Afirmaba Flaubert que bastaba con mirar un objeto durante mucho tiempo para que éste se volviera interesante. Estas palabras, más bien un enfoque narrativo, son las que inician la película «El cielo sube», dirigida por el realizador catalán Marc Recha y producida por Nofilms en 1991. El filme, de 70 minutos y rodado en blanco […]
Afirmaba Flaubert que bastaba con mirar un objeto durante mucho tiempo para que éste se volviera interesante. Estas palabras, más bien un enfoque narrativo, son las que inician la película «El cielo sube», dirigida por el realizador catalán Marc Recha y producida por Nofilms en 1991. El filme, de 70 minutos y rodado en blanco y negro, cuenta la convalecencia de un personaje, Juan de dios, en un hotel localizado en el campo donde mantiene un reposo absoluto prescrito por el médico. Pero lo importante en este filme basado en el libro «Oceanografia del tedi» (1918), del escritor y ensayista Eugeni d’Ors, es el desarrollo. El ritmo moroso, lento, que repara en todos los detalles y sensaciones, proustiano, contrasta con el vértigo habitual de los estrenos en las salas comerciales.
«La película es como sentarse a ver el mar o una puesta de sol; los elementos narrativos están abordados con cariño, de una manera muy delicada; no se trata de Star Wars, ni es una película de acción, sino introspectiva», ha explicado el protagonista de «El cielo sube»´, Salvador Dolz, durante la proyección del filme en el «Cicle Barcelona Escenari» organizado por el Centre Octubre de València y patrocinado por el Instituto de Cultura de Barcelona. «La película fue seleccionada en 40 festivales y premiada en diez».
Desde los primeros planos el filme ya expone la cadencia -sensible, lánguida y algodonosa- que acompañará todo el tiempo al espectador. Son las cuatro de la tarde: ni un movimiento, ni un pensamiento…, introduce el narrador en off (Lluis Porcar). El silencio de Juan de dios, su letargo, el tedio, sin conversaciones, sin siquiera el apoyo de una lectura. Sólo cerrar los ojos y dormir, por prescripción médica.
«El cielo sube», primer largometraje de Marc Recha y su única producción en castellano (ha realizado el resto en catalán), remite casi de inmediato a los libros de Marcel Proust. Por ejemplo, a novelas como «Por el camino de Swann», donde al azar pueden leerse parágrafos como el siguiente: «A media altura de un árbol indeterminado, un pájaro invisible, ingeniándose en hacer más corto el día, exploraba con una prolongada nota la soledad circundante, pero le daba ésta una réplica tan unánime, le devolvía un golpe tan redoblado de silencio e inmovilidad (…); como si no lograra más que detener para siempre aquel mismo instante que intentaba hacer más rápidamente pasajero».
En muchos planos y relatos en off de «El cielo sube» se encuentran pasajes muy similares. Un movimiento de ojo del protagonista es suficiente para convertir en universo personal los objetos aparentemente banales del mundo sensible, como una taza, un terrón de azúcar, el velador de café o una interesante mosca. Juan de dios sorbe la taza y entre los dedos se desliza, muy lentamente, un cigarrillo extinto. Acto seguido asciende levemente la mano y los dedos se abren en abanico… Zumban las moscas.
Como en las obras de Proust, esta mirada prolija, minimalista, que acaricia las cosas sin violentarlas, posee un trasfondo filosófico. Uno de los momentos en que mejor puede apreciarlo el espectador es cuando el protagonista centra su atención en las nubes. En el trasiego de la vida cotidiana pueden parecer fútiles, irrelevantes, masas de vapor de agua sin mayor interés. ¿Pero que hallaría en las nubes una mirada despierta? Si se ven con amor y calma, explica el narrador de la película, se infiere que en la historia universal de las nubes no ha habido dos iguales. Cambian de forma, color y tono como si quisieran gustar a los transeúntes. Incluso «ensayan los más inéditos aspectos para lograr el aplauso de los humanos». Las nubes aspiran también a un chispeo o una admiración en los comentarios de las personas, pero sólo escuchan palabras rutinarias: que está nublado o cómo se ponderan las maravillas del cielo.
Realizador de filmes como «Pau i el seu germà» (2001), «Les mans buides» (2003), «Dies d’agost» (2006), «Petit Indi» (2009) y «Un dia perfecte per volar» (2015), Marc Recha ha definido «El cielo sube» como «una narración sintética y plástica, en la que toda la acción ha sido abolida; la cámara ronda por el cuerpo y el paisaje en forma de hormigueo». Late en el fondo de la obra, apunta el director y guionista, las dos actitudes ante la vida que distinguía Eugeni d’Ors: la del hombre que trabaja y juega, y la del hombre que bosteza y fuma. «Yo he hecho esta película para el primero», afirma Marc Recha, quien estrenó «El cielo sube» en el Festival de Locarno (1992).
Cualquier sensación mínima o alteración casi imperceptible del sistema nervioso hace que fluya el pensamiento y la sensibilidad del protagonista en todos sus matices. Experimenta, por ejemplo, todas las delicias de un calambre. Cuando se le duerme cualquier extremidad -un pie o una mano-, y Juan de dios siente cómo recorre la piel un leve hormigueo, una sensación sorda que se va y retorna con mayor precisión. Un pinchacillo de dolor que antecede a la reconquista de una díscola provincia de la carne. Después del grato calambre, el protagonista disfrutará con los placeres del desperezo.
Una de las secuencias que mejor resume el fondo de la película es el acercamiento entre Juan de dios y una joven rubia (Corinne Alba) que lee, tumbada en una hamaca, una novela francesa. Las dos miradas se cruzan, después de unos parsimoniosos prolegómenos, y de esa manera desaparece la fingida ignorancia que comunica veladamente a los dos personajes. Por un momento se desvanece la expectación que envolvía el parque, con los árboles y jardines, donde ambos reposaban. «Pasa un minuto que parece un siglo». Juan de dios mira los dedos de la joven, que se entreabren y el libro cae al suelo. Pasa otro minuto. Hay un intento de roce sensual entre las pieles que no se consuma. Y abre de nuevo los ojos el protagonista y ya no ve en el parque a la mujer, ni la novela, el libro y la silla. Se han esfumado…
La jaqueca también tiene sus misterios. Los pinchazos ensordecen, forman arcos y puentes que culminan en el medio de la sien. El dolor se agranda y se estrecha hasta que la mano del paciente acude a aliviarlo. Todo ello con un ritmo quedo, que se demora en los planos, en el relato del narrador y en las escenas de la naturaleza (de ventisca, de tormentas en blanco y negro). Refuerzan esta sensación de flema y sensualidad algunas elipsis, incluso con la pantalla totalmente en blanco. En la película abundan las metáforas: líneas sinuosas de las ramas que proporcionan líneas de conversación; o la delicia de oír regar, cuando el chorro baila y emborracha con una alegría infantil y violenta, porque «en el agua vive también Dionisios».
De nuevo las concomitancias con Proust y esa manera diferente de entender la vida, alternativa al ruido ambiental, la saturación de mensajes informativos y publicitarios, la alta velocidad y, sobre todo, el embotamiento de los sentidos. El tedio, la cachaza, la pereza, la flema y el mundo de las sensaciones convertido en caleidoscopio existencial. «Y aquel animalito le acariciaba, le daba calor, y Swann sentía una especie de lánguida dejadez, y se rendía a un leve estremecimiento que le crispaba el cuello y la nariz, cosa nueva en él, mientras iba poniéndose en el ojal el ramito de ancolias».
Algunas de las claves con las que descifrar esta lograda película experimental aparecen casi al final, por contraste. En la oficina del hotel se extrañan de la partida del protagonista, que sólo ha permanecido un día alojado. Unas vacaciones de verano de sólo tres horas, en las que Juan de dios se ha recreado en todas las sensaciones de la piel. El cuerpo es un instrumento de metal en el que descubre músicas y ritmos. «Si alguien ha logrado entender el sentido y misión de una nube éste es Juan de dios», comenta el narrador. Al frotarse los párpados el mundo se duplica, puede también admirarse por las mil delicias del vértigo. Hasta una simple hamaca se divide en dos meridianos, uno de olor cálido y tropical, y otro con aroma a granero y paja. Además, cuando la memoria intenta retener alguna de las fragancias, aparece otra nueva. Pero termina la lección de tedio en el hotel y el protagonista retorna al asfalto de Barcelona, con sus miles de luces y bocinas, con su tránsito y su fiebre. «Ya no siente la fatiga desde que sabe que no puede conocer el descanso…».
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