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Entrevista a Santiago Alba Rico

Un filósofo con los pies sobre la tierra

Fuentes: La Jiribilla

Si usted está interesado en saber cómo piensa y escribe Santiago Alba Rico, puede poner su nombre en ese gran seleccionador-censurador que es Google. Es posible que encuentre algún que otro texto revelador, pero le pasará como a mí. No se conformará, deseará saber exactamente por qué dice, por ejemplo, que «una de las peculiaridades, […]

Si usted está interesado en saber cómo piensa y escribe Santiago Alba Rico, puede poner su nombre en ese gran seleccionador-censurador que es Google. Es posible que encuentre algún que otro texto revelador, pero le pasará como a mí. No se conformará, deseará saber exactamente por qué dice, por ejemplo, que «una de las peculiaridades, sin duda, de nuestro tiempo es esta en virtud de la cual los mismos que protestamos contra todas las otras desigualdades aceptamos como natural la desigualdad de la mirada, que la tecnología al mismo tiempo ha globalizado y normalizado. Unos matan y otros son matados; unos miran y otros son mirados.»

Le parecerá increíble que se pretenda sintetizar en unas líneas aburridas la esencia de un hombre que escribe casi frenéticamente para convencer a los mirones distantes. Sus letras pudieran asustarnos un poco, porque han nacido tras largas reflexiones sobre ese gran avispero que es la humanidad.

No hacen falta esas notas de amenidad en una entrevista que pretende sembrar pautas a partir del pensamiento de un filósofo con la virtud de convocar al cuestionamiento y afincar los pies sobre la tierra.

¿Por qué cree que los que protestan contra todas las desigualdades aceptan como natural la disparidad de la mirada entre la víctima y el victimario?

Este es un tema que me viene preocupando desde hace algunos años y que tiene que ver con eso que he venido llamando el «nihilismo espontáneo de la percepción». Creo que se puede dividir el mundo entre pobres y ricos o entre Norte y Sur o entre países explotadores y países explotados, pero esta división es inseparable de la que distingue a nivel planetario entre unos hombres que miran y otros que son mirados. La paradoja de que la televisión, un medio tecnológico transversal a las clases y a las culturas ―que las atraviesa todas―, convierta por unas horas al mirado en mirón, invirtiendo ilusoriamente una relación de poder desigual, solo revela hasta qué punto estas divisiones coinciden rigurosamente: la riqueza, la soberanía, el poder militar van acompañados y se reproducen a partir de una cierta forma de mirar las cosas que es, cada vez más, una radical manera de privarlas de existencia. Mirar y matar, en un mundo en el que Hiroshima impuso como rutinario y aceptable ―basta fijarse en Iraq― el modelo del bombardeo desde el aire, la coincidencia entre la visualización del objeto y su desaparición (que es, por cierto, el modelo también de la percepción televisiva); en un mundo así, digo, mirar y matar son acciones que casi no se distinguen entre sí. Mirar y matar, allí donde son siempre los mismos los que miran y los que matan, y donde la destrucción a gran escala y la visión en el panorama presuponen la acumulación desigual de poder y de recursos, constituye la normalidad interiorizada, banal, irresponsable, no solo de la política, sino de la moral y la estética occidentales o, para evitar los eufemismos, capitalista.

El que ve, decía Merlau-Ponty, se cree invisible; el que ve ―porque se cree invisible― se cree sobre todo invulnerable. Por el contrario y con arreglo a la misma lógica, el que es mirado se siente vulnerable, pero su visibilidad, que confirma y refuerza su vulnerabilidad, es el resultado de toda una serie de intervenciones o restas previas. Cuando a un hombre se le ha privado ―y precisamente por eso― de su familia, de su casa, de su riqueza, de su salud e incluso de sus piernas, todavía se le puede privar de su imagen; se le puede, es decir, fotografiar. No se trata solamente de señalar la desigualdad en virtud de la cual los individuos occidentales protegen sus derechos de imagen (pensemos en los grandes ídolos del deporte) mientras se considera natural el robo de imágenes de nuestras víctimas, sino de que, más aún, este robo de imágenes, esta exposición permanente a la mirada de los verdugos, forma parte del proceso por el que se les convierte en víctimas y mediante el que se les impide dejar de serlo. En este sentido, todas las imágenes del llamado Tercer Mundo, las del periodista, las del turista, incluso, las del documento de denuncia, constituyen trofeos de guerra: botín del vencedor y, al mismo tiempo, mecanismos de represión y humillación de los vencidos. Todo esto queda muy bien reflejado en la frase citada por Alain Gresh de un argelino que contemplaba la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001: «por una vez», decía, «ellos están de ese lado de la televisión y nosotros de este». Algún día, dicho sea de paso, los países empobrecidos y martirizados por el capitalismo tendrán que reclamar indemnizaciones no solo por el robo de sus riquezas y sus poblaciones, sino también por el robo de sus imágenes, por esta larga mirada victoriosa y nihilizante del que necesita también mirar de cierta manera para cometer todos los otros crímenes. Esa mirada la compartimos todos en la mitad opulenta del mundo, y nos hace a todos cómplices de la reproducción de todas las otras divisiones planetarias. Vemos y nos creemos por eso invulnerables y mientras nuestra mirada siga siendo la síntesis de esta invulnerabilidad injusta y asesina nuestros discursos y acciones no serán lo bastante de izquierdas, por mucho que suenen muy convincentes. El capitalismo ha creado una civilización en la que la mirada misma tiene dientes y se come lo que mira ―en el que todo es comida, incluso las visiones― y esta forma de mirar, instalada en el ojo, es mucho más difícil de combatir que los lapsus lingüísticos o las manipulaciones verbales. Mientras nos sintamos invulnerables no seremos realmente de izquierdas. Y la mayor parte de los izquierdistas occidentales seguimos sintiéndonos invulnerables. Por eso miramos así.

Según Silvio Rodríguez, la guerra en Iraq ha significado el bombardeo de su infancia. Usted, ¿qué connotación le ve a este conflicto bélico para la humanidad?

Silvio siempre ha sabido agrandar nuestra inteligencia o nuestra sensibilidad con una frase pequeña. Ese es el privilegio de los poetas. Apoyándome en esta imagen fulgurante y terrible, diré que en Iraq están bombardeando también la infancia de nuestros hijos y la infancia también de nuestros nietos. Ningún dolor es un asunto local o no debería serlo, pero sabemos hasta qué punto somos capaces de soportar bien el sufrimiento ajeno y más en un contexto social, dominado por el nihilismo espontáneo de la percepción, en el que ya no tenemos suficiente imaginación ―ese pasaje horizontal entre dos cuerpos concretos― para representarnos ni el lugar del otro ni las consecuencias de nuestras acciones. El problema es que el dolor de los iraquíes es un dolor estrictamente contemporáneo de todos nosotros y, más allá de que podamos representárnoslo o no, nos compete, nos concierne, nos amenaza. No hace falta siquiera sensibilidad para estremecerse; basta el más elemental egoísmo. Pero ni siquiera nos queda suficiente egoísmo para salvarnos en una sociedad de puros impulsos ciegos. La combinación de capitalismo salvaje y tecnología de destrucción en un mundo en el que nadie es tan fuerte y tan poderoso ―ni siquiera los EE.UU. ― para controlar todas las reacciones, debería hacernos caer en la cuenta de que la única manera de proteger a nuestros hijos y a nuestros nietos es la de interesarnos por los iraquíes, la de proteger a los iraquíes, la de luchar al lado de los iraquíes. Capitalismo salvaje, destrucción tecnológica, confrontación de culturas: un mundo así es sencillamente inhabitable y por eso en Iraq, donde no están bombardeando a nuestros niños, están bombardeando, sin embargo, la infancia universal, la infancia de todos, la infancia de todas las generaciones, incluso la infancia de los que ya la hemos dejado atrás. Ese mundo que llaman «globalizado» es un mundo en el que la única manera de asegurar la propia supervivencia es asegurar también la de los demás. Y los que crean que haciendo más inseguro Iraq será más segura Europa están sencillamente acelerando la ruina también de Europa.

Pero en Iraq ―donde se bombardea a diario pueblos y ciudades y donde las torturas, las violaciones, las desapariciones, las ejecuciones de civiles, la destrucción de hospitales y todas las formas de humillación psicológica y cultural son la rutina misma del yugo estadounidense― se ha bombardeado y se bombardea también nuestra madurez. En pocas horas se pueden destruir conquistas de siglos, esos pequeños progresos de la razón de los que hablaba Kant a finales del siglo XVIII. La madurez humana, es verdad, era bastante precaria, bastante insuficiente, bastante hipócrita a menudo, pero lo cierto es que la poca madurez que la humanidad había alcanzado ―cristalizada, por ejemplo, en un Derecho internacional violado, incumplido, malbaratado, pero formalmente vigente― ha sido aniquilado en cuatro años por los EE. UU. Para arrancarle los brazos a Ali Ismael en Bagdad o degollar a un campesino en Tarmiya o matar a 25 miembros de la familia de Rekad en Murgldib mientras celebraban una boda, para asesinar, violar y torturar en Iraq ha sido necesario cometer algunos actos aún peores desde el punto de vista de la humanidad: ha hecho falta mentir públicamente, destruyendo así todo marco de credibilidad; ha hecho falta manosear la democracia, desacreditando irreparablemente el concepto mismo de democracia; ha hecho falta quebrar todas las leyes y todas las formas, suspendiendo así el poder mismo de la ley y de las formas. Lo que EE. UU. ha bombardeado es la posibilidad misma de un contrato civil entre los hombres, de esa constitución universal, implícita en el uso mismo del lenguaje y en la impersonalidad de las instituciones, que garantizaba el mínimo de seguridad necesario para mantenernos siempre, incluso en situaciones de crisis o de conflicto, por encima de la selva. Hitler hizo lo mismo que Bush, pero el contexto tecnológico, ecológico y político actual determina que el gesto de Bush sea infinitamente más peligroso. ¡Más peligroso que el de Hitler! ¿Podemos imaginar una cosa así? También porque en esta ocasión ―66 años después de la invasión de Polonia por los nazis― las potencias europeas, todas sin excepción, han apoyado y apoyan cobardemente la destrucción de todos los contratos ―la lengua, la ley, las formas― y con ellos de todas las garantías y todas las infancias. Y porque este retroceso a la Edad de Piedra, a la ley del más fuerte prerromana, se hace en medio de un potencial tecnológico de destrucción sofisticadísimo cuyo control ―repito― es imposible. La combinación de máxima barbarie y máxima tecnología puede representar sencillamente la extinción de la humanidad. Este proceso no empezó con la destrucción de las Torres Gemelas, ni siquiera con los bombardeos sobre Afganistán. Empezó el día en que Collin Powell y Bush mintieron públicamente en las Naciones Unidas. Desde ese día los niños de Iraq están perdidos y todos los niños del mundo, incluidos los nuestros en sus blindadas casitas de juguete, están amenazados.

Su obra ensayística en los últimos tiempos ha estado particularmente enfocada hacia el Oriente Medio. ¿Por qué?

Biográficamente, los gestos decisivos suelen ser banales e inconfesables. En 1988 fui a parar, como una piedra desprendida de una pendiente y que rueda ladera abajo, a la ciudad de El Cairo, donde viví seis años muy intensos en todos los sentidos. Yo había escrito ya algún libro y era el típico izquierdista invulnerable, pero nada me inclinaba hacia esa zona del mundo, ni cultural ni políticamente. Allí conocí a dos personas excepcionales: Mahmud Fathi, un genio salido de una lámpara de pueblo que me lavó los ojos para la experiencia y Gamal Abd-l-Nasser, homónimo del líder panarabista y comunista lucidísimo, que me enseñó el modesto árabe que sé y me situó para siempre en la tormenta del Oriente Medio. Desde entonces me he mantenido vital y políticamente vinculado al mundo árabe. Hace siete años vivo en Túnez y he viajado algunas veces a Palestina, a Jordania, al Líbano o a Iraq, donde estuve dos veces; la última fue la víspera de la invasión estadounidense. No soy ni mucho menos un especialista en el tema ―si algo sobra en este mundo son especialistas―; fue más bien la casualidad la que me llevó a una región donde se está decidiendo el destino del planeta y donde es más difícil ―o más culpable― mantener los ojos cerrados.

Palestina e Iraq constituyen hoy, sin duda, los focos centrales, al mismo tiempo, de la ofensiva arriba citada contra la posibilidad misma de un contrato civil y de una ignorancia etnocentrista ignominiosa. Lo que me interesa de Oriente Medio es la respuesta a la pregunta: ¿por qué hay que destruir el mundo árabe, aunque ello arrastre consigo la destrucción de la humanidad? La respuesta es desgraciadamente muy sencilla: el petróleo e Israel. Pero me interesa también la respuesta a otra pregunta: ¿cómo se construye un otro destruible? ¿Cómo hay que conocer al otro para librarse de él? Mi admirado Edward Said nos enseñó que hay muchas formas de dominar a los demás: matarlos, encarcelarlos, invadirlos… o conocerlos. De hecho, para poder matarlos, encarcelarlos e invadirlos hay que conocerlos de una determinada manera. La necesidad de restablecer formas de directo dominio colonial, como en el caso de Iraq, ha restablecido también las formas de conocimiento inseparables del colonialismo del siglo XIX: eso que Said llamaba «orientalismo» para describir la intimidad orgánica entre el saber y el poder en un contexto de conquista. Lo verdaderamente «nuevo», inédito, sin precedentes, tras el 11-S es en realidad el retroceso a un mundo más antiguo y en él volvemos a ver a los árabe-musulmanes como los veían Renan o Hegel o Macaulay o lord Cromer. Los vemos en primer lugar como una unidad homogénea negativa, cómoda de manipular; mientras que el mundo occidental se caracteriza por la pluralidad, la diferencia, la diversidad, el mundo árabe-musulmán, poblado por 1 200 millones de personas pertenecientes a decenas de culturas y corrientes religiosas distintas, donde hay místicos, agnósticos, fanáticos y ateos, se convierte en un macizo indiferenciado, tal y como expresaba ejemplarmente un periódico español que, pocos días antes de la invasión de Iraq, publicaba en portada un gran mapa del mundo en el que se podía ver, marcada en rojo incandescente, la vasta mancha musulmana atenazando la pequeña y frágil Europa bajo un titular alarmante: «Temor general de que pueda encenderse la reacción de 1 200 millones de islamistas» (donde se identificaba a todos los habitantes de esas regiones, de Paquistán a Mauritania, no con el Islam, sino con el «islamismo»; es decir, con la amenaza «terrorista»). Pero si vemos a los árabe-musulmanes como una unidad negativa, los vemos también como una esencia refractaria al cambio, la movilidad, la democracia, los derechos humanos, los valores universales. Estos dos ideologemas básicamente racistas ―unidad e inmutabilidad―, rescatados del pasado y popularizados de nuevo por periodistas e intelectuales (de Huntington a Oriana Falaci y en España César Vidal o Pío Moa), ayudan a confirmar la ilusión de una «confrontación de civilizaciones» que es alimentada a su vez por los bienintencionados que, para no abordar el problema en términos políticos, proponen a cambio, como el presidente español Zapatero, una «alianza de civilizaciones», reproduciendo de esta manera la misma lógica y manteniendo fuera de juego las verdaderas razones del conflicto: las políticas, sociales y económicas. Este ideologema, por desgracia, tiene efectos performativos y en una zona del mundo en la que fueron encarnizada y meticulosamente perseguidas y aniquiladas todas las alternativas de izquierdas en los años 60 y 70, y en la que las propias potencias imperialistas alimentaron la única alternativa política que hoy existe ―la islamista―, en ese mundo árabe-musulmán, digo, el peligro es que las poblaciones se crean la «confrontación de civilizaciones» y den la razón a los que la quieren provocar. Para evitar este peligro sería muy importante que la izquierda antimperialista de Europa, pero sobre todo de Latinoamérica, donde se están produciendo las verdaderas transformaciones, estableciera contactos con el antimperialismo árabe-musulmán. El peligro ―denunciado muy bien por el activista jordano Hischam al-Bustani― es el de que el antimperialismo árabe-musulmám se sienta aislado, abandonado por el resto del mundo y tentado de recular a esquemas de victimismo identitario. En este sentido, no deberíamos sentir la menor pena en apoyar clara y decididamente a la resistencia iraquí, que en definitiva ha parado momentáneamente los pies a una ofensiva imperialista muy bien elaborada que desborda Mesopotomia y apunta a Siria e Irán, pero también a Cuba, Venezuela o Bolivia.

¿Qué opinión tiene acerca del control mediático y cultural que existe por parte de los grandes medios en España respecto a Cuba?

El verano pasado participé en unas jornadas sobre Cuba, y para preparar mi intervención me tomé la molestia de contar las entradas que los periódicos españoles habían dedicado a diferentes países entre el 1 de enero y el 29 de junio de 2005. El País, por ejemplo, había dedicado 296 noticias a Bolivia, donde había habido dos levantamientos populares que habían hecho caer a dos gobiernos; 334 a Indonesia, donde un tsunami devastador había matado a 250 000 personas; 473 a Afganistán, donde hay combates todos los días; 40 a Nepal, donde hay una Guerra civil y una intervención solapada estadounidense; 85 a Haití, donde había habido un golpe de Estado franco-estadounidense y donde están operando tropas españolas. Todos estos países son más grandes, más relevantes y padecen una situación infinitamente más dramática que Cuba, pero el número de entradas relacionadas con Cuba es muy superior: 618 exactamente, un poco menos de las que dedica al conflicto palestino-israelí y la mitad de las dedicadas a la guerra de Iraq. La proporción en otros medios importantes españoles (El Mundo o ABC) es más o menos la misma. ¿Por qué? La respuesta es muy sencilla: porque todos esos medios, que mantienen a veces diferencias muy ásperas entre sí por rivalidades económicas o de poder, comparten algo esencial. Todos son por igual ―digamos― «colaboracionistas» de un modelo esencialmente incompatible con la democracia que considera racional que la gripe aviar haga subir el valor de las acciones de Roche, que el despido de 22 000 trabajadores multiplique los beneficios de la compañía SMAK y que la privatización de la sanidad, la enseñanza, la agricultura y hasta los colores condenen a muerte a la mitad de la humanidad. ¿Por qué tantas noticias en torno a un país, como Cuba, del que por contraste hay muy poco malo que contar? Porque les molesta sencillamente su existencia. ¿Qué está pasando realmente en Cuba para que los periódicos capitalistas se ocupen tanto de un país en el que por contraste no pasa nada? Pues que resiste, que sigue resistiendo, que no ha sucumbido a ese modelo de destrucción y guerra generalizada que esos periódicos sostienen y tratan de legitimar. Esta obsesión con Cuba debe irritarnos, pero también quizás alegrarnos. Las malas y constantes noticias de El País o ABC o El Mundo en torno a un país del que lo que realmente les preocupa es su pura existencia, son en realidad para nosotros una buena noticia: la noticia, precisamente, de que Cuba existe. En los primeros seis meses de 2005 El País nos dio 618 veces la noticia de que Cuba existe y de que la Revolución con sus errores sigue viva. Si un día me despertase y El País (o The New York Times o The Economist) no dijese nada en absoluto o solo cosas buenas de Cuba, entonces me sentiría desesperado, pues para eso la Revolución Cubana tendría primero que ser derrotada.

¿Cómo se puede abrir un camino diferente en estos tiempos desde la filosofía?

Creo sinceramente que la filosofía puede hacer muy poca cosa. La conocida frase de Marx según la cual la filosofía, que siempre se había dedicado a interpretar el mundo, tenía que dejar paso a las fuerzas que querían transformarlo, pertenece precisamente a una época, como lo demuestra la propia obra de Marx, en la que interpretar era ya transformar de algún modo el mundo. ¿Cómo transformar en cambio un mundo en el que todo ha sido ya interpretado, en el que el forro del mundo está impudorosamente a la vista? La característica del capitalismo hiperindustrial, de eso que llamamos «sociedad del conocimiento», es la de que precisamente (lo decía el propio Berlusconi) «la verdad no cambia nada». Una de las consignas de la postmodernidad, tomada de Nietzsche, era la que invitaba a «seguir soñando sabiendo que soñamos» y esa consigna fue finalmente interiorizada por unas clases intelectuales que en Occidente han sido perfectamente capaces de alinear, como en dos estantes contiguos, sin fricciones ni mala conciencia, el conocimiento del horror y la aceptación del horror mismo. Hace unos días escribía que el capitalismo, que ha sobrevivido a revoluciones y crisis, ha sobrevivido sobre todo al conocimiento, a la publicidad de sus crímenes: eso lo hace casi invulnerable, al menos en los grandes centros urbanos occidentales. Lo sabemos todo y consentimos a todo. En este contexto, ya no se trata, pues, de saber qué son las cosas o cómo funcionan, sino de hacer sentir que nos conciernen. Al final de su vida, el filósofo alemán Gunther Anders aseguraba hacer filosofía a partir de los periódicos, considerando sencillamente inmoral dedicarse en tiempos de guerra a leer y comentar a Aristóteles o Heidegger (a los que, en cualquier caso, hay que utilizar y él utilizaba): «un filósofo que solo escribe para filósofos», decía, «es tan absurdo como un panadero que solo hace pan para otros panaderos». La filosofía tiene que aliarse modestamente a la poesía, a la historia, a la novela, al panfleto, para contribuir a conseguir ese efecto del que depende ―y vuelvo a la primera pregunta― la salvación de todos y cada uno de nosotros al mismo tiempo: el efecto de hacernos sentir vulnerables. Ya hemos interpretado todas las cosas, ya está todo a la vista, ya ha subido todo a la superficie: ahora de lo que se trata es de que lo que sabemos nos haga daño. Y de que los dañados ―los damnificados― estemos unidos y seamos cada vez más.