Según organizaciones que trabajan con menores, en los centros de la Comunidad de Madrid prevalecen los criterios punitivos sobre los educativos. Como consecuencia aumentan las denuncias por abusos. Un ejemplo, Los Rosales I. «Al entrar te tratan como a un perro. Antes de saber siquiera si te portas bien o te portas mal, tienes dos […]
Según organizaciones que trabajan con menores, en los centros de la Comunidad de Madrid prevalecen los criterios punitivos sobre los educativos. Como consecuencia aumentan las denuncias por abusos. Un ejemplo, Los Rosales I.
«Al entrar te tratan como a un perro. Antes de saber siquiera si te portas bien o te portas mal, tienes dos vigilantes dándote rodillazos en la espalda y gritándote mientras te sientan. Es como si te hubiera cogido preso el bando contrario en una guerra. Luego te meten en una habitación, en un zulo, te tienen ahí encerrado durante días, porque siempre te dicen dos días pero luego lo retrasan aunque te estés portando bien». De este modo recuerda Juan -los nombres utilizados son ficticios, por motivos de seguridad- su ingreso en el centro de menores Los Rosales I, situado en el barrio madrileño de Carabanchel. La página web de la organización responsable de gestionar el centro, la Asociación y Fundación Respuesta Social Siglo XXI, muestra fotografías de jóvenes bañándose en un lago, cultivando la tierra o aprendiendo carpintería. Una imagen idílica que no concuerda con los testimonios de internos y trabajadores del centro a los que ha tenido acceso DIAGONAL. Éstos describen una realidad de constantes abusos y lamentables condiciones de vida en este centro de régimen cerrado con 32 plazas destinadas a menores de edad condenados por delitos graves. Los internos reconocen que hay educadores en el centro que cumplen su labor correctamente, pero coinciden en señalar que sufren «malos tratos psicológicos y abusos de autoridad por parte de algunos educadores y del equipo directivo», como señala en un escrito Daniel. Juan afirma: «La mayoría [de los educadores] se dedica a hacerte la vida imposible, a buscarte sanciones y a provocarte para que saltes, comportándose como si ellos fuesen los delincuentes y los que se necesita reinsertar». Denuncian diversas formas de humillación, desde desnudos sin causa justificada hasta sanciones constantes, pasando por insultos que revisten carácter racista cuando se trata de menores extranjeros. El catálogo de imprecaciones es extenso: «Debería existir la pena de muerte en España» y «Putos negros iros a vuestro puto país, que sois cucarachas» son sólo dos ejemplos.
Los ex trabajadores del centro entrevistados por DIAGONAL, que han preferido mantener sus nombres en el anonimato por temor a represalias de la dirección del centro, coinciden con los menores en lo habitual de «los abusos psicológicos y también físicos», éstos producidos generalmente durante los engrilletamientos. Política premeditada Fernando, nombre supuesto de un ex trabajador de Los Rosales I, recuerda su primera entrevista con la dirección: «Ésta te marca claramente las pautas del centro. No las educativas, sino el régimen disciplinario, que para ellos es el texto más importante que el educador tiene que conocer, la aplicación de ese régimen y la premisa básica, que es el cumplimiento íntegro de la medida [a la que ha sido condenado] el menor. Y sobre todo velar por la seguridad: se da a entender que se permite básicamente cualquier cosa». Fernando continúa: «El educador tiene una capacidad de sancionar muy amplia, y cualquier mínimo detalle puede estar incluido dentro del artículo 64 de este régimen disciplinario, que es básicamente que cualquier falta de respeto es sancionable». Las sanciones son de diversos grados, y entre ellos están la prohibición de salir al patio y el aislamiento. «Sales al patio y el mínimo ruido para ellos es como un intento de fuga y te meten otra vez para dentro. Estamos aquí casi como en Guantánamo», afirma Abel, menor que pasó año y medio dentro del centro. Jesús, ex educador del centro, coincide con Abel: «Si está sancionado no puede dejar de andar, no puede comunicarse con los educadores, no puede comunicarse con nadie, nunca puede estar parado, apoyado en la pared, Uno de los menores que ha pasado por Los Rosales I dice no sentirse «reformado sino con más odio» ni en cuclillas, ni sentado ni nada por el estilo, ni cantar, ni silbar, ni correr, ni nada».
La presencia de educadores que participan de los abusos no es casualidad, según se desprende de las informaciones recogidas. «Esos educadores están ahí puestos de manera premeditada y cumplen muy bien el fin de la dirección, que
es mantener una férrea seguridad evitando cualquier tipo de componente educativo. De hecho, cuanta más cercanía mantienes con los chavales a la hora de conseguir su confianza y todo ese tipo de cosas que se consideran imprescindibles a nivel educativo, te dan toques de atención. A mí me ha pasado porque mantenía una relación estrecha con los chavales: porque les daba la mano, porque entraba en sus juegos, etc. Me han dicho que no estaba bien visto y que para no tener problemas en el trabajo utilizase otra actitud, más distante», indica Manuel, otro ex trabajador.
En esta idea abunda un menor, que en una carta añade que «a los educadores que abusan de su autoridad no les decían nada». Además, las condiciones en Los Rosales I tampoco parecen ser las más apropiadas. Tanto educadores como menores afirman que faltan recursos para las actividades y que los fallos son constantes en el material eléctrico u otras equipaciones básicas como las duchas.
También señalan que el aire acondicionado no funciona en verano y que las ventanas no se pueden cerrar del todo, lo que supone un frío terrible en invierno. Abel describe la celda en la que vivía: «En dos pasos estabas a la puerta. Tres al servicio. Cinco si tenías que trepar a la litera de arriba, porque allí de escaleras nada. Tenías que subir a la silla, de la silla al escritorio y trepar como pudieras por la ventana. No se puede mover nada, está todo fijado. No hay espacio suficiente en las ventanas. En la celda sólo puedes tener pasta de dientes (la que te han dado, que no es para cepillarte, que lo que hace es que se te caigan los dientes) y un vaso de plástico y tu cepillo, y un par de revistas. Tenías ahí el servicio, si tenías la suerte de que funcionara el grifo, porque te podías tirar un mes o dos fácilmente sin poder beber agua o con la cisterna rota».
En cuanto a la alimentación, resume Fernando, el ex educador: «Es una auténtica bazofia». Escasa, y a la vez «encharcada en aceite», según Jesús, otro de los ex trabajadores, lo que tiene como consecuencia casos de obesidad al tiempo que algunos menores dicen pasar hambre. David añade: «A veces nos suben de postre fruta podrida hasta con animales como gusanos, tijeretas, etc.»
Los testimonios sobre la atención médica son también negativos y reflejan el irregular cuidado a los menores con problemas psiquiátricos, el mal uso de los diferentes medicamentos e incluso en ocasiones la negación de asistencia médica.
Reinserción dudosa
Los Rosales I, como todos los centros de menores, tiene como objetivo teórico «la reinserción social de los menores infractores». De acuerdo con los testimonios, no parece que lo consiga. Uno de los internos quien se define como «un menor que se arrepiente más de estar aquí que por lo que hice», dice no sentirse «reformado sino con más odio». Abel señala que hay educadores que «enseñan a coger odio, asco y el día de mañana, si sales a la calle, pegarte con otro que vaya por la acera». Otro ex educador, Manuel, resume: «Es como la grúa. Aparcas mal, la grúa se lleva el coche y lo deja en un depósito. Cuando pagas tu pena, lo sacas y te lo llevas. Esto es lo mismo: el coche lo único que ha hecho dentro es envejecer y sigue con su mal funcionamiento. Si antes funcionaba mal, ahora funcionará peor».