Como es sabido, el 8 de marzo es el “Día Internacional de la Mujer” y aquel año 1975 -en que ocurrieron los hechos que aquí relataré- fue declarado por las Naciones Unidas “Año Internacional de la Mujer”.
Ese año en Ritoque, los prisioneros nos preocupamos con la debida antelación de discutir y resolver qué íbamos a hacer ese día en homenaje a nuestras compañeras. Las mujeres, y nuestras compañeras en particular, al enfrentar los hechos se habían agrandado. Esa era la experiencia de todos los prisioneros. No sólo eran las mujeres queridas que nos visitaban semana a semana, con enorme sacrificio a veces y que traían todo lo que podían al hombre que querían y que estaba preso. No sólo era la valentía, la seguridad y la constancia con que ellas cumplían esta visita, a pesar de las humillaciones a que se las exponía continuamente. Para llegar al Campo de Concentración de Ritoque había que salir muy de madrugada, en bus, a veces un bus que ponía especialmente la iglesia o en trenes. Llegaban a las diez u once a la Base y allí debían esperar, a todo sol o bajo la lluvia, hasta que la autoridad militar correspondiente se dignara recibirlas y revisarlas. Sus paquetes eran abiertos y del carácter más o menos sádico de quien hiciera la revisión dependía lo que pasara con aquellas cosas que estas mujeres habían reunido para llevar a sus hombres, a veces con gran esfuerzo, en todo caso con enorme cariño. A menudo se empecinaban en hacer pelar las naranjas, so pretexto de que podía haber mensajes dentro de ellas; en otras ocasiones, un queque hecho con tanto cariño era destrozado con la bayoneta para saber que había más adentro… Ellas soportaban desde luego toda clase de vejaciones y pasaban estas otras iniquidades para llegar a nosotros tan sonrientes, tan seguras, como si se tratara de un episodio ordinario de la tranquila vida civil.
No sólo era todo aquello. En efecto, rememorábamos la experiencia que tuvimos en Tres Álamos con las compañeras presas; algunos tenían a sus propias compañeras también en Tres Álamos, presas en el pabellón del lado. En todo caso, fueran o no nuestras compañeras propias, las sentíamos como tales, pues revelaron en la represión una valentía, un coraje, una decisión que, pensándolo bien, yo diría que los hombres no alcanzábamos a tener: eran más emocionales, más decididas, cantaban canciones de rebeldía, protestaban con frecuencia y tenían una actitud tan altiva, tan bien puesta ante la guardia, que a menudo eran objeto de castigo, el cual consistía generalmente en privarlas de visitas.
Ellas tejían suéteres para los más desposeídos, y los enviaban sin nombres para aquéllos que más los necesitaran o bien confeccionaban unas pequeñas figuritas de tela rellenas con algodón, muy atractivas: tenían el nombre de Tres Álamos al reverso y las enviaban de regalo a los otros prisioneros.
Había pues en nosotros una imagen de las mujeres que no era sólo de un cariño muy profundo, robustecido por la propia situación de separación, sino también de admiración por aquéllas que pasaban tantas penalidades como nosotros, que afrontaban toda la responsabilidad de los hogares deshechos y que sin embargo venían alegres y emocionadas cada fin de semana a visitarnos.
Las bases y las directivas se pusieron de acuerdo entonces en que, cada uno de nosotros, haría o fabricaría un pequeño regalo para su compañera. Había en el Campo de Concentración de Ritoque un gran desarrollo de la artesanía, y esa semana anterior al 8 de marzo fue entonces de febril trabajo. Casi todos trabajaban medallas: se tomaba una moneda, se golpeaba sobre un fierro con un mazo duro hasta que se adelgazara y tomara el tamaño de una medalla, se la pulía después con lija y cuando las dos caras estaban pulidas, se grababa en ellas la leyenda o se hacía el diseño del dibujo con un buril. Después la moneda era pulida incesantemente con lijas cada vez más finas hasta dejar ambas caras brillantes y con su leyenda. Los prisioneros nos dimos pues a la tarea de hacer estas medallas y grabábamos en un lado el signo de ese año, el Año Internacional de la Mujer; colocábamos en el reverso el nombre de la respectiva compañera querida, el lugar -que era Ritoque- y la fecha.
Varios trabajaron en otros ámbitos. Hubo quienes por saber trabajar el cuero hicieron a sus mujeres un cinturón o bien una cartera, a veces de notable belleza. Otros trabajaban el cobre y hacían entonces cuadros con dibujos escogidos en relieve.
En fin, cada uno se esforzó por encontrar el regalo que mejor pudiera hacer. Y de nuevo la idea de solidaridad estuvo presente: nos organizábamos en equipos, pues había algunos que tenían mayor habilidad en el burilaje y podían grabar sin error y con firmeza el dibujo y la leyenda; había otros que golpeaban la moneda y la dejaban del tamaño apropiado; algunos -entre los que yo estaba- nos dedicábamos a pulir incesantemente hasta que la medalla luciera superficies perfectas.
Nos pusimos de acuerdo además en que cada uno habría de llevarles ese día una flor. Hubo al respecto una discusión: los más exaltados, pensaron que no era revolucionario salir con una flor a recibirlas. Pero la idea triunfó y de algún modo, a través de un soldado, encargamos a Quinteros doscientos claveles rojos. El caso es que esa mañana salimos todos con nuestros respectivos regalos y claveles. El regalo se presentaba en la mejor forma posible dentro de los magros recursos que teníamos. Algunos, que hacían anillos que también se fabricaban con esas monedas -aunque era mucho más laborioso hacerlos- y se les colocaba incluso una piedra de color, los ponían en una cajita o en un tarro con arena, de tal modo que lucieran brillantes contra el fondo gris. Recuerdo que las tres monedas que hice yo (una para mi vieja tía, otra para mi compañera y otra para mi hija) las coloqué en una servilleta con una leyenda apropiada.
La visita se hacía en Ritoque en un campo alambrado, que nosotros mismos habíamos construido, frente a la puerta principal del Campo de Concentración. Meses antes nos habían sacado, habíamos cortado la madera, hecho los hoyos, afirmado con piedras los pilotes de madera, los que después fueron unidos con una triple corrida de alambre de púas. Las mujeres llegaban en buses de la Base Aérea de Quinteros, eran echadas a este redil, como animales, y nosotros nos formábamos dentro y nos iban llamando a medida que ellas llegaban, por orden, y salíamos con nuestros atados de ropa sucia y esta vez, ufanos, ¡cada uno con nuestro regalo y con nuestro clavel! La fila de prisioneros avanzó, atravesó el portón alambrado y armado del Campo y cubrió los cincuenta metros que nos separaban de la alambrada del paraje destinado a las visitas. Allí nos abrazamos y nos besamos.
De acuerdo al programa, un grupo de compañeros se instaló en el centro, en un pequeño montículo, y el responsable de la ceremonia explicó el significado que ese día tenía en particular para nosotros los prisioneros. Y entonces las imágenes de las mujeres queridas que allí estaban oyéndonos y la gratitud por ese cariño mantenido y la admiración por su coraje, brotaron en las palabras de este compañero con tal emoción, tan redondas, tan claras y sin rodeos, tan graves, que la emoción contagió a todos, a los hombres, las mujeres y los niños que estábamos oyéndolas.
Después, las guitarras y las canciones vinieron a rubricar ese momento tan bello bajo el viento de la costa y el sol de la playa. En seguida, cada uno hizo un aparte; entregamos las monedas, los regalos, las carteras, los cinturones, los anillos, los cuadros de cobre; ellas los guardaron y nos miraron a los ojos, sollozantes; besamos a los niños y pasamos de nuevo esa tarde con ellos pero con una emoción adicional: la del reencuentro, la de la fortaleza de nuestros núcleos familiares y, además, de esa comunidad tan bella formada entre las compañeras de los prisioneros. Porque cada una se fue haciendo amiga de las otras compañeras, no importaba cuál era su extracción de clase, no importaba en qué trabajaban o cuán distantes podían haber estado socialmente en tiempos pasados; eran ahora simplemente compañeras de presos y venían todos los domingos y conversaban, hablaban de sus hogares, de sus hombres, de sus niños, de sus angustias y se daban fuerzas las unas a las otras; a su vez, nosotros las fuimos conociendo una a una, por sus nombres, ya eran como nuestras propias compañeras, las besamos con cariño, nos bromeábamos con ellas y nos contábamos historias para levantarnos el ánimo y todos nos despedíamos con besos y con gran emoción al terminar la visita. Otra vez volvíamos a ser prisioneros.
Nos formaban allí mismo, nos pasaban lista y después marchando entrábamos al Campo de Concentración, mirando hacia atrás a nuestras mujeres y a nuestros niños queridos, para finalmente formarnos y ser revisados de nuevo. Encontrábamos sin embargo tiempo para correr al centro de la cancha a un montículo un poco más elevado y subiéndonos allí o a una escalera que había junto a un techo, o bien a la base del mástil en donde se acostumbraba izar la bandera todos los días alcanzábamos, empinándonos, a verlas, ellas todavía en el sitio de la visita, detrás de la alambrada de púas, como si estuvieran presas. Pero nosotros no veíamos ni las alambradas de púas, ni las ametralladoras ni la guardia, sino que veíamos a nuestras mujeres queridas; entonces ellas cantaban y nos decían “¡volveremos!” y nosotros también cantábamos y respondíamos “¡las esperamos!” y la emoción de la visita se prolongaba así hasta que sonaba la hora de marcharnos.
Sin duda que la visita ese sábado 8 de marzo de 1975 tuvo un significado aún más profundo que ninguna otra en el pasado, porque cada una de ellas se llevaba el clavel rojo y el regalo que su compañero preso le había hecho con sus manos y que le entregara con tanta emoción.