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¡Ucrania! ¡Mujeres! ¡Guerra!

Fuentes: El Salto

La dominación patriarcal estructural en toda la región ruso-ucraniana se ha apuntalado tras ocho años de guerra, y la migración y el refugio como violencias machistas también tienen que estar en el debate.

Hace dos semanas escribí a mi amiga Elena, que vive en Lugansk, y a la que hacía tiempo que no contactaba, y le pregunté si tenía miedo de la guerra. Ella me contestó que llevaba ya ocho años viviendo en una. Touché.

Ella y yo nos escribimos hace años a través de traductores automáticos, nos seguimos en Instagram y, en cierta forma, siento que esas son las únicas ventanas de verdad en esta pesadilla. Pero no he venido aquí a hablar de Elena.  No quiero volver a escribir historias de Elenas y de otras tantas mujeres cuyas vidas adornan las crónicas de guerra de los telediarios para hacerlas más tristes o épicas. He venido a hablar de una guerra, sin adornos, y de un “nosotras” feminista y necesario si de verdad queremos frenarla.

Derecho a la crítica y a la sospecha

La guerra en Ucrania estalló hace ocho años, no hace ocho días. No puedo detenerme aquí a analizar las razones por las cuales comenzó porque si alguien es capaz de resumir la complejidad de este conflicto en un artículo de prensa probablemente tenga hambre de clickbait o miedo a no tener nada que decir. Devermut, por ejemplo, han simplificado siglos de cuestión nacional ucraniana en un carrusel de Instagram. A mi me tomó dos años investigar para la tesina, aprender un idioma, perder algunos trabajos y navegar muchas contradicciones; y aún así, hoy, no esperaba enfrentar este escenario.

Si hay algo por lo que las feministas nos hemos caracterizado es por ejercer esa “epistemología de la sospecha”, cuestionando los relatos dominantes, esos que, como bien sabemos, nos han hecho invisibles de forma sistemática en la Historia y en la vida cotidiana. Por lo tanto, una aproximación feminista a una guerra implica un acercamiento crítico, partiendo de nuestros conocimientos situados, comprendiendo los intereses detrás de las distintas posturas, y los recursos materiales y simbólicos que los sostienen: gas, armas, acuerdos de Helsinki y París, la financiación de las organizaciones sociales y políticas regionales… en fin, esas cosas de las que se nos ha excluido durante tanto tiempo, que suenan tan de señores de traje, pero que también son nuestras. Enarbolar el “no a la guerra” de brocha gorda como nuestra única bandera nos sitúa en un pacifismo ñoño y pasivo que ya no sirve ni para los Goya.

No se trata de elegir bandos —las dicotomías son, en general, bastante patriarcales— sino de hacernos preguntas y buscar las respuestas juntas. En Ucrania existe apoyo e intervencionismo extranjero en ambos bandos e intereses contrapuestos dentro de cada posición. Somos capaces de entender la complejidad de la trama de Juego de Tronos o de Star Wars, seguro que podemos comprender que no hay relatos sencillos en ninguna contienda. Conviene que apliquemos esta sospecha cuando lo que está en juego es deshumanizar personas y territorios, o glorificar acciones tan peligrosas como armar a población civil o aplaudir la censura de cadenas de radio y televisión.

Observo apresuradas recogidas solidarias de material médico y hasta militar como si de refugios de animales o víctimas de un volcán se tratase, cuando hay decenas de organismos internacionales en el terreno desde hace años con capacidad de abrir corredores humanitarios, como los que en su día no se abrieron en Donbass. No tengáis prisa, amigas: llevamos ocho años y lamentablemente, queda posguerra para rato. No olvidemos que el postconflicto, la reconstrucción y la paz cotidiana caen siempre en las espaldas de las mujeres. Me temo que condenar la agresión es solo el principio.

‘Señoros’ contra ‘señoros’

Decía Barbijaputa en Twitter que la guerra la hacían señoros contra señoros. Si al simplismo de héroes y villanos le sumamos el de señores matan señores, ¿dónde quedamos nosotras? Por supuesto que las mujeres hacemos guerra, Barbi querida, más allá del machismo de las mesas de negociación. Esta guerra no puede entenderse sin Yulia Tymoshenko, por ejemplo, que pasó de Juana de Arco de la Revolución Naranja proeuropea a ángel caído en desgracia por la corrupción. Yulia y su trenza fascinante son la encarnación de las oligarquías energéticas y políticas que se repartieron el naufragio postsoviético desde dentro. Leed su biografía.

Tampoco se entiende este conflicto sin Victoria Nuland, de origen ucraniano, asesora en política exterior de los gobiernos demócratas en USA y autora de aquel famoso “Fuck the EU” que se filtró en 2014 y nos recordó lo poco que pintaba la Unión Europea en el tablero, como bien recuerda hoy Araceli Mangas.

Probablemente el escenario de 2015 no habría sido lo mismo sin el rol de Ángela Merkel, que impulsó, a su bola y sin la UE, los acuerdos de paz de Minsk II junto a Francia, Rusia, y Ucrania (cabe recordar que Estados Unidos no participó de ellos), acuerdos que, por cierto, llevan años incumpliéndose y ahora han saltado por los aires. En el plano bélico, la historia de Nadia Savchenko, piloto y diputada ucraniana, permite entender la militarización social paralela a la construcción de una identidad ultranacionalista ucraniana. Miles de mujeres han servido en la lucha armada durante estos ocho años como soldados regulares o como milicianas. Muchas han tenido roles de responsabilidad, aunque otras muchas han sido mero objeto de propaganda sexualizada porque una eslava con un rifle de asalto en el regazo es el sueño húmedo de mucho cronista a ambos lados del Dniéper.

La violencia contra las mujeres en la retaguardia es de las pocas cuestiones en las que ellas salen a relucir en los conflictos, casi siempre a toro pasado y para demostrar la crueldad de cada bando. En Ucrania poco se ha hablado de ello, sobre todo en el Donbass, teniendo en cuenta el alto grado de militarización y las dimensiones que el conflicto tomó en 2014 y que golpearon directamente a las economías y modelos familiares de la zona, más allá de algunas investigaciones puntuales. La dominación patriarcal estructural en toda la región ruso-ucraniana se ha apuntalado tras ocho años de guerra, pero hemos de buscar las razones mucho más atrás, ponderando el peso de la religión, la cultura política y el contexto cultural del espacio postsoviético. Caído el muro y derrumbada su economía, las mujeres fueron mandadas de vuelta a casa para frenar una crisis financiera, social —y también de la masculinidad—, enarbolando de nuevo valores como la familia, la belleza o la feminidad para reconstruir el orgullo nacional perdido.

Tenemos un problema cuando, en la denuncia de los vientres de alquiler —una de las cuestiones globales que suscita más consensos en la disputada agenda feminista— nunca se hable de la geopolítica detrás de esta violencia. Era obvio que Ucrania se había convertido en un espacio privilegiado para establecer la industria de la subrogación, gracias a la liberalización salvaje tras la caída del telón de acero y a la vulnerabilidad económica que venían sufriendo las mujeres, que se acentuó con la guerra. Gestar un bebé bajo las condiciones leoninas de los contratos de empresas privadas blindadas por el gobierno ucraniano es la alternativa de muchas jóvenes en un país donde el salario mínimo no llega a los 200 euros. Además, hay un importante componente étnico: la garantía de una “blanquitud” cuando el útero es aportado por las madres y gestantes, al contrario que ocurre al subrogar en India o en Latinoamérica.

Pero hay otras muchas formas de violencia contra las mujeres que la guerra ha intensificado y que son atravesadas por la clase y el territorio. Por ejemplo, un fenómeno menos conocido en España es el de las “esposas por catálogo”, muy popular en Canadá, Alemania o Estados Unidos. Se trata de agencias donde las mujeres de países del este se ofrecen para casarse con hombres occidentales, al menos en teoría, pues suelen esconder tramas de trata, tráfico y explotación sexual. Una suerte de matrimonio forzado de nuevo por la vulnerabilidad y alimentado por el imaginario sexual en torno a las jóvenes eslavas, muy demandadas por el mercado internacional de babosos. No obstante, todas estas violencias también existen en Rusia, y por parecidos motivos, pero Ucrania es sensiblemente más barata. Así lo afirma Ricardo, un “autónomo” que deja su testimonio en una de esas webs: “¿Por que yo seleccioné a una mujer de Ucrania y no de Rusia? El motivo principal es por que soy de clase media española ‘un simple autónomo’ y las ciudadanas de Rusia tienen un poder adquisitivo mayor y demandan un nivel de vida superior al que demandan las ucranianas y por este motivo yo he buscado para mi, una mujer humilde y sencilla y este tipo de mujer es mas fácil encontrarla en Ucrania que en Rusia”.

Tu esposa ucraniana
Captura de imagen de la web www.tuparejarusa.com

Y por supuesto, ese imaginario sexual de rubias amazonas de ojos azules, sumisas y entregadas, es gasolina para la prostitución, la trata y el tráfico de mujeres. Ucrania fue, en los 90 y sobre todo los 2000, destino privilegiado de turismo sexual en Eurasia, llegando incluso a rivalizar con Tailandia. La hemeroteca española de la época recoge las redadas en clubes llenos de mujeres del este de Europa, que también eran explotadas en Turquía, Grecia o, por supuesto, Rusia. En 2007, Ucrania era el país de la región con las tasas más altas de trata y tráfico de personas según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). De hecho, de la denuncia de esta industria de la prostitución nacía el documental de las controvertidas Femen Ukraine is not a brothel, y su postura anti regulación es una de las líneas de colisión del colectivo con sus patrocinadores occidentales.

Y un último apunte, pero quizá el más importante: la migración y el refugio como violencias machistas también tienen que estar en el debate. Ahora las fronteras con Polonia o Hungría abren los telediarios, pero son más de 30 años de migración silenciosa los que se han vivido allí. Las mujeres ucranianas son mano de obra barata en toda Europa central, especialmente en el trabajo doméstico, y el estereotipo de la trabajadora del hogar ucraniana es un clásico en Polonia, República Checa o Alemania, donde, como en todo el mundo, son empleadas de forma precaria e irregular. La guerra de Donbass provocó un movimiento de personas refugiadas bidireccional hacia Europa y hacia Rusia que también se ha monitoreado en silencio, porque no todos los refugios políticos hacen el mismo ruido.

Impostoras

No le falta razón a Sarah Babiker cuando afirma que hay “mucho macho” en esta guerra, y en la politología y la política en general. Me he movido entre mucho Clausewitz de mercadillo, mucho wannabe de diplomático y también mucho nostálgico de los tanques y las bombas sin demasiado criterio detrás. Sarah acierta de pleno con la definición de muchomachismo oligarca, racista, autoritario y bélico, si bien creo que las feministas debemos disputar también ese espacio de análisis, de reflexión y de acción. Sin duda, una habitación propia para la reflexión y el debate entre nosotras sería un buen punto de partida. La política internacional es ese espacio que nos pretende constantemente impostoras, y feministizar (que no feminizar) las relaciones internacionales puede ser un camino hacia otra forma de construir un pacifismo militante y crear agendas internacionales de paz y seguridad que pasen por la igualdad y los derechos humanos. Pero esa es quizá la más dura y la más vieja de las guerras.  Si vis pacem, compañera, para bellum.

Irene Zugasti Hervás. Políticas Públicas de Igualdad.

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/guerra-en-ucrania/ucrania-mujeres-guerra