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Trabajador, apéndice y ambición

Fuentes: Rebelión

El trabajador representa un solo punto en el continuo en que consiste el proceso de producción, lo que significa que su actividad se encuentra limitada y restringida en relación al proceso de producción en su totalidad, el cual le sobrepasa. Por consiguiente, la finalidad de la posición profesional que cada cual ocupa en dicho proceso es la de hacer funcionar exclusivamente su parte.

Si hay “éxito”, dicha finalidad dará progresivamente lugar a una mayor comprensión práctica de en qué consiste el satisfactorio cumplimiento de la misma, o sea, a una mayor y progresiva especificación o conocimiento del detalle de la función que cada cual juega. Dicha especificación es de carácter circunspecto, es decir, que se refiere por principio a la propia función, en la medida en que el proceso de producción opera de tal modo que resulta del todo innecesario conocer nada más que esta.

Entonces ¿Qué es lo que real y consecuentemente puede ambicionar un trabajador? O una alternativa o una mayor especialización de la función que sea que ejerza. La ambición resulta así muy contraria a la representación psicológica que de común opera. La ambición no es amplitud, conocimiento de conjunto, abarcamiento. La ambición es estrechamiento, miniaturización, perfeccionamiento de la huida al respecto de la realidad global que determina y que explica la razón de cada una de las funciones productivas. Es empobrecimiento intelectual, el cierre de la posibilidad de entender la razón de porque uno produce lo que produce, de comprender la motivación general de las relaciones de producción en las que uno se halla incluido, esto es: la política en un sentido fuerte, una que está más allá del sálvese quien pueda de las crisis y de las fruslerías diarias.

La engañosa representación psicológica tras la utilización del término “ambición”, que confunde ensanchamiento con estrechamiento de miras, cumple con la función ansiolítica de justificar el intercambio de conciencia por inconciencia, sobre todo para aquellos que posean por carácter un saludable espíritu de grandeza.

Un engaño que, por cierto, no se resuelve por medio de la jerarquía de funciones profesionales ni del poder dentro del sistema. Pretender u ostentar efectivamente un puesto de dirección no salva a uno de una praxis productiva estrecha y por ende ignorante de aquello que la sobrepasa, en tanto que el que dirige, dirige, cualitativamente hablando, tanto como un operario de una empresa de automoción dirige la tuerca, es decir, que aquel toma decisiones igualmente según el contexto productivo que lo engloba, y mejor las tomará cuanto mejor se atenga a dicho contexto, siendo ambos movidos mecánicamente por el mercado, del cual nadie es responsable dada la incomunicación recíproca de sus agentes. Si hay, en relación a lo dicho, alguna distinción entre un directivo, en un sentido amplio de la palabra, y un trabajador, es que aquel debe no solo subordinarse del mismo modo al mercado, sino además parecer que cuenta con algún poder disruptivo que alimente la fe en que la empresa es, no por el trabajo sino por la “visión”, en realidad un panal de miel, una libertad verdadera asociada a la suma de ingenio y de poder.

En lo que hay, entonces, verdadera ambición y grandeza, es en sobrepasar toda función estrecha y particular, en perseguir una función de dirección al respecto de la producción en general, una función de dirección que en ningún caso puede ser prerrogativa exclusiva de nadie, sino universal, en tanto que, siendo que la producción es producción de cosas para el consumo humano, es que son todos y cada uno de los seres humanos los que en virtud de lo dicho tendrían que progresar en su participación consciente, tal y como en su momento el más miserable de los campesinos salió de la provincia, de la tutela del señor y del obispo, para incorporarse a un parlamento de pretensiones omnímodas.