Con la anunciada reforma de la normativa de Extranjería, el Gobierno tiene una oportunidad para frenar el odio y construir ciudadanía
El Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones ha anunciado recientemente su intención de reformar el reglamento de la Ley de Extranjería. Una norma cuyo texto fundamental es del año 2000 y que fue desarrollada mediante un reglamento que, pese a diversas modificaciones puntuales, responde a una realidad de hace más de 15 años.
Las consecuencias sociales y económicas de la pandemia han puesto de manifiesto, más que nunca, la fragilidad de nuestro sistema. Un sistema que no garantiza los derechos más básicos de las personas que viven en las situaciones más duras, de mayor riesgo y vulnerabilidad: muchas de ellas migrantes en situación administrativa irregular o que, incluso, han vuelto a verse condenadas a la irregularidad pese a haber conseguido durante unos años acceder a la documentación y el empleo formal. Esta situación es el ejemplo máximo de la desconexión entre legislación y realidad social.
Poco a poco se va configurando una brecha social múltiple que amenaza con consolidarse y dejar una sociedad tremendamente estratificada: por un lado, ese 10% de población que posee el 50% de la riqueza del país; luego quienes, en distintos niveles, acceden a empleo estable y pueden plantearse un plan de vida; luego, más atrás, quienes, desde la precariedad vital consiguen acceso, al menos, a la nueva gama de ayudas sociales que tímidamente se ponen en marcha como el Ingreso Mínimo Vital; y ya después, y muy por detrás, quienes no cuentan con derecho a ningún tipo de ayuda ya que, por no tener, no tienen ni papeles.
La actual Ley de Extranjería y su reglamento consolidaron un modelo de gestión de las migraciones basado en la irregularidad. Por extraño que parezca, España diseñó su política migratoria asumiendo que las personas migrantes que no cuenten con familia en el país vendrán de forma irregular. La inexistencia de mecanismos para poder hacerlo de forma legal y segura desde los países de origen implica que la única forma de ejercer el derecho a migrar sea jugándose la vida o entrando como turistas para luego permanecer sin cumplir los trámites administrativos. Posteriormente, y siempre que hayan pasado años trabajando en la economía sumergida, podrán regularizar su situación y acceder a un permiso de trabajo y residencia.
La irregularidad y la exclusión social que esta conlleva son el precio que debe pagar toda aquella persona que migra en busca de mejores oportunidades en España. Tal y como está concebida, la normativa actual establece diferentes niveles de pertenencia a la sociedad, dejando desprotegidas a miles de personas a las que no considera titulares de derechos. No pueden acceder a las medidas de protección social; solo pueden trabajar en la economía sumergida lo que no solo refuerza su discriminación y exclusión, sino que además las hace presas fáciles para todo tipo de explotación y abuso en todas las etapas del proceso migratorio.
No es casualidad que el rechazo a las migraciones esté tan vinculado a la aporofobia. Identificamos persona migrante con pobreza porque se ha construido todo un modelo jurídico que ayuda a ello. Basta con pensar en los trabajadores y trabajadoras del campo andaluz, aragonés, catalán o murciano que malviven en chabolas o duermen directamente en la calle tras sostener con jornadas mal pagadas nuestra saludable tasa de exportación agrícola. La economía quiere los frutos de su trabajo pero no sus vidas.
Urge abordar una reforma de la normativa de extranjería, realista y sostenible en el medio y largo plazo. En este punto, la actualización de la normativa fundamental que facilita o dificulta la integración de los nuevos ciudadanos y ciudadanas es una oportunidad para reconocer un contexto social diferente al de 2005 y garantizar que cumple con su principal cometido: reconocer que las migraciones son una dimensión inseparable del mundo en que vivimos y que la única opción responsable es gestionarlas de manera positiva. Es necesario adecuar las autorizaciones a la realidad laboral y social y favorecer la obtención de permisos de residencia y trabajo, más si cabe, tras esta crisis sanitaria mundial, para evitar que miles de personas queden sin documentación y sin posibilidad de acceder a las oportunidades y servicios básicos.
La necesidad de adecuar la normativa de extranjería no es solo española. Durante los próximos meses, la UE y España tienen que decidir qué legislación van a generar: una inclusiva, garantista con los derechos humanos, que fomente la diversidad como valor social; o una basada en el miedo al extranjero, que satisfaga a los matones de la política y que sea un intento de volver a unas esencias que nunca existieron. En este mundo globalizado existen quienes, ante los cambios y la inseguridad, aprovechan y espolean los miedos de la población para ganar poder político. Esto está debilitando los pilares de las democracias occidentales y del bienestar relativo alcanzado.
La Unión Europea parece no saber cómo resolver el dilema que ella misma ha creado. Los dos últimos textos que han salido de la Comisión, la propuesta de Pacto Europeo de Inmigración y Asilo y el Plan de Acción para la Integración y la Inclusión son buena muestra de esta tensión.
El primero, focalizado en el control fronterizo, busca solo resolver las llegadas de personas migrantes sin un compromiso claro por vías seguras y una actuación coordinada entre los países. Ese nuevo pacto tiene mucho de viejo porque no profundiza ni en los derechos humanos ni en la creación de alternativas para el acceso a Europa.
El segundo documento parece que intenta recomponer lo que rompe el primero. Plantea una estrategia más ambiciosa para facilitar la inclusión de quienes han logrado establecerse dentro de la fortaleza europea y reconoce que se han perdido oportunidades previamente para haberlo hecho bien. Además, recuerda que el precio de no trabajar en la inclusión es la aparición del odio y el extremismo de todo tipo. Un aviso para navegantes. Cuando se genera exclusión, esta engendra el conflicto social.
En España el Gobierno insiste en presentarse como el que más sentido de progreso y compromiso con las políticas sociales ha tenido en las últimas décadas. Ahora, con la reforma del reglamento de la Ley de Extranjería, los partidos que lo sostienen están ante una magnífica oportunidad de demostrarlo construyendo un marco normativo que reconozca que una de cada diez personas depende de una ley que se lo pone muy difícil para vivir sin angustia. Esto puede y debe hacerse justo ahora, en un momento en que hemos tomado conciencia de que solo nos salvamos si lo hacemos juntos. Ahora más que nunca, para salir adelante aquí no sobra nadie.
José Miguel Morales es secretario general de la Federación Andalucía Acoge. Lucía Maquieira es directora de Red Acoge.