Se me ocurre un cuento, quizás onírico y quimérico como casi todos los cuentos. Tres alumnos muy distintos van a ir a visitar un museo con su profesora, doña Teresa. El mayor es Gabriel, mayor en edad (12 años), pero no así en altura (1,35 m) ni en peso (30 Kg.). Vamos, que se puede […]
Se me ocurre un cuento, quizás onírico y quimérico como casi todos los cuentos. Tres alumnos muy distintos van a ir a visitar un museo con su profesora, doña Teresa. El mayor es Gabriel, mayor en edad (12 años), pero no así en altura (1,35 m) ni en peso (30 Kg.). Vamos, que se puede decir que el pobre está un poco escuchimizado. Después está Isabel, la mediana (10 años), a quien se le aplicaría el calificativo de espigada, poco peso (30 Kg.) y mucha altura (1,60 m); por último, Juan, 8 años, obeso (40 Kg.) y muy bajito (1,05 m), casi una bola. Los tres, sin embargo, tienen algo en común, una escasa afición a los museos.
La directora del colegio, doña Angustias, para persuadirles, les ha prometido que a la vuelta les tendrá preparada una tarta. Pero los tres alumnos coinciden en algo más, en su astucia, y no contentos con tal promesa, cada uno de ellos ha negociado por separado la parte que le corresponderá del pastel. Gabriel, como es el de más edad, piensa que tiene derecho a una porción mayor y logra de la directora el compromiso -y por escrito- de que la tarta se repartirá en función de los años de cada uno. Juan piensa que para mantener su magnífica barriga es acreedor también a una ración mayor y llega con doña Angustias al acuerdo escrito de que la tarta se distribuirá en función del peso. Finalmente, Isabel no permanece cruzada de brazos y obtiene de la directora la promesa, también escrita, de que la tarta se repartirá en proporción a la altura.
De vuelta del museo, cuando doña Teresa se dispone a repartir el pastel, cada alumno saca su respectivo papelito. La maestra no es muy ducha en matemáticas, pero no precisa realizar operaciones muy complicadas para llegar a la conclusión de que a cada alumno le corresponde el 40% de la tarta. Cosa sorprendente, exclama con desesperación, qué digo sorprendente, prodigiosa, inverosímil, insólita, extravagante.
Idéntica exclamación habría que realizar al leer los nuevos estatutos de autonomía. Otros asuntos juzgados más importantes por la opinión publicada desplazaron de forma rápida de la actualidad la sentencia del Tribunal Constitucional por la que se rechazaba el recurso presentado por la Generalitat Valenciana acerca de la contradicción entre el precepto del Estatuto de Andalucía en el que se fijaban las inversiones en esa Comunidad para los próximos siete años y el equivalente del Estatuto catalán. El asunto, desde luego, no es baladí y puede ser interesante retomarlo, especialmente ahora que el victimismo nacionalista catalán vuelve a hacerse presente, aireando su hipotético déficit de infraestructuras a propósito de los problemas que está experimentando Cataluña, y especialmente Barcelona, en algunos servicios, no distintos de los que en otras ocasiones se tienen en el resto de España
En el Estatuto de Cataluña se establece que las inversiones estatales en esta comunidad deberán representar el mismo porcentaje sobre el total que el PIB catalán alcanza con respecto al PIB de toda España. En el andaluz, por el contrario, la cuantía de la inversión se fija con relación al número de habitantes. Así pues, la inversión en Andalucía deberá representar un porcentaje del total equivalente al porcentaje de la población. No sería extraño que Castilla León o Castilla-La Mancha escogiesen la superficie como variable a la hora de determinar las inversiones que el Estado debe acometer en su región. Siguiendo esta tónica, es previsible que cada comunidad elija el criterio que más le convenga.
Cada una de estas prescripciones por separado podrán juzgarse, quizás, plenamente constitucionales, pero cuando se consideran todas en conjunto son algo más que inconstitucionales, atentan contra la lógica y el sentido común. Como con la tarta de mi cuento, tal reparto es metafísicamente imposible: 40 más 40 más 40 nunca pueden sumar 100.
Los juristas tienen alergia a los números y a los porcentajes, pero lo cierto es que no precisan realizar muchos cálculos para llegar al convencimiento de que lo que no puede ser, no puede ser y además, como se suele decir, es imposible. De extravagante y gazmoño hay que tildar a un Tribunal Constitucional que despacha alegremente un asunto de tal gravedad por el simple hecho de que no se adecue a los recursos clásicos ni se oponga expresamente a la letra de ningún artículo de la Constitución. Una visión amplia y con profundidad del tema, considerando en conjunto no sólo el precepto del Estatuto andaluz sino relacionándolo con su homólogo catalán y, sobre todo, con la senda que ambos abrían, podría sin duda haber llegado a la conclusión de que tales determinaciones, al margen de un sistema de financiación global, conducirían a situaciones contradictorias y de imposible cumplimiento, y no sería demasiado difícil, por tanto, encontrar varios principios constitucionales que tales situaciones violentaran.
Todo ello sería posible si el citado Tribunal pretendiese ejercer correctamente sus funciones y no salir lo más rápidamente posible del paso, cuando se encuentra ante encrucijadas que queman políticamente. El Tribunal Constitucional se ha quitado de en medio calificando de extravagante el recurso. Al margen de que estuviese mejor o peor planteado, mejor o peor fundamentado, lo cierto es que lo extravagante es repartir 100 y pretender que las partes sumen 120, y extravagante resulta que un Tribunal Constitucional se lave las manos, quedándose en la superficie sin entrar en el fondo de un asunto cuyas implicaciones políticas y constitucionales van a ser sumamente graves.
www.telefonica.net/web2/martin-seco