Me da un poco de miedo presentar este libro porque yo, escribo novelas mientras que, una de las grandes virtudes de La ciudad intangible es, en cambio, cómo, a pesar de ser un libro lleno de historias, de mitos, de bellísimos cuentos, no pertenece a ese género posmodemo en donde la literatura se confunde […]
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Me da un poco de miedo presentar este libro porque yo, escribo novelas mientras que, una de las grandes virtudes de La ciudad intangible es, en cambio, cómo, a pesar de ser un libro lleno de historias, de mitos, de bellísimos cuentos, no pertenece a ese género posmodemo en donde la literatura se confunde con la filosofía y de este modo, priva a la filosofía de su capacidad para enunciar la verdad. Creo por el contrario que La ciudad intangible es un ensayo filosófico, un ensayo que aspira a organizar la sabiduría y transmitirla. Durante varios años, yo tuve un maestro que era también un filósofo. Se llamaba Juan Blanco, era aristotélico, marxista, sevillano, ágrafo; daba clases socráticas en su casa y me enseñó que del ser se sigue el decir. No es el hecho perceptivo, explicaba, la verdadera realidad del árbol, sino que es la realidad del árbol la que origina el decir. Por eso decimos «de la semilla del pino sale el pino» y por eso no podemos olvidar que aun cuando el hombre corrija la naturaleza y modifique la configuración genética de la semilla, no podemos olvidar que está corrigiendo algo, que sin ese algo ni el hombre ni su lenguaje existirían. Discúlpenme esta pequeña digresión que solo quiere acudir a un argumento de autoridad. Porque yo no sé lo bastante de filosofía como para que me haya correspondido presentar este libro, pero si sé en cambio que a Juan Blanco este libro le habría gustado. Y esto, créanme, es el mejor elogio que puedo concebir. Una vez formulado me atrevo ya a darles mis opiniones personales, por así decirlo, las que atañen a mi concreta experiencia de lectura. La ciudad intangible es un libro que está a la altura de su propia audacia, la audacia de dar por terminada una de las grandes divisiones de la historia de la humanidad. Santiago Alba no decreta el fin del neolítico sino que logra que veamos hasta qué punto es cierto que ese fin se ha producido. Voy a citar ahora unas palabras robadas en cierto modo, puesto que las extraigo de un correo electrónico que me envió, pero como bien nos dice él mismo en su libro, respetar un mandamiento, en este caso «no robarás», supone aceptar que no hay ninguna cosa digna de que yo lo viole, y considero que el acto ritual de presentar y celebrar la edición de un libro que ahora nos convoca es sin duda digno de que yo robe para él unas palabras escritas en privado y las haga públicas. «Cada vez estoy más convencido», contaba Santiago Alba, «de que nuestro trabajo es sencillamente el de repetir cosas que se han dicho un millón de veces, las mas sencillas, las mas evidentes, pero encontrando las palabras o los procedimientos que permitan escucharlas de una vez. Casi todos los intelectuales tratan de decir algo nuevo, cuando de lo que se trata más bien es de hacer oír lo más viejo mediante desplazamientos ―como en los sueños―, condensaciones o incluso onomatopeyas. Ponerlas en otro sitio, sacarlas de contexto, empequeñecerlas a veces hasta que se vuelvan visibles (como un punto o una veladura en una pantalla de cine)». La actitud con que está escrita La ciudad intangible es, a mi modo de ver, la actitud admirable de quien no busca inventar el mundo sino alzar la mano y ante quien miente y falsea y oscurece los significados, decir: eh, un momento, eh, por qué debo aceptar que te lo lleves todo, que lo embadurnes todo. Por el contrario Santiago Alba discierne, separa y, en un juego que a él quizá le gustaría, también se para, se detiene para arrebatar algunas palabras necesarias, palabras como perseverancia, satisfacción o lentitud; en cierto modo la experiencia de la lectura de su libro, lo que nos ocurre mientras lo leemos, podría contarse con el título de aquella novela de Sten Nadolny: El descubrimiento de la lentitud. «Frente al poder, la parada», escribe, y también: «Pero precisamente el poder, el capitalismo, lo que no nos permite es pararnos». Su ensayo sobre el fin del neolítico logra, por el contrario, que nos paremos y es así, estando quietos, manteniéndonos quietos como logra también que veamos lo que creíamos ver, lo que creíamos conocer: aquella carta robada que estaba delante y parecía tan normal y era sin embargo tan catastróficamente anormal y se llamaba, se llama, sociedad de consumo. «Los videojuegos», ha escrito Jerry Mander, «son un buen entretenimiento para funcionar en un mundo más rápido. El objetivo del jugador es fundirse con el programa. Las señales electrónicas de la pantalla entran en su cerebro, recorren el sistema nervioso y estimulan la reacción de luchar o huir que sigue viva en nosotros y que en este caso se manifiesta en los movimientos manuales. No hace falta pensar mucho, ni se hace. El objetivo es reaccionar sin pensar, instantáneamente». El objetivo de este ensayo sobre el fin del neolítico es también que reaccionemos, sí, pero pensando. Y quizá lo que más me asombra, lo que todavía me estremece de este libro sea cómo después de ir poniendo delante de nuestros ojos las categorías que nos permiten comprender y asentir ante su diagnóstico sobre el punto en el que se encuentra nuestra cultura, si es que aún podemos seguir llamándola cultura, como decía, Santiago Alba es capaz de hacer que esa operación reflexiva y compleja e imaginativa nos lleve a establecer una norma de conducta y algo más que una norma, acaso una predisposición. Una vez, hablándome de un libro del filósofo austriaco Gunther Anders, La obsolescencia del hombre, Santiago Alba bromeaba y decía «me plagia sin el menor escrúpulo ni pudor lo que yo diré 50 años después». De otro libro de Anders tomo ahora estas palabras: «No importa que tú te alejes de las acciones que ponen en peligro la vida de la humanidad evitando tomar parte directa. Con esto no aseguras la paz y la supervivencia de la humanidad; como mucho consigues el placer de tener una buena conciencia. Pero no hay nada tan hipócrita coma evitar el mal solo porque se desea tener buena conciencia. Sacrificarse o aceptar ser un mártir son fines absolutamente egocéntricos. Y son consentidos y perdonados solo como extrema y ultimísimo vía de salida». Precisamente hasta aquí, hasta poder oír estas líneas y comprender que podríamos un día, quizá no muy lejano, llegar a hacerlas nuestras, es hasta donde nos conduce y acompaña este libro. También por ello le doy las gracias. |