Un día sí y otro también, el gobierno nos sorprende con alguna nueva medida de su ofensiva neoliberal para salir de la crisis. Y siempre, salvo algunas migajas populistas para disimular, en la misma lógica de que la crisis la paguen sus víctimas. Una estrategia que hasta ahora parece haber cumplido sus objetivos si tenemos […]
Un día sí y otro también, el gobierno nos sorprende con alguna nueva medida de su ofensiva neoliberal para salir de la crisis. Y siempre, salvo algunas migajas populistas para disimular, en la misma lógica de que la crisis la paguen sus víctimas. Una estrategia que hasta ahora parece haber cumplido sus objetivos si tenemos en cuanta la tibia contestación de los sindicatos representativos y la igualmente insípida respuesta de los sectores sociales afectados. Ante un frente sindical y social «atado y bien atado», que no parece darse por aludido ante agresiones como la congelación de las pensiones y el recorte de sueldos en la función pública, Zapatero camina decidido a imponer por decreto-ley una contrarreforma laboral que la derecha jamás se hubiera atrevido ni siquiera a insinuar: anular la ultraactividad de los convenios y favorecer el descuelgue empresarial.
Aunque se oculta de la agenda del diálogo social, el abaratamiento de las indemnizaciones por despido, con ser grave, no es lo peor que Gobierno y CEOE pretenden arrancar en los encuentros para la mal llamada reforma laboral (lo que se denomina reforma es una media regresiva, como la cacareada «refundación» del capitalismo está resultando ser una profundización del peor capitalismo).La gran baza que Moncloa piensa ofrecer a los mercados como prueba de su saber hacer neoliberal, vendiéndola para consumo interno como condición sine qua nom para fomentar empleo de calidad, es anular o limitar la fuerza vinculante de los convenios colectivos cuando expira su mandato legal. Lo que técnicamente se conoce como «ultraactividad de los convenios», una figura del derecho laboral que permite la continuidad de los acuerdos firmados entre trabajadores y empresarios hasta que el nuevo convenio suscrito sustituye al vencido.
De llevarse a efecto por activa o por pasiva la cancelación del carácter de ultraactividad de los convenios, tal como existe en la actualidad, significaría además en la práctica un proceso del desmontaje del derecho laboral y su paulatina sustitución por normas de carácter civil, al dejar al arbitrio de las empresas las condiciones contractuales que han de reemplazar a los convenios cuya vigencia ha cumplido. Y si a esto sumamos los intentos declarados por medios afines al Ejecutivo y expertos de su cuerda para flexibilizar las causas objetivas del descuelgue en los convenios, se habría infringido una derrota histórica al movimiento obrero y a las organizaciones sindicales. La gravedad del tema, que puede conllevar una vulneración del artículo 37, 1, de la Constitución, donde se garantiza el derecho a la negociación colectiva y la fuerza vinculante de los convenios, parece indicar que la misma no se hará por decreto-ley y se buscará un gran pacto nacional entre formaciones políticas comprometidas con el plan de ajuste que piden los mercados de capital.
De ahí que el diario El País, siempre atento a los intereses estructurales del mundo de los negocios, haya sacado toda su artillería mediática para persuadir a la opinión pública de la inevitabilidad de un gran acuerdo para sacar al país del atolladero al que le ha llevado las aventuras del sistema financiero-hipotecario. Una defensa por tierra, mar y aire decretada no sólo en editoriales sino que incluso ha contado con apoyo entre colaboradores y articulistas tenidos por «izquierdistas». El 31 de mayo, el sociólogo Enrique Gil Calvo, abría el fuego con un artículo de opinión titulado Lealtad en el que decía que «si los sindicatos españoles estuvieran unidos como sucede en Alemania, darían una lección de lealtad», aclarando que eso significaría estar «dispuestos a sacrificarse por el bien del país, soportando durante un tiempo recortes de ingresos con tal de contribuir en la medida de sus posibilidades a salvar entre todos la nave del Estado» (sic). El jueves 3 de junio era un editorial del rotativo, Decisiones y desafíos, el que daba una vuelta de tuerca más en la necesaria inmolación al servicio del Estado cleptómano, al proclamar que «el Gobierno no debe limitar la reforma laboral a meros retoques por temor a los sindicatos», solicitando desregular los convenios colectivos con el eufemismo de «acercar la negociación colectiva a las empresas». Y finalmente el pasado día 4 ha sido un hombre de la casa, el ex director del diario Joaquín Estefanía, quien terciaba con una tribuna titulada Contra el desapego ciudadano invocando la necesidad de un «compromiso histórico» al margen de las ideologías.
No será porque no avisan. Si la huelga de los funcionarios, aguada por el gobierno al excluir del recorte salarial al personal de las empresas públicas que son las que engloban a los servicios públicos con capacidad de paralizar la actividad laboral, no es apoyada por la ciudadanía, y en consecuencia la posible huelga general que convoquen CCOO y UGT contra la contrarreforma se ve huérfana de la ayuda de los funcionarios, estaremos incubando el desastre que el Gobierno, el PSOE, el PP, CiU, PNV, la CEOE, la Banca y los poderes fácticos preparan a marchas forzadas.
Todos para uno y uno para dodos. Frente a la lealtad de los corderos, elevemos la solidaridad de la ciudadanía democrática. Atravesamos una situación de emergencia social. Aún estamos a tiempo de evitar lo peor. Porque lo que nos venden desde las alturas es una «fusión fría» que, como la de las cajas de ahorros, busca permitir a los de arriba seguir repartiéndose el botín con el dinero de los contribuyentes. Esto sólo lo arreglamos entre los trabajadores unidos y la sociedad en marcha.