Quizás el logro menos difundido y paradójicamente más denigrado de la lucha insurreccional que coronó en el poder a la revolución cubana hace algo más de medio siglo haya sido la forma en que fue aplicado, tras la victoria, el castigo ejemplarizante a los crímenes y demás crueldades de la tiranía de Batista. En la […]
Quizás el logro menos difundido y paradójicamente más denigrado de la lucha insurreccional que coronó en el poder a la revolución cubana hace algo más de medio siglo haya sido la forma en que fue aplicado, tras la victoria, el castigo ejemplarizante a los crímenes y demás crueldades de la tiranía de Batista.
En la medida en que las fuerzas de la insurrección se fueron consolidando en la lucha y se pudieron atisbar los primeros indicios de que la victoria era viable, el líder máximo de la revolución, Fidel Castro, comenzó a llamar a los combatientes, y a la población en general, a prepararse para un triunfo sin baños de sangre ni actos de vandalismo ni linchamientos ni venganzas personales.
La revolución prometía al pueblo, en cambio, juzgar y sancionar con severidad a los culpables de los asesinatos y las torturas de prisioneros, así como la confiscación y recuperación para el patrimonio de la nación de los bienes malversados por los personeros de la dictadura corrupta que se combatía.
Gracias a esta prédica por conducto de los rudimentarios, pero muy atendidos, medios de comunicación de que disponían las fuerzas insurrectas en las montañas y en la clandestinidad de las urbes y, sobre todo, al cumplimiento de esta línea de conducta por la revolución victoriosa, nadie fue ahorcado, arrastrado por las calles o ejecutado por las multitudes, como tantas veces había ocurrido en la historia de Cuba y en la de muchos otros países.
Fue por ello que no hubo en Cuba ejecuciones extrajudiciales de presuntos criminales de guerra y torturadores, sino arrestos con las debidas garantías de los acusados y captura de los prófugos con cabal respeto a la integridad de éstos, si no hacían resistencia armada a las nuevas autoridades recién constituidas.
Los tribunales revolucionarios, que funcionaron durante varias semanas inmediatas posteriores al triunfo de la revolución en enero de 1959, aplicaban la legislación cubana vigente con anterioridad a las modificaciones introducidas por la tiranía, junto a las previsiones de programa del Moncada -expuesto por Fidel Castro en el juicio en su contra por el asalto a la fortaleza de la tiranía el 26 de julio de 1953-, la Ley Penal de la Sierra Maestra y otras disposiciones legislativas de la revolución, todas ellas previas a los delitos juzgados y ampliamente divulgadas.
Es universalmente reconocido por la Jurisprudencia que la revolución es fuente de Derecho; la cubana no fue excepción.
La celeridad y la presión con que debían desempeñarse los jueces integrantes de los tribunales revolucionarios no fue óbice para que éstos trabajaran con notable profesionalismo, no obstante lo cual, como en toda actividad tan subjetiva como es la impartición de justicia, se hayan registrado errores e imprecisiones en uno u otro sentido.
El clamor popular llamaba a la severidad y las protestas más extendidas eran contra la supuesta levedad de los dictámenes. «¡Paredón, paredón, paredón!», pedían centenares de miles de familiares o compañeros de las víctimas de asesinatos, torturas y violaciones de todo tipo cuando se conocía que «por insuficiencia de pruebas materiales» las penas no eran extremas.
En sentido inverso presionaba la prensa estadounidense y una gran parte de los medios que en América Latina y Europa que se hacían eco de ello, contribuyendo a este aspecto de la entonces recién comenzada campaña de difamación contra Cuba que aún persiste al cabo de medio siglo.
«Castro está fusilando a sus enemigos políticos», era una de las más repetidas falsedades que fueron consignas que buscaban dar apoyo a las acciones de guerra contra la isla rebelde. Una de ellas fue la derrotada invasión de la Bahía de Cochinos (Playa Girón) organizada por la CIA utilizando mercenarios cubanos. Entre estos últimos se incluían algunos culpables de crímenes de lesa humanidad que, al ser capturados, pudieron ser juzgados y sancionados con el mismo rigor que antes habían logrado eludir huyendo a Estados Unidos.
Por aquellos años, la pena máxima se aplicaba cotidianamente en muchos países de Latinoamérica, especialmente en aquellos en los que gobernaban dictaduras comparables a la de Batista. Incluso no era ésta un castigo demasiado excepcional en algunos estados de Norteamerica, pero ello no fue obstáculo para que los actos de justicia en Cuba se utilizaran para difamar internacionalmente a la revolución que la aplicaba solo como sentencia de juicios cabales a asesinos y torturadores, excluyendo totalmente las ejecuciones extrajudiciales tan frecuentes en las dictaduras del continente.
A la luz de los reclamos bloqueados, o dilatados por muchos años, de justicia y castigo por los crímenes de las dictaduras militares patrocinadas por Washington al amparo del Plan Cóndor en numerosos países latinoamericanos, es preciso reconocer que los criterios políticos y principios éticos que guiaron a la revolución cubana en el castigo de los crímenes de lesa humanidad de la tiranía batistiana fueron paradigmáticos y dignos de reconocimiento y elogios, jamás de escarnio o censura.
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