Un país que es capaz de alojar, dar de comer y divertir a noventa millones de visitantes pero es incapaz de dar vivienda a quienes viven en él, es un país fracasado, roto, inconstitucional.
Desde hace algunos años, desde que los vuelos baratos inundaron los cielos expulsando de ellos a las aves que tenían la exclusividad de las alturas, el turismo se ha convertido en una actividad en extremo peligrosa para los países de acogida. Viajar, en muchos casos, ya no es un acto volitivo que busca conocer culturas diferentes o el descanso merecido, sino un acto compulsivo muchos veces guiado por las ofertas de las empresas de aviación que ofrecen para este fin de semana o el mes de junio un vuelo a Budapest por menos de lo que te cuesta el tren de cercanías, de tal manera que la mayoría de las más hermosas ciudades europeas son hoy infiernos de turistas en busca de la selfi adecuada para colocar en redes sociales y demostrar que sí, que tu también has estado ahí.
La historia de la humanidad no se podría escribir sin los viajes ni los viajeros. Ulises abandonó Itaca para ir a la guerra de Troya y meter un caballo entre sus muros. No supo o no quiso volver mientras Penélope, que lo esperaba ansiosa, tejía y destejía para evitar casarse con alguno de los pretendientes que la acosaban noche y día. Ulises se enfrentó a cíclopes, dioses, al canto de las sirenas, pero no regresó a la tierra que le vio nacer. Don Quijote sólo lo hizo una vez derrotados sus sueños, después de desfacer entuertos y crearlos, de liberar galeotes y de ser apaleado, cuando se desvanecieron sus fuerzas ante el peso de la realidad. Los viajes sirvieron a lo largo de tiempo para enriquecer reinos y personas, para expandir la ciencia, descubrimientos e inventos, para llevar el arte nuevo a los rincones más ignotos, para agrandar los saberes, también para someter a pueblos que luego, ya esclavizados, trabajarían más allá del sol para enviar riquezas y materias primas a la metrópoli que luego sería rica y poderosa.
Hasta la Segunda Guerra Mundial, los viajes por placer eran cosa de la aristocracia y la alta burguesía. Viajes minoritarios que tenían unas cuantas ciudades por destino en las que mostrar su éxito, su poder y su capacidad para el lujo y el despilfarro. Fue después de la contienda que asoló Europa, cuando se encaró la reconstrucción de las grandes y bellísimas ciudades destruidas por el capitalismo, cuando las clases trabajadoras quisieron ver el mar, tomarse un polo y dormir en una cama que hiciesen otros. Durante las décadas de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, millones de personas quisieron huir del frío y poner sus pieles rojizas al sol que más calienta, vuelta y vuelta, como croquetas en la salten. España, uno de los países más pobres y atrasados de Europa, comenzó a convertirse en uno de los destinos preferidos para los europeos que volvían a ser ricos gracias al movimiento obrero y al miedo al contagio soviético. Éramos un país pobre, inculto y necesitado, dispuesto a agradar por un puñado de dólares, a servir sin condiciones. Cualquier dinero era bueno para los habitantes de un país que lo había perdido todo.
El turismo ayudó en aquel momento a mejorar la vida de muchos españoles, trajo nuevos modos de vida y contribuyó a airear la casa, pero el precio a pagar fue muy alto: la destrucción casi completa de la costa mediterránea y la dependencia económica casi exclusiva de amplias zonas del país de un modelo económico temporal que crea puestos de trabajo precarios y paga sueldos bajos. Es el caso, por ejemplo, de Canarias, Baleares, la Costa del Sol o las de Alicante y Girona.
Como hemos dicho antes, la aparición a principios del siglo XXI de las compañías aéreas de bajo coste y de internet, hizo que la explosión turística de los años sesenta y setenta, pese a su impacto en la economía nacional, quedase como algo llevadero. Si en 1970 España recibió 24 millones de visitantes, en 2023 el número superó los 85 millones, pudiendo superar este año los 90 millones. Aparte de la influencia negativa que tal cantidad de turistas tiene sobre la subida de los precios de la cesta de la compra, el turismo masivo está en la raíz del incremento brutal de los precios de los alquileres al destinarse cada vez más viviendas al alquiler turístico por cantidades desorbitadas. Madrid, Barcelona, Palma, Santa Cruz de Tenerife y otras ciudades de gran afluencia turística, que son las que más han sufrido ese incremento, destinan la mayoría de las viviendas de que disponen a tal fin, diezmando drásticamente el número que se ofrece a quienes habitan la ciudad, hasta el extremo de que por cada piso ofertado hay más de cien candidatos.
Por si fuera poco, la inacción de las comunidades autónomas, cuando no su directa complicidad como sucede con la de Madrid, ante tal orden de cosas, está provocando que los centros históricos de las ciudades expulsen a sus habitantes cotidianos, que desaparezca el comercio tradicional y de barrio y que se pierda la personalidad y la fisonomía urbana consustancial a cada ciudad. De tal manera que en muchos casos da igual andar por el centro de Barcelona que por el de Praga o Brujas, ciudades museo en las que están presentes los mismos comercios, las mismas franquicias, los mismos restaurantes con comida de factoría e idéntica ausencia de vida autóctona.
Viajar sigue siendo uno de los grandes placeres de la humanidad. Viajar enriquece, libera el espíritu, ayuda a menguar el narcisismo patriótico nacionalista, a valorar lo diferente, a saber que lo tuyo no es lo mejor del mundo, pero cuando se convierte en algo compulsivo de la mano de una industria de voracidad ilimitada termina por destruir el objeto de deseo, por malearlo, por falsificarlo. Hoy, con más de tres millones de viviendas vacías en el país, con los centros históricos de nuestras ciudades deshabitados sin que la administración competente haga nada por ellos, el turismo masivo impide a los mismos trabajadores del sector alquilar una vivienda en la ciudad en la que trabajan o en sus cercanías, expulsa a quienes las han habitado tradicionalmente y está detrás de la mayoría de desahucios y lanzamientos que dejan en la puta calle a miles de personas que por su edad o sus recursos económicos no tienen otro sitio al que ir. Esa no es la función del turismo, y si pusiésemos en términos reales en una balanza, beneficios y perjuicios, tal vez veríamos que la balanza cada vez se inclina más hacia esté lado.
Si no se pone orden en el sector, si no se prioriza el uso de la vivienda como residencial, si no se decide que sean quienes se dedican al turismo quienes creen los alojamientos necesarios y declarados para el mismo, si no se frena esa nueva economía especulativa que perjudica tantísimo a las personas y a al patrimonio, corremos el riesgo de morir, otra vez, como en 2008, de éxito. Un país que es capaz de alojar, dar de comer y divertir a noventa millones de visitantes pero es incapaz de dar vivienda a quienes viven en él, es un país fracasado, roto, inconstitucional.
Fuente: https://www.nuevatribuna.es/articulo/sociedad/turismo-depredador/20240425095629226258.html