Acaba de ser juzgada y condenada en la audiencia de Pamplona Nagore Laffage, una joven estudiante de enfermería de veinte años. El delito que había cometido y del que la consideró culpable un jurado popular formado por seis mujeres y tres hombres fue el de ejercer su derecho a vivir en libertad, a ser respetada […]
Acaba de ser juzgada y condenada en la audiencia de Pamplona Nagore Laffage, una joven estudiante de enfermería de veinte años. El delito que había cometido y del que la consideró culpable un jurado popular formado por seis mujeres y tres hombres fue el de ejercer su derecho a vivir en libertad, a ser respetada como mujer y a decir sí o no a los hombres sin miedo.
Nagore no pudo defenderse de los cargos que se le imputaban porque su víctima, Jose Diego Yllanes, un psiquiatra de 27 años que trabajaba en el hospital de Navarra donde Nagore hacía sus prácticas, obcecado por la actitud beligerante de Nagore a la hora de hacer ejercicio de su derecho a vivir en una sociedad igualitaria y justa, se sintió amenazado e impelido a golpearla salvajemente y después a estrangularla con una sola mano.
Por todos estos hechos delictivos, el jurado sentó en el banquillo a Nagore e hizo recaer sobre ella la responsabilidad de su muerte, porque, sin duda, Nagore estaría viva si no se hubiera ido con Jose Diego Yllanes, al que sólo conocía de vista del hospital, confiando en disfrutar sanamente de su compañía en una noche de San Fermines, con la pasión y alegría de vivir propias de su edad; porque, sin duda, Nagore estaría viva si no hubiera besado en el ascensor a Jose Diego Yllanes confiando en que un hombre de aproximadamente su edad, que había tenido todas las oportunidades en la vida para ser una persona decente, un médico del hospital en el que trabajaba, iba a entender sus besos como lo que eran, ganas de pasarlo bien juntos, jóvenes e iguales, y no que podían ser interpretados como el deseo de una «relación apasionada» que consistía en «quitarle la ropa de forma brusca, rompiendo la trabilla del pantalón, un tirante del sujetador y el tanga por tres sitios»; porque, sin duda, Nagore estaría viva si no se hubiera sentido por ello agredida sexualmente, vejada por la actitud violenta de Jose Diego Yllanes, y si hubiera acatado con docilidad sus deseos en lugar de resistirse y ejercer su derecho a decir no; porque, sin duda, Nagore estaría viva si no hubiera esperado ingenuamente que Jose Diego Yllanes, un hombre joven, médico, con una educación privilegiada, respetaría su decisión en lugar de sentirse amenazado pues, ella, Nagore, «podía destruir su carrera y denunciarle»; porque, sin duda, Nagore estaría viva si Jose Diego Yllanes no se hubiera visto impelido a reaccionar «tapándole la boca para evitar que gritara y a golpearla de manera deliberada y repetidamente en diversas partes del cuerpo»; porque, sin duda, Nagore estaría viva si se hubiera dejado golpear en silencio y no hubiera tenido la desfachatez de intentar defenderse y arañar a Jose Diego Yllanes; porque, sin duda, Nagore estaría viva si no se hubiera rebelado frente a una situación a todas luces injusta y su rebeldía no hubiera obcecado hasta tal punto a Jose Diego Yllanes como para que «presionara con su mano el cuello de Nagore, produciéndole la asfixia y la muerte», ni como para que, después, intentara trocear su cadáver, le cortara un dedo, introdujera su cuerpo en bolsas, limpiara el piso, cogiera el coche de su padre y arrojara el cuerpo de Nagore en un paraje cercano a Pamplona.
Por cometer todos estos delitos, Nagore acaba de ser juzgada y condenada por un jurado que, pasando por alto las pruebas presentadas por la policía foral y los médicos forenses y las declaraciones de los testigos dio crédito únicamente a la versión de Jose Diego Yllanes y consideró que su muerte no había sido un asesinato sino un homicidio con atenuantes. Nagore murió por segunda vez cuando por segunda vez se le negó, ahora con una sentencia legal, su derecho, el de todas las mujeres, a vivir libres e iguales a los hombres, a ser respetadas y a poder decir sí o no sin miedo.
Con Nagore, nos sientan a todas en el banquillo. Muchos tertulianos, y también tertulianas, ya lo han manifestado en televisión y radio estos días: «La muerte de Nagore debe servir para enseñar a las mujeres a ser más prudentes». La responsabilidad, recae, una vez más, sobre nosotras. Las mujeres debemos vivir con miedo y educar en el miedo a nuestras hijas para que no las maten, porque si las matan será culpa de ellas y de nosotras, por su actitud y la nuestra, por su aspecto o por su comportamiento y su muerte no será un asesinato, tan solo «un hecho trágico», como definió la de Nagore el abogado de Jose Diego Yllanes, ilustre penalista de la universidad de Navarra.
Pero si de verdad las mujeres podemos aprender algo de la muerte de Nagore y de este lamentable e injusto juicio es que tenemos la responsabilidad de ser tan prudentes como para enseñar a nuestras hijas no a vivir atemorizadas sino a luchar por sus derechos, a luchar por ser libres e iguales a los hombres y poder disfrutar del sexo y del amor sin miedo; a luchar por no tener que morir por ello, como Nagore.
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa de la autora, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.