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En la muerte de un enemigo

Un hombre de este Estado

Fuentes: Rebelión

Hay días en los que los medios de comunicación lanzan conjuntamente, con rarísimas disonancias, un humo que te ensucia las manos, los oídos y los ojos. Más que de costumbre. Hay noticias que invitan a apagar la radio. Es fácil imaginar lo que se escuchará a continuación: será indignante y la indignación se te quedará […]

Hay días en los que los medios de comunicación lanzan conjuntamente, con rarísimas disonancias, un humo que te ensucia las manos, los oídos y los ojos. Más que de costumbre.

Hay noticias que invitan a apagar la radio. Es fácil imaginar lo que se escuchará a continuación: será indignante y la indignación se te quedará dentro, compartida sólo con amigos, sin poder convertirla en alguna forma de grito o acción colectiva, con un sabor amargo de derrota o de recuerdo de una derrota. Pero no apagué la radio la mañana del lunes día 16 después de escuchar la noticia de la muerte de Fraga. Y lo que vino después, no por esperado, fue menos nauseabundo. El hombre que organizó odiosas campañas de difamación contra la memoria de torturados y asesinados por la dictadura, como Julián Grimau y Enrique Ruano; el modernizador del aparato de propaganda y encubrimiento del franquismo; el responsable político de las matanzas de Vitoria y Montejurra; el referente y aglutinador del «franquismo sociológico» en los primeros tiempos de la Transición; el autor de la reconversión del caciquismo gallego en un aparato de poder; el fundador de un partido que representa un éxito póstumo del «atado y bien atado» de la herencia franquista… En fin, este personaje odioso cuyo justo destino hubiera sido la condena por colaboración necesaria en los crímenes del franquismo, ha sido presentado por políticos y periodistas de los más variados perfiles del establishment como un «padre de la patria» al que sus excelsas virtudes disculpan sobradamente de lo que, finalmente, no fueron más que expresiones de su «carácter volcánico» (sic); un tipo además lleno de nobles sentimientos, amante del jamón ibérico y de la empanada de berberechos, experto jugador de dominó… En medio de esta porquería, terminó sonando digno el recuerdo de Carrillo a Grimau, envuelto eso sí en los tradicionales elogios de velatorio de la hermandad parlamentaria. Y destacó por lo ridículo una anécdota que contó Alfonso Guerra y que vale la pena resumir: el día de constitución del primer Parlamento «democrático», Guerra vio venir por el pasillo de las Cortes a Fraga y pensó: «¡Este se me echa al cuello!». Consciente de que su imagen quedaba poco aguerrida, se apresuró a añadir: «¡O yo me echo al cuello de él!». Pero hete aquí que cuando se encontraron, Fraga le dijo: «Buenos días». A lo que Guerra respondió: «Buenos días». Y en ese instante mágico, esta figura emblemática del socialismo español concluyó: «Entonces pensé: ¡esto va a funcionar!». Pues efectivamente, esto ha funcionado y de qué manera. Sin ir más lejos, el pasado 20-N.

Toda esta hagiografía funeraria no es en absoluto banal. La historia oficial sirve para ocultar la historia real. Fraga embalsamado desplaza al Fraga despiadado, vengativo especialmente con quienes combatían a su régimen. Uno de ellos, el psicoanalista Francisco Pereña, que fue militante del FLP, escribe en su último libro, Incongruencias , lo siguiente: «… me enteré de que Fraga Iribarne había escrito un editorial o comunicado, que nunca tuve ocasión de leer, en el periódico falangista Arriba, en el que no sólo me desmentía sino que me calumniaba por el uso que yo hacía sobre la falsa denuncia o el falso testimonio de mi tortura. Este personaje, al que se me puede permitir calificar de desvergonzado, no sólo negaba que yo hubiese sido torturado, sino que lo denunciaba por no sé qué consigna o estrategia de destrucción y calumnia mía a la policía española. La policía me había torturado con impunidad, impunidad consagrada y sancionada por un juez, y ahora encima un canalla me calumniaba en público por haber manifestado a un abogado que fui torturado. El odio a este señor, a Fraga Iribarne, representante genuino de la desfachatez y la desvergüenza franquistas, se instaló en mí de modo permanente como protesta contra ese ejercicio, en el que se empeñó Fraga Iribarne, por acallar los gritos que surgieran de algún corazón dolorido a fin de que no llegaran a oídos de nadie. El grito del paria, al que se refería Heinrich Heine, debía ahogarse en esa mudez. Esa era la tarea de ese siniestro personaje».

Éste es un pequeño retazo de la historia real de Fraga Iribarne. Una historia, como tantas otras, amputada de la memoria colectiva, al servicio de un rasgo constituyente de la España franquista que forma parte del legado transmitido por la Transición y que el propio Pereña define así: «Este país quedó desposeído de mala conciencia». Y añade: «No hay aberración social mayor». Ante cualquier riesgo que turbe la conformidad establecida sobre el dogma de que la historia ha funcionado de la mejor, y en realidad única, manera posible, se produce inmediatamente un movimiento de consenso reactivo que restablece el orden. Aquí también, «no hay alternativa».

Gregorio Peces Barba, que exhibe cuando le conviene su condición de amigo de Enrique Ruano, ha pasado de puntillas sobre su memoria en el elogio fúnebre a Fraga Iribarne. El recuerdo hubiera estropeado la peana en la que le coloca como «hombre de Estado». Espléndida definición. Está perfecta así, en singular, sancionando la equivalencia entre el Estado del franquismo y el Estado de la Transición: Fraga pudo servir sin mayores contradicciones y en puestos de alta responsabilidad a esos dos Estados precisamente porque tienen fundamentos comunes, porque el Estado «democrático» nació contaminado del barro y la sangre de la dictadura.

«Un demócrata» canta el coro plañidero. Y es que en el discurso del poder «hombre de Estado» y «demócrata» son términos equivalentes. Cuánta razón lleva Jacques Rancière cuando en una entrevista en Público (15/01/2011) reclama la necesidad de repensar «completamente lo que democracia, en el sentido fuerte del término, significa». Y añade: «La democracia no es una forma de Estado. Es la realidad de un poder del pueblo que no puede coincidir jamás con una forma de Estado». El lenguaje del 15-M viene a decir lo mismo a ras de tierra: «Lo llaman democracia y no lo es». Hace tiempo que no lo escuchamos masivamente. La exaltación póstuma de Fraga nos recuerda hasta qué punto es necesario volver a ocupar las calles que deberían ser nuestras.

El odio es un sentimiento inquietante, incluso cuando está justificado. Aún con esa inquietud, odio a Manuel Fraga Iribarne. Mientras han estado y estén en el poder esa gente, esos «hombres (y mujeres) de Estado» que se han unido en «comunión democrática» en homenaje a uno de los suyos, nuestros muertos no descansarán en paz.

Miguel Romero es editor de VIENTO SUR

P.D: He escrito esta nota recordando a Enrique Ruano, amigo y camarada, sinónimos en aquellos tiempos. 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.