He dejado pasar unos días para ver cómo evolucionaban los comentarios de prensa sobre el modo en que la España oficial ha reaccionado ante la tragedia que supuso la muerte de 17 militares connacionales en Afganistán. Finalmente, ya han empezado a oírse algunas voces que se elevan ante la llamativa diferencia de trato que merecen […]
He dejado pasar unos días para ver cómo evolucionaban los comentarios de prensa sobre el modo en que la España oficial ha reaccionado ante la tragedia que supuso la muerte de 17 militares connacionales en Afganistán. Finalmente, ya han empezado a oírse algunas voces que se elevan ante la llamativa diferencia de trato que merecen los fallecidos en accidente de trabajo, según sean militares o civiles. Si uno viaja en un helicóptero militar que se estrella en Afganistán, merece todos los honores y todo el reconocimiento público, y sus familias, todas las facilidades materiales del mundo. En cambio, si uno se cae de un andamio tratando de materializar el derecho constitucional a una vivienda digna, apenas se gana unas líneas en una columna de breves de la prensa local.
Sobre lo que sigo sin oír comentarios -aunque puede que se haya producido alguno y yo no me haya enterado- es con respecto al hecho más que chocante de que nuestras autoridades califiquen de «funerales de Estado» lo que fue, de hecho, una ceremonia esencialmente religiosa. Eso, en un Estado que se pretende no confesional, es absurdo. Poco importa que todos los fallecidos fueran cristianos, en el supuesto de que lo fueran. Allí se les homenajeaba en su condición de funcionarios, ajena a toda profesión deísta.
El colmo fue ya permitir que un sacerdote católico se dirigiera a los reunidos con un discurso dedicado a comunicar a la opinión pública sus particulares puntos de vista sobre lo sucedido.
Pero el absurdo se vuelve menos si se considera que las Fuerzas Armadas españolas siguen contando con religiosos castrenses, que incluso ostentan grado militar y forman parte de la estructura del propio Ejército. Y si a ello se añade que el Estado español sigue encomendándose cada año oficialmente -¡oficialmente!– al apóstol Santiago, llamado Matamoros, y que el Ejército desfila en muchas procesiones religiosas, y que algunas autoridades políticas asisten en su calidad de tales a ceremonias de la Iglesia Romana… entonces lo que se nos aparece en toda su crudeza es la realidad de un Estado que se proclama aconfesional, pero que no se atreve a cortar por lo sano y de una vez con las tradiciones que puso en marcha un régimen confesional, cuyo jefe incluso participaba en la designación de los obispos.
Esa superposición de declaraciones genéricas que apuntan en una dirección y de tradiciones que marchan en la contraria y que de hecho se imponen refleja muy bien la realidad de España, tan dada a los aparentes absurdos que no son sino el lógico resultado de las contradicciones que arrastra desde que superó el pasado sin superarlo.