Curiosos brotes van surgiendo en el encrespado follaje de Latinoamérica, en estos tiempos en que el acceso al poder de las tradicionalmente proscritas izquierdas de esta zona del mundo, parece un fenómeno al alcance de la mano. Las izquierdas han transitado por duros caminos y la reacción del imperio y las oligarquías de estos países […]
Curiosos brotes van surgiendo en el encrespado follaje de Latinoamérica, en estos tiempos en que el acceso al poder de las tradicionalmente proscritas izquierdas de esta zona del mundo, parece un fenómeno al alcance de la mano.
Las izquierdas han transitado por duros caminos y la reacción del imperio y las oligarquías de estos países contra sus avances ha venido, desde hace al menos cincuenta años, colmando de terror y de sangre el panorama de las que Martí llamó «nuestras dolorosas repúblicas de América».
Sin la voluntad de hacer una historia que resultaría muy larga, demasiado agotadora, vale la pena al menos recordar el amargo aniquilamiento de la Guatemala reformista de Jacobo Árbenz, aplastada por una conspiración de la CIA que hizo voltearse al ejército del país y estableció un régimen de exterminio que produjo la muerte de decenas de miles de guatemaltecos, con prisioneros arrojados a los cráteres de los volcanes, por sucesivas tiranías durante más de cuarenta años; el brutal golpe de estado preparado por el premio Nóbel de la Paz Henry Kissinger, entonces Seretario de Estado norteamericano, que condujo a la aniquilación de la democracia en Chile y a la desaperición y el asesinato de miles de chilenos; el golpe militar argentino de 1976, de factura y apoyo yanki, generador de crímenes sin cuento, y conceptos de exterminio político que eran prácticamente desconocidos en América y que parecían brotar de las mentes que planearon la creación de Auschwitz.
Durante la década de los años setenta, un mar de sangre envolvió a países que habían sido tradicionalmente democráticos, como Uruguay y Chile. Eran los tiempos de la administración de Richard Nixon, que culminó su presencia en la historia política patrocinando el asalto a Watergate.
Ahora los tiempos parecen haber cambiado. Desde los tiempos del gobierno de James Carter, la política exterior norteamericana empezó a enfatizar en el tema de los derechos humanos.
Ello no impidió, claro, que el ulterior gobierno de Ronald Reagan financiara y armara a los alzados contrrarevolucionarios que el entonces embajador norteamericano en Honduras, John Negroponte, infiltrara sistemáticamente en la Nicaragua sandinista hasta convencer a los nicaragüenses de que, la única manera de conseguir el fin del desangramiento al que los sometía la guerra promocionada por Washington, era sacar del poder al movimiento que había puesto fin a la mayor tiranía de la historia del país.
Como no les impidió hace apenas algunos años, propiciar el intento de golpe de estado en Venezuela que, desafortunadamente para ellos, no consiguió el apoyo unánime de las fuerzas armadas que había tenido el golpe chileno de 1973.
Es cierto que, paulatinamente, fueron desapareciendo las tiranías que los gobiernos de Estados Unidos y sus agencias de inteligencia y de estado habían promocionado, sostenido y usado. Los Estados Unidos decidieron simplemente pasar la página, y en modo alguno responder por lo que había ocurrido. Los nuevos gobiernos democráticos de América Latina, sucesores de las tiranías, procedieron de modo semejante.
Por ejemplo, el presidente Ricardo Lagos, socialista de un talante muy diferente al del asesinado presidente Salvador Allende propuso, en lugar de enjuiciar a los asesinos de miles de chilenos, simplemente indemnizar, pagar a los herederos en dinero contante y sonante por la sangre de sus muertos. Ni m´ss ni menos que el eficaz uso de la economía de mercado para resolver intrincados problemas morales y sentimentales.
Acaso en gestos como ese radique el pragmatismo de izquierda que le atribuye a Lagos uno de los más recientes politólogos que ha florecido en los tiempos que corren.
Me refiero a Joaquín Villalobos, excomandante guerrillero de El Salvador, antiguo jefe del Ejército Revolucionario del Pueblo y actual colaborador de la más exigente prensa de Europa y América. El propio Villalobos no vacila en ubicarse a sí mismo en esa peculiar tendencia que parece querer combinar a Marat con John Dewey.
Ser de izquierda es costoso: supone enfrentar a los dueños de la riqueza, que equivale decir a los dueños del poder, con los riesgos de todo tipo que ello implica.
Puede uno incluso ser asesinado.
Pero nadie quiere confesarse derechista. No viste bien, no es elegante. Muchos han encontrado la fórmula ideal: usar el nombre de la izquierda para asumir el programa de la derecha.
Villalobos participó en el proceso de pacificación de su país, prácticamente desmantelando su organización. Mientras jefes guerrilleros como Shafick Handal pasaron a integrar un Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional que es una de las principales fuerzas de la vida política nacional y que continúa en la legalidad el programa de izquierda de las guerrillas, Villalobos optó por una beca en Oxford que le llevó a establecerse desde entonces en Inglaterra y hacerse, unos años después, catedrático en esa exclusiva universidad británica, no sé al amparo de cuáles méritos académicos.
Para la reacción internacional, Joaquín Villalobos tiene un mérito excepcional, aunque ese mérito sea también motivo de execración no sólo para las izquierdas sino simplemente para las personas decentes del mundo: el politólogo oxfordiano es el asesino del poeta Roque Dalton.
Hace algunos años murió en California, con un nombre falso para evitar ser reconocido, Ramón Ruiz Alonso, el hombre que en la Granada del alzamiento fascista contra la II República Española, detuvo en agosto de 1936 a Federico García Lorca y lo llevó al gobierno militar comandado por el entonces capitán Valdés, del que sólo saldría para ser asesinado. El jefe granadino consultó a su vez al jefe fascista de toda Andalucía, el general Queipo de Llano, quien le ordenó a Valdés que matara al poeta.
Villalobos sumó en sí, e incluso sobrepasó, a todos esos criminales del fascismo español. Fue el Ruiz Alonso que prendió al poeta; fue el capitán Valdés que lo encarceló, fue el general Queipo que ordenó su muerte y seguramente estuvo entre los que directamente cometieron el asesinato.
Para justificar el incalificable crimen, el futuro politólogo acudió a una canallada suplementaria pero, eso sí, de un claro pragmatismo: propalar el rumor de que Roque Dalton era un agente de la CIA.
Le pareció que el descalificar a su víctima hacía menos grave su culpa, y si lograba que se creyera la nueva infamia, hasta podría parecer justificado el asesinato que él intentaba hacer aparecer como ejecución. Claro que los que conocíamos al hombre íntegro, al revolucionario verdadero que fue hasta su asesinato el poeta Roque Dalton no nos dejamos engañar por el rumor.
Joaquín Villalobos reunió en su persona todas esas infamias, con el absoluto agravante de que los asesinos de García Lorca eran fascistas declarados, abiertos enemigos del poeta republicano, izquierdista y homosexual, mientras que Villalobos dirigía la organización guerrillera en la que militaba Roque Dalton.
Ruiz Alonso fue a morir, avergonzado, a un oscuro pueblo de California con el nombre cambiado, temeroso de que alguien descubriera en él a quien propiciara el asesinato del más importante poeta que había nacido en su ciudad. A Villalobos le falta ese último pudor: pavonea su infamia por el mundo sin temor de que descubran quién es: conjuntamente, el Ruiz Alonso, el Valdés y el Queipo de Llano que propició, encarceló, ordenó el asesinato y mató al mayor poeta de la historia de su país.
Ahora, el excomandante oxfordiano (¿podría llamársele ex-ox?) hace análisis brillantes: predijo, por ejemplo, que el presidente Hugo Chávez perdería el referéndum que cómodamente ganó en agosto del pasado año. Equiparó, simplemente, la situación de Venezuela con la de la Nicaragua invadida por los contra organizados y abastecidos desde Honduras por el gobierno de Reagan. Se ha convertido en el asesor de Álvaro Uribe, el mandatario colombiano, que ha entregado su país a las fuerzas yankis organizadas en el llamado plan Colombia, y que mucho más claramente que a esa supuesta izquierda pragmática, cabría ubicar en la derecha posternada.
Ese es el pedigree del oxfordiano politólogo de la izquierda pragmática que le ha nacido a la América Latina y que colabora en la prestigiosa página de opinión del diario madrileño El País.
Alguna vez le escuche decir al poeta Eliseo Diego con respecto a los asesinos de García Lorca: «Que Dios los perdone. Yo no puedo».
¿Se animará Dios a perdonar a Joaquín Villalobos? No lo sé. Acaso sí, porque se dice que Dios es infinito en su benevolencia. Pienso que las simples personas decentes del mundo no pueden.