», le dio identidad a lo que se insinuaba como «el boom de la literatura latinoamericana». Hay quienes dicen que ese fenómeno nunca existió. En todo caso la fórmula fue suya. Un paraguas bajo el que se guarecieron García Márquez, Onetti, Cortázar, Fuentes, Donoso, Vargas Llosa o el recuperado Felisberto Hernández. Tomás fue, a la vez, padre e hijo del boom.
En esa cresta de la ola estaba cuando le preguntó al mar, literalmente, si la vida valía la pena. Salió de esa crisis con el deseo de escribir Sagrado, su primera novela, que publicó en 1969 y nunca quiso reimprimir. «Fue apenas un ejercicio», explicaba, y en nuestra última charla insistió en esa idea. Menos suyo, más público, fue su libro siguiente: La pasión según Trelew. En 1973 narró la masacre de dieciséis guerrilleros en la base Almirante Zar y la rebelión popular -el estado de comuna- que siguió en la ciudad. Al valor simbólico del libro se sumaron los avances de una investigación judicial sobre delitos que se creían olvidados.
Por esa obra, que disgustó a la Triple A, debió exiliarse en 1975. Escribía cartas a los cuatro hijos que había dejado en Buenos Aires. Lugar común la muerte -una recopilación de sus narraciones periodísticas que después fotocopiaron un par de generaciones de estudiantes- lo dedicó a los dos pequeños que volvieron a la Argentina con su madre. En Caracas, donde debió quedarse durante la última dictadura, conoció a Susana Rotker, la madre de su hija menor. La niña nació en Washington, mientras él terminaba La novela de Perón con una beca del Wilson Center.
Entonces le cayó la fama. El juego entre realidad y ficción que había marcado el eclipse de Saint-John Perse en Lugar común la muerte (donde él supo contar como ficción la realidad) o su entrevista a Juan Domingo Perón interrumpida por su mucamo José López Rega (donde la realidad nacional se empecinó en tomar la forma de la ficción), trabajo que años después publicaría en Las vidas del general, iniciaron una voz literaria que crecería hasta volverse singular.
Si Santa Evita -otro juego en el que usó la matriz verosímil del periodismo para contar una ficción- le dio la popularidad en su país y en las treinta y seis lenguas a las que fue traducida, Purgatorio, su última novela, funde los dos territorios. El narrador vive en el pueblo de New Jersey donde vivió Tomás; es un escritor argentino que enseña literatura en la Universidad de Rutgers como él; los médicos que lo tratan son los que lo trataron a él. La enfermedad lo preocupa como lo preocupaba a él. La literatura cumple el mismo papel que cumplía para él: «Escribir siempre fue para mí un acto de libertad, el único por el que mi yo se pasea sin rendir cuentas», dice el narrador. «Quiero ver qué hay al otro lado de las palabras, en los paisajes que no se ven, en los relatos que desaparecen a medida que los despliego».
Un silencio prolongado separó Santa Evita (1995) de El vuelo de la reina (2002), dedicado a su última esposa, Gabriela Esquivada. Pero desde entonces volvió a publicar -El cantor de tango, Purgatorio– y exploraba en estos días el otro lado de las palabras en una historia del Olimpo desde los dioses griegos hasta el centro clandestino de detención de Floresta.
A fines de 2005 contó en una columna, «Con los ojos abiertos», la historia de una mujer que, al enterarse de que le quedaban semanas de vida, organizó una fiesta para celebrar la experiencia de haber pasado por este mundo y para despedirse de sus amigos. «Yo también quiero esperar la muerte con los ojos abiertos», me comentó cierto día, en una larga conversación telefónica hablando de esa nota y de la enfermedad. Tenía muchos motivos para celebrar su vida. Habíamos tenido tiempos, gente, entusiasmos, afectos y desafectos comunes. Incluso compartimos la aparición de algunos males. Fue a raíz de esa coincidencia infeliz que un mediodía me contó de su nefrectomía y del viaje interminable hacia el quirófano, boca arriba en la camilla. Pensaba, me dijo, en la posibilidad de flaquear ante la muerte y en el dilema de Pascal. «¿Y al final rezaste?», le pregunté, y con esa carcajada medida que lo caracterizaba me contestó que no. Me estaba enseñando algo.
Lejaim, por la vida, Tomás. Porque no hay otra, pero la tuya está tramada en tus libros. Allí la encontrarán los que no te conocen cuando los que te conocimos no estemos para recordarte. Los datos indican: Tomás Eloy Martínez, 16 de julio de 1934 – 31 de enero de 2010. Pero hay otros puntos de vista.
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