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Cuaderno de un retorno al país natal

Un gran poema caribeño de Aimé Césaire

Fuentes: La Ventana

Dentro del conjunto de títulos del escritor martiniqueño Aimé Césaire, destaca el extraordinario poema Cuaderno de un retorno al país natal, que comenzó a escribir en 1939

La obra poética de Aimé Césaire, nacido en Basse-Pointre, Martinica, en 1913, y fallecido en la capital de su país en 2008, es la de un clásico de la literatura caribeña. También ha llevado su calidad a altos planos dentro de la poesía en lengua francesa. De rica formación académica, adquirida esencialmente en la École Normale Supérieure de París, pudo, desde muy temprano, entrar en contacto con la gran herencia espiritual francesa y con un considerable número de autores africanos, otro de los elementos fundamentales de su quehacer intelectual. El tercer ingrediente esencial en la conformación de su corpus creador lo hallamos en su propia tierra, en su desgarradora historia de colonia explotada por una gran potencia europea.

Dentro del conjunto de títulos de este singular autor contemporáneo, destaca el breve volumen Cuaderno de un retorno al país natal, que comenzó a escribir en 1939 y fue dado a conocer, ese propio año, en una revista parisina: Volontés. La primera impresión que causa ―al menos a mí― este extenso poema, es la de un abigarrado y elocuente discurso ante la Historia, lamento y exaltación simultáneos por el sufrimiento y la fuerza vital de la raza negra, brutalmente sometida por un régimen empobrecedor y discriminatorio.

Poesía americana y universal, caribeña, lírica y, a un tiempo, con numerosos elementos épicos, sus dilatados versos, que se confunden con la prosa narrativa ―rasgo propio de una modernidad en la que Césaire estaba justamente inmerso―, poseen un aliento extraordinario, de gran fuerza comunicativa, no solo por el mensaje de dolor y de impiedad que hallamos en el centro de estas páginas, sino también por la maestría y la riqueza expresiva con que el autor ha ido elaborando su denuncia. Pero no se trata solo de eso, de una denuncia airada y con sagaces juegos irónicos; es, además, un magnífico ejemplo de alta poesía política, por sus calidades artísticas y la estatura ética que nutre sus imágenes y el relato todo de la historia visible y de la historia oculta.

De gran importancia es el criterio emitido por Benjamin Péret en el prólogo a la edición del poema de 1942, donde ―con total responsabilidad, como de quien sabe de qué está hablando y por qué― dice lo siguiente:

    Tengo el honor de saludar aquí a un gran poeta, el único gran poeta de lengua francesa que ha aparecido en veinte años. Por primera vez resuena una voz tropical en nuestro idioma, no para sazonar una poesía exótica, adorno de mal gusto en un interior mediocre, sino para hacer brillar una poesía auténtica, brotada de troncos podridos de orquídeas y de mariposas eléctricas devorando la carroña; poesía que es el grito salvaje de una naturaleza dominadora, sádica, que se traga a los hombres y a sus máquinas como las flores a los insectos temerarios.

Esa primera afirmación puede asombrarnos, pues abarca no solo a la poesía francesa o hecha por franceses, sino, además, a la poesía de otros países escrita en esa lengua. Por ello, podemos preguntarnos si el prologuista no estará exagerando, teniendo en cuenta que Francia posee una tradición poética de gran jerarquía, por el crecido número de figuras universales, ya establecidas durante siglos, que podemos reconocer en su historia literaria, y por la frecuente aparición de nuevos creadores relevantes, sustentada en la solidez de ese mismo acervo.

Cuando revisamos los nombres y las obras de los poetas de lengua francesa que se dieron a conocer entre los inicios de los años veinte y los finales de la década de 1930, nos percatamos en verdad de que el aserto de Péret no es falso. Los grandes maestros de la centuria pasada (Paul Claudel, Paul Valéry, Saint-John Perse, André Breton, Blaise Cendrars, Philipe Soupolt, Louis Aragon) habían comenzado antes, con la única excepción de René Char, quizás no tan importante para Péret en el momento en que prologa el texto de Césaire.

Justa es asimismo su valoración de Cuaderno de un retorno al país natal en tanto poesía de la mayor autenticidad. Ciertamente, este poema rebosa un entrañable y sustancioso diálogo de su autor con el tema central de su discurso, diálogo que emerge de lo más profundo de la vida del poeta, de sus más genuinas y sinceras emociones, por lo que resulta impensable que estemos ante una parafernalia verbal de pura retórica constructiva para «fabricar» una obra que no pretenda más que dejar una buena impresión de escritor sagaz en quienes se acerquen al mundo verbal de esta narración.

Esta poesía sale, como dice Péret, de la materia descompuesta, de una realidad brutal, violenta, desgarradora, a la que quiere responder con toda la energía de una raza que se reivindica más allá del sufrimiento y desde esa anuladora marginalidad a la que fue sometida durante siglos. Vemos en el lenguaje de Césaire una espontánea manera que le viene exactamente de esa fuerza de los elementos de la naturaleza insular con la que el poeta se identifica en su canto. El contrapeso de los horrores de la Historia lo encuentra el poeta en el mundo igualmente violento, pero sin culpa, de nuestra sobreabundante riqueza primigenia y en la propia estatura de la raza negra, suficiente para redimirse de los atropellos e injusticias. La raza humillada puede emerger desde sí misma, desde su miseria, no obstante haber sido degradada por las oscuras y devastadoras crueldades del colonialismo.

A todo lo largo de este testimonio de crudeza inusual, hallamos expresada, de diversas formas, una cólera reivindicadora, pero que no se contamina con odios ni resentimientos infructuosos, como nos dice el poeta en este fragmento, vertido al español por Lydia Cabrera:

    No hagáis de mí este hombre de odio para quien sólo abrigo odio pues para acantonarme en esta única raza conocéis sin embargo mi amor católico sabéis que no es el odio a otras razas lo que me hace ser el labrador de esta única raza lo que quiero es por el hambre universal es por la sed universal declararla libre al fin dar de su cerrada intimidad la suculencia de sus frutos.

Hay un momento de gran intensidad, en el que los humillados se levantan en un gesto que los eleva hasta colocarlos en su estatura real, en su sitio verdadero junto a los otros hombres y mujeres, en igualdad de condiciones. Veamos este fragmento, ya hacia el final:

    Y ahora estamos de pie mi país y yo, al viento los cabellos, mis manos pequeñas en su puño enrome y la fuerza no está en nosotros, sino por encima de nosotros, en una voz que perfora la noche y el oído con la agudeza de una avispa apocalíptica. Y la voz pronuncia que durante siglos Europa nos ha atiborrado de mentiras hinchado de pestilencia, pues no es cierto que la obra del hombre ha terminado que nada tenemos que hacer en el mundo que somos parásitos del mundo que basta con que marchemos al andar del mundo mas la obra del hombre apenas ha comenzado y al hombre le queda por conquistar toda prohibición inmovilizada en los rincones de su fervor y ninguna raza posee el monopolio de la belleza, de la inteligencia, de la fuerza y hay espacio para todos en el lugar de reunión de la conquista, y ahora sabemos que el sol gira alrededor de nuestra tierra iluminando la parcela que ha fijado nuestra voluntad sola, y que toda estrella caída del cielo a la tierra queda sometida a nuestro poder sin límites.

Percibimos un tono bíblico en esas líneas y cierto sabor whitmaniano en el vigor de las afirmaciones, como en otro fragmento posterior y muy cercano, donde leemos:

    Y ando buscando para mi país, en vez de corazones de dátiles, corazones de hombre que son los que hacen latir la sangre viril para entrar en las ciudades de plata por la gran puerta trapezoidal y mis ojos barren los kilómetros cuadrados de mi tierra paterna y enumero las llagas con cierta alegría y las amontono unas sobre otras como raras especies y la acuñación imprevista de tantas bajezas aumenta siempre mi cuenta.

Al final, el texto va in crescendo en un gesto reivindicador del cual va emergiendo la figura rescatada, ya libre y de pie, situada en la historia concreta de su tierra y en la historia universal en la innegable dimensión de su significado, como una imagen deseada que se sustenta en el profundo humanismo que ha nutrido al poeta, él mismo víctima también de la injusticia. La raigambre política de este poema y, especialmente, su calidad artística ―raíz, entre otras cualidades, de su indiscutible modernidad― lo sitúan en la mejor tradición poética americana y, como ya advirtió Benjamin Péret, de la gran poesía francesa.

El contraste entre las Antillas pisoteadas y degradadas del comienzo del poema con la imagen redimida del final, donde aparecen en su verdadera estatura los hijos de estas tierras, es un logro en la concepción general de la obra. Entre esas dos visiones de la realidad se despliega un poderoso canto a los horrores y miserias de una sociedad y de una raza, con preciosos y conmovedores cuadros de auténtico dolor, como el de este momento:

    Una tarde en un tranvía frente a mí un negro. Era un negro grande como un pongo que pugnaba por hacerse chico en un banco del tranvía. Trataba de despojarse en este banco pringoso del tranvía, de sus piernas gigantescas, de sus manos temblorosas de boxeador hambriento. Y todo le había abandonado, su nariz que parecía una península abandonada en una rada y hasta su misma negrura que se decoloraba bajo la acción incansable de una curtidura en blanco. Y el curtidor era la Miseria. Un murciélago orejudo, repentino: en este rostro las heridas de sus garras habían cicatrizado en islotes de sarna. Era un obrero incansable la Miseria trabajando en algún cuartucho horripilante. Se veía muy bien cómo el pulgar industrioso y malévolo había modelado el bulto de la frente, agujereado la nariz en dos túneles paralelos e inquietantes, alargado desmesuradamente el belfo y, caricaturesca obra maestra, había cepillado, pulido, barnizado, la oreja más diminuta y graciosa de la creación.

Miseria, muerte, degradación, violencia física y moral, sufrimiento, tristeza, humillación, escenas en apariencia irredimibles en medio de una naturaleza espléndida en la que, no obstante la riqueza de su diversidad y su belleza, percibimos el oscuro dolor de esos elementos. Reaparece en distintos momentos del relato poético ese contraste entre las dos realidades, herencia romántica.

En un poeta como José María Heredia, nuestro romántico mayor, el primero en América, hallamos igualmente esa comparación en aquellos célebres versos suyos: «las bellezas del físico mundo / los horrores del mundo moral», clara referencia a la opresión y la injusticia a que estaba entonces sometida la patria por la metrópoli española.

Similitudes más notables hallamos entre este texto de Césaire y las famosas elegías de Nicolás Guillén, otro poeta antillano de talla universal. Esas semejanzas vienen dadas por la condición racial de ambos, por los contextos históricos y sociales en los que han vivido y escrito, por las ansias de reivindicación social que anima las obras de los dos y, en no menor medida, por su coetaneidad, gracias a la cual, se formaron en la asimilación de múltiples elementos comunes, en tanto herederos de las transformaciones que trajeron las vanguardias artístico-literarias a la concepción de la cultura.

Por último, es importante señalar la aparición de este poema de Césaire en momentos en que en Europa, cuna del colonialismo sufrido en las Antillas, se movían, en acciones bélicas, las devastadoras fuerzas fascistas. Al iniciarse un infernal período de opresión, crímenes, ocupación militar y genocidio, desde una cruenta política racista y de pretensiones hegemónicas de una raza, se alza una obra de extraordinarias calidades artísticas para reivindicar una raza avasallada y, con ella, la dignidad de hombres y mujeres de todas las procedencias y culturas, rasgo capital del humanismo revolucionario de este poeta. A ello se refiere Péret en la presentación del poema para la edición de 1942. Allí nos dice el autor:

    Es maravilloso, entusiasma y reconforta altamente que en este año de 1942 (un año más de miseria y de abyección), cuando todos los poetas y artistas de Europa se ahogan asfixiados bajos los bigotes ―bajo el bigote blanco de Vichy que tan bien sabe encerar las botas; el bigote en agujero de bala de Berchtesgaden, etc.- un poeta haga oír desde América su grito único perforando la opacidad de una noche de bombas y de pelotones de ejecución.

     Fuente: http://laventana.casa.cult.cu/modules.php?name=News&file=article&sid=6201