Los altos honores con los que acaba de ser enterrado uno de los torturadores de Joxe Arregi, el comisario Juan Antonio Gil Rubiales, han vuelto a dejar en evidencia cuál es la triste y cruel realidad de la tortura en el Estado español. Una realidad que no sólo ha quedado reflejada en el descarado caso […]
Los altos honores con los que acaba de ser enterrado uno de los torturadores de Joxe Arregi, el comisario Juan Antonio Gil Rubiales, han vuelto a dejar en evidencia cuál es la triste y cruel realidad de la tortura en el Estado español.
Una realidad que no sólo ha quedado reflejada en el descarado caso de dicho torturador sino en el de absolutamente todos los policías encausados en su día por torturarlo hasta la muerte, pues todos ellos han ocupado u ocupan cargos de alta responsabilidad tras aquel horrible crimen.
Cuando Joxe Arregi fue ingresado, el 13 de febrero de 1981, en la Prisión-Hospital de Carabanchel estaba reventado. Sólo logró sobrevivir unas horas, y la filtración de las fotos de su autopsia sobrecogió a la opinión pública internacional, quedando Euskal Herria absolutamente paralizada por una huelga general.
Debido al inmenso escándalo, las autoridades españolas no tuvieron otro remedio que ordenar abrir diligencias, y aunque se demostró que los policías implicados en las torturas fueron al menos 73, tan sólo encausaron a cinco: Juan Antonio Gil Rubiales, Julián Marín Ríos, Juan Luís Méndez, Juan Antonio González García, y Ricardo Sánchez. Los nombres de los 68 restantes no fueron dados a conocer.
A pesar de tal manga ancha, los responsables policiales presentaron masivamente la dimisión de sus cargos, en una operación concertada de protesta, y la jerarquía del Ejército también presionó cuanto pudo, con lo que consiguieron que sólo los dos primeros fueran procesados. Y seguro que siguieron presionando pues ambos fueron absueltos en los dos primeros juicios.
Finalmente, casi nueve años después de los hechos, el Tribunal Supremo se vio obligado a condenarlos, al ser irrebatible que las quemaduras en las plantas de los pies le fueron causadas en comisaría. Eso sí, la pena fue, como en todos los casos similares, totalmente irrisoria y no supuso obstáculo alguno para que ambos alcanzaran años después el máximo cargo en la escala policial: el de comisarios principales.
Y eso que el torturador recientemente muerto y enterrado con todos los honores, Gil Rubiales, fue sorprendido en Iruñea, junto a otros once policías de paisano, cuando golpeaban con cadenas y bates de béisbol a los manifestantes que mostraban en 1985 su indignación tras la aparición del cadáver de otro torturado hasta la muerte, Mikel Zabalza.
E l segundo condenado, Julián Marín, está destinado desde hace años como Agregado de Interior en la embajada de Quito, en Ecuador, donde fueron salvajemente torturados por policías españoles los refugiados Angel Aldana y Alfonso Etxegarai. Allí estuvo también huido uno de los inculpados por la muerte de Santi Brouard, el narcotraficante Lu í s Morcillo, que utilizó para ello, según declaró ante el juez el periodista Manuel Cerdán, un pasaporte facilitado precisamente por el Ministerio del Interior español.
L os otros tres policías inicialmente encausados también escalaron rápidamente en el escalafón: Juan Luís Méndez, ya comisario en 1988, era Jefe de la Brigada Provincial de Seguridad Ciudadana de Madrid en el 94, y las carreras policiales de los dos restantes han estado siempre muy unidas ocupando ambos cargos muy importantes.
Cuando Juan Antonio González García dirigía, a mediados de los 90, la Brigada Central de Policía Judicial, Ricardo Sánchez era inspector-jefe de la misma y cuando el Gobierno socialista lo ascendió en 2004 a un puesto de capital importancia, la dirección de la Comisaría General de la Policía Judicial, nombró de inmediato al segundo como responsable de una unidad especial creada por él mismo para la resolución de desapariciones de origen criminal.
Luego, de los cinco policías encausados por aquel horrible crimen no hay tan solo uno que no haya ocupado con posterioridad puestos de alta responsabilidad en la Policía española. Y si ése es el caso de los cinco mencionados, ¿quién puede pensar que no haya pasado otro tanto con los restantes 68 policías, cuyos nombres se desconoce?
Ésta es la triste y cruel realidad de la descarada impunidad de la que gozan los torturadores en el Estado español: no sólo no reciben en absoluto el castigo que demandan insistentemente todos los organismos internacionales, sino que son ascendidos hasta el máximo grado en el escalafón, condecorados una y otra vez, ensalzados como ejemplo a seguir… y enterrados con todos los honores.
¡¿Hasta cuándo?!
Xabier Makazaga es miembro de Torturaren Aurkako Taldea