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Un No al marxismo de axila

Fuentes: Rebelión

Al parecer, es agua pasada la época en que, en el orbe autodenominado socialista, los «marxistas de axila» -de sobaquera, les llamaban los cubanos- enfrentaban problemas prácticos, empíricos, portando sin tregua un mamotreto de filosofía, economía política, comunismo dizque científico, allí en ese a menudo agreste espacio anatómico, como para demostrar con fe de cruzados […]

Al parecer, es agua pasada la época en que, en el orbe autodenominado socialista, los «marxistas de axila» -de sobaquera, les llamaban los cubanos- enfrentaban problemas prácticos, empíricos, portando sin tregua un mamotreto de filosofía, economía política, comunismo dizque científico, allí en ese a menudo agreste espacio anatómico, como para demostrar con fe de cruzados que ellos sí estaban al tanto de las «sugerencias» -ordeno y mando- de los camaradas Karl, Friedrich y Vladímir… En un tiempo, igualmente Iósif. 

Pero no venimos aquí de francotiradores retrospectivos. Porque quién quita que, de alguna manera, en alguna ocasión, no nos hayamos despeñado por el mismo error: coincidir con los manuales, esos pasajeros de axilas irredentas, en remarcar en demasía, absolutizar, la significación de las fuerzas productivas (ojo con el otro extremo: el de negar su proverbial importancia), en su contradicción con las relaciones de producción, en detrimento de las personas de carne y hueso, que no rinden pleitesía a los «determinismos», como no consideraba el propio Marx que el capitalismo caería prácticamente solo, por obra y gracia de su paradójica naturaleza intrínseca.

De admitir ese estado de cosas, vox populi, el genio de Tréveris se habría sentado a la puerta de su hogar a esperar el sepelio de la odiada formación, en su paso cadencioso. Pero no. Sacrificando salud, felicidad y familia, hizo galas de su condición de hombre fáustico -se sabe: del goetheano Fausto-, dándose a una acción legitimadora de la subjetividad frente a lo «fatal», lo «objetivo». Y no cesó de insistir en que los obreros solo pueden capacitarse para crear una nueva vida en el proceso de la lucha.

Sí, a no dudarlo, en la sociedad las leyes se dan como premisas, tendencial, probabilísticamente, me repetía como un mantra mientras leía el libro de Michael Lebowitz Las contradicciones del «socialismo real». El dirigente y los dirigidos (Ruth Casa Editorial e Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello, La Habana, 2015). Junto con otros pensadores, el célebre profesor canadiense está empeñado en que se convierta en conciencia cotidiana la lógica de «producir juntos para satisfacer necesidades humanas. El hecho de no hacer esto y, en su lugar, de enfatizar [sobredimensionar] el desarrollo de las fuerzas productivas […] conduce inevitablemente a un callejón sin salida, el callejón sin salida que pudimos ver frente a nosotros. El punto era simple: como destacara Che Guevara, para construir el socialismo resulta esencial, conjuntamente con conseguir nuevas bases materiales, construir nuevos seres humanos».

¿Cómo? Bueno, la autogestión en el proceso de producción se erige en elemento fundamental. «El proceso en sí de participar en formas democráticas de producción es parte esencial en la producción de personas para quienes la necesidad de cooperación es una segunda naturaleza».

Pero concordemos, asimismo, en el hecho de que la autogestión en unidades productivas específicas no resulta suficiente. Sino que se precisa trocar un foco de egoísmo y autoorientación en uno de comunidad y solidaridad, o sea que «la necesidad de participar en soluciones colectivas para satisfacer las necesidades humanas debe ser reconocida como responsabilidad de todos los individuos. Y un Estado puesto por encima y más allá de la sociedad civil nunca pudiera producir gente con estas características. Más bien, solo a través de sus propias actividades a través de sus organizaciones autónomas -en el vecindario, la comunidad y a niveles nacionales- puede la gente transformar tanto las circunstancias como a sí mismas». Así que era (es) menester «el desarrollo consciente de una sociedad civil socialista».

De esa forma, se subrayan la centralidad de la gente y el despliegue de instituciones que le permitan transformarse a sí propia, lo cual no ocurrió en el modelo soviético. «Con su falta de producción democrática y cooperativa, su ausencia de una sociedad civil socialista y su mando burocrático realmente existente, el socialismo real no había producido los nuevos seres humanos que pudieran construir un mundo mejor». Conforme a nuestro autor, «más que sacar de la crisis la conclusión de que el socialismo había fracasado y que nadie podría volar jamás, la lección […] era diferente […] Nadie debería jamás volver a tratar de volar con esas cosas que solo parecen alas».

¿Colapso?

Si bien para muchos críticos el capitalismo está al borde del colapso, para Marx no suponía algo tan simple. No obstante su animadversión hacia el sistema que explotaba (explota) y destruía (destruye) tanto a los hombres como a la naturaleza, comprendió que este rezumaba (rezuma) vigor y que tendía (tiende) a crear las bases para su multiplicación.

Y es que está centrado en una relación entre propietarios, empujados por el deseo de ganancia (plusvalía) y obreros separados de los medios de producción y que no disponen de alternativa para mantenerse como no sea vender su capacidad de realizar trabajo (fuerza de trabajo). Ahora, ¿cómo se producen y reproducen sus premisas?, se interrogaba el genio de Tréveris.

De un lado, deviene fácil entender. «A través de la compra de fuerza de trabajo, el capital obtiene tanto el derecho de dirigir los obreros en el proceso de trabajo, como los derechos de propiedad de lo que el obrero produce. Utiliza esos derechos para explotar a los trabajadores (es decir, para obligar a la realización de trabajo excedente) y así producir bienes que contienen plusvalía. Lo que el capital quiere, sin embargo, no son esos bienes, sino realizar esa plusvalía al vender los bienes».

Así que, mediante la realización exitosa de la mercancía (y la consiguiente de la plusvalía), el capital consigue renovar los medios de producción gastados, contratar nuevamente trabajadores, mantener su propio consumo deseado y acumular con el objetivo de la expansión.

Claro, para seguir operando se trata de reproducir obreros como trabajadores asalariados. Entonces, ¿cómo garantizarlos, si mientras trata de reducir los salarios, recibe una enconada resistencia, con vistas a que estos suban, de modo que se pone en peligro la venta de la capacidad de «partirse el lomo» a fin de sobrevivir?

Dividiendo a los proletarios, para que compitan entre sí en lugar de cerrar filas frente al enemigo común. No solo utilizando los unos contra los otros, sino reponiendo sin sosiego un ejército de reserva de los desempleados, sustituyendo obreros por maquinaria. Según Marx, «la gran belleza de la producción capitalista» es que al originar «una población relativamente excedente de trabajadores asalariados», los salarios son «mantenidos dentro de límites satisfactorios para la explotación capitalista, y finalmente, se garantiza la dependencia social del trabajador con relación al capitalista, la cual es indispensable».

Y una razón adicional para la reproducción de la labor asalariada la constituye el que los trabajadores, a más de explotados, son deformados, por lo que no siempre se rebelan en tiempos de crisis. De acuerdo con el clásico, el capital explica la mutilación, el empobrecimiento, la «parálisis del cuerpo y la mente» del obrero, «atado de pies y manos de por vida a una sola operación especializada», que tiene lugar en la división del trabajo característica del proceso capitalista de producción.» En el capitalismo, a la larga, el desarrollo de la maquinaria completó la «separación entre las facultades intelectuales del proceso de producción y el trabajo manual». Resumiendo: pensar y hacer se tornan hostiles, se pierde «todo átomo de libertad, tanto en la actividad corporal como en la intelectual».

El proceso deriva en «vaciamiento completo», «enajenación total», «el sacrificio del ser humano como fin en sí mismo por un fin totalmente externo», Marx dice. Y dice muy bien, porque, a todas luces, como apostilla Lebowitz, «además de producir bienes y el capitalismo mismo, el capitalismo produce un ser humano fragmentado, cuyo disfrute consiste en poseer y consumir cosas». Y lo peor: «la tendencia inherente al capital es producir gente que piense que no hay alternativa. Marx estuvo claro en que el capital tiende a producir la clase obrera que necesita, obreros que consideren al capitalismo como sentido común».

Suelen pelear, por supuesto, pero por mejores salarios, días laborables más breves y menos intensos, y por beneficios con que satisfacer un mayor número de necesidades dentro de la relación salario-trabajo. Pero mientras aprecien «los requisitos del capitalismo como leyes naturales evidentes en sí mismas» -el mismo error, en sentido contrario, de los marxistas axilares de que hablábamos-, las luchas tienen lugar dentro de los límites de esa relación capitalista, y, enfrentados a la crisis, más tarde o más temprano actúan para apuntalar la formación socioeconómica. Cuando se trataría de comprender que «tiene que haber una alternativa a un sistema que por su propia naturaleza involucra una espiral de producción enajenada creciente, necesidades crecientes y consumo creciente; un modelo que la Tierra no puede sustentar.»

La alternativa

Una renovada visión teórica recorre el mundo. En su núcleo, la alternativa evocada por Marx: en contraste con una sociedad en que el obrero existe para satisfacer las necesidades del capital, «la situación inversa, en la cual la riqueza objetiva está para satisfacer la propia necesidad de desarrollo del obrero». Y este, el meollo de la concepción del socialismo, no constituye dádiva divina; se alcanza mediante la práctica revolucionaria, ese concepto subrayado por alguien de tino como «la coincidencia de lo cambiante de las circunstancias y de la actividad humana o autocambio», que atraviesa la obra del gran revolucionario.

Sin entrar en detalles consabidos, coincidamos en que, para el visionario alemán, la unidad del desarrollo humano y de la práctica constituye la clave que precisamos comprender si vamos a tratar sobre socialismo. «¿Qué tipo de relaciones productivas puede proporcionar las condiciones para el pleno desarrollo de las capacidades humanas? Tan solo aquellas en las que exista una cooperación consciente entre productores asociados; tan solo aquellas en las que el objetivo de la producción sea el de los propios obreros. Una administración obrera que termine con la división entre pensar y hacer es esencial, aunque está claro que esto requiere más que administración obrera en centros de trabajo individuales. Ellos deben ser los objetivos de los obreros en la sociedad, también obreros en sus comunidades.»

De ahí, convengamos, la exigencia de ser capaces de concentrarse en una actividad participativa en grado sumo en todos los aspectos de la vida. Práctica revolucionaria. Por su intermedio, en las comunidades, lugares de trabajo, instituciones sociales, nos (re)producimos como «seres humanos ricos» -en capacidades y necesidades-, en contraposición con los seres humanos empobrecidos que causa el capitalismo. Lo cual se empalma con «democracia en la práctica, democracia como práctica, democracia como protagonismo». Elemento sine qua non en el socialismo para el siglo XXI, ese «sistema orgánico de producción, distribución y consumo» en el cual «la producción social organizada por los obreros es esencial para desarrollar las capacidades de los productores y construir nuevas relaciones: relaciones de cooperación y solidaridad».

Empero, ¿cómo asegurar que nuestra productividad comunal, social, esté dirigida al libre desarrollo de todos, en vez de obedecer a los objetivos privados de capitalistas, grupos individuales o burócratas estatales? En este punto, y siguiendo la lógica de exposición de nuestra fuente principal, repasemos las posibles contestaciones barajadas por Hugo Chávez en su momento. Debemos velar por no perder la propiedad social mayoritaria, y por que esta implique una profunda democracia, en la que las personas funcionen como sujetos, en calidad de productores y de miembros de la sociedad, al determinar el uso de los resultados de su labor social.

Converjamos, en síntesis: la premisa es el desenvolvimiento de una sociedad en que trascendamos el interés individual y donde, a través de nuestra actividad, construyamos solidaridad entre la gente y al propio tiempo nos construyamos de forma diferente. Y esto pasará (pasa) por un espíritu que quiebre de una vez por todas añejas teorías «deterministas», desconfiadas de la subjetividad militante y empotradas en mamotretos de axila ojalá que definitivamente convertidos en piezas de museo.


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