Presiento que lo que voy a escribir no va a gustar a mucha gente. No me preocupa demasiado: Mi intención no es sólo deleitar, mucho menos complacer a mandarines, sino tratar de mantener viva la memoria sobre un crimen tan brutal e indescriptible como poco difundido, con seriedad, por los medios de comunicación globales. Se […]
Presiento que lo que voy a escribir no va a gustar a mucha gente. No me preocupa demasiado: Mi intención no es sólo deleitar, mucho menos complacer a mandarines, sino tratar de mantener viva la memoria sobre un crimen tan brutal e indescriptible como poco difundido, con seriedad, por los medios de comunicación globales. Se habla con toda justicia de los crímenes de Hitler, de la diáspora judía, de las purgas estalinistas, de la brutalidad de Mussolini, de los «errores y daños colaterales» cometidos y perpetrados por el «emperador» Bush, pero apenas se dice nada de la dictadura más sangrienta y castradora, tanto por su intensidad como por su extensión en el tiempo, que haya existido en la Europa del pasado siglo: La presidida por el asesino iletrado Franco Bahamonde.
Sí, es cierto, la guerra civil española es uno de los episodios históricos sobre los que más libros se han escrito, pero también uno sobre los que menos se ha leído. Hay miles y miles de libros sobre la cuestión, muchos de ellos ilegibles, otros honrados y una minoría serios y rigurosos que casi nadie, después de comprarlos por tal o cual recomendación, ha sentido, siquiera, la curiosidad de ojear. A estas alturas, la desinformación intencionada sobre la terrible represión franquista, sin parangón en ningún país de nuestro entorno: Al lado de Franco, Mussolini fue «santo varón», llega a niveles tan increíbles como insultantes. Hoy, en esta España que presume de moderna y potente, la inmensa mayoría de los españoles cierra los ojos ante un periodo de horror como pocas naciones han conocido, nuestros chavales apenas saben quien fue Franco, incluso algunos de ellos -no tienen la culpa, es lo que oyen, lo que se les enseña en los centro oficiales de la democracia, públicos o concertados parasitarios- se atreven a cantar himnos fascistas y a defender públicamente al estúpido genocida, al individuo más perverso que ha dado nuestra nación en toda su historia.
Imbuido como estoy en dar las últimas pinceladas, o brochazos, a un libro -«Las grandes democracias contra la libertad de España», que espero esté en la calle para la primavera-, me he preguntado una y otra vez, con enorme ingenuidad, por qué ese silencio nacional e internacional sobre la tremenda represión que sufrió el pueblo español al acabar la guerra, por ese exilio que ha pasado a los anales de la historia como el más largo, prolongado y mutilador de los habidos en nuestro continente, por qué tanto «demócrata callado» ante la barbarie que se cometía en nuestro solar, por qué tanta polémica absurda sobre si unos y otros cuando no había unos y otros, cuando quienes incendiaron y planificaron un exterminio ideológico inaudito fueron los militares africanistas, la iglesia católica española y la plutocracia nacional con la ayuda de sus homólogos de todo el mundo. La respuesta no necesitaba tantos devaneos ni tanto tiempo perdido. Estaba a la vuelta de la esquina: Franco incendió España con la ayuda de Italia y Alemania, azuzando los bajos instintos de los mercenarios moros, acabó con la democracia, mató, torturó y expulsó del país, dejándolo huero, a cientos de miles de personas, entre las que estaban quienes formaban parte del verdadero Siglo de Oro de nuestra cultura y nuestra ciencia: Los hijos de la Institución Libre de Enseñanza, la mejor generación de españoles que hayamos sido capaces de parir y formar. Jamás volvieron los muertos, jamás los desaparecidos, se ocultaron los torturados aterrados para contagiar su lógico miedo a sus hijos y nietos, se desperdigaron por más de cuarenta países los desterrados, los que todo lo habían entregado al engrandecimiento de su patria, los que la habían amado con toda su alma y se encontraron, de la noche a la mañana, en los campos de concentración de una Francia derrotada, pesimista y vergonzante o en los brazos siempre cálidos de México -deuda eterna con el pueblo mexicano, con Cárdenas y sus magníficos diplomáticos-, Cuba, Argentina, Chile y tantos países que se brindaron a dar cobijo a esa insólita «Numancia Errante» de que hablaba Luis Araquistain.
Las piedras de España fueron hechas añicos por quienes manoseando su nombre, acudieron a la Legión Cóndor para destruirla; las familias españolas fueron masacradas por quienes decían defender la familia; la cultura española fue exterminada por quienes hablaban de un nuevo amanecer; nunca, en nuestro largo deambular por la historia, el desorden y el crimen organizado campearon por nuestro solar como cuando los traidores decidieron usar las armas del pueblo contra el pueblo; jamás, España anduvo tanto tiempo entre tinieblas y sangre. Y, ¿Cómo, después de un drama tan inmenso y prolongado, nos olvidamos, se olvidaron de lo que habían hecho con España? El régimen de terror implantado por los africanistas fue de tal magnitud que explica por sí solo el silencio, la indolencia, la apatía, la abulia de los españoles que, como gallinas ciegas, quedaron dentro del inmenso campo de concentración en que convirtieron a España; en cuanto a las grandes democracias, su silencio, la ocultación del genocidio franquista, sólo se entiende por su complicidad con la tiranía: Inglaterra, Francia y Estados Unidos, cada cual a su modo, fueron colaboradores necesarios para el triunfo de los genocidas, fueron, por tanto, cómplices de los asesinatos, las desapariciones, los exilios, las torturas que durante décadas asolaron nuestro país. Francia, porque estaba sumida en el miedo y en la decadencia más absoluta; Inglaterra y Estados Unidos -que ayudaron a Franco desde el primer momento vendiéndole todo tipo de pertrechos y poniendo en marcha el calamitoso Comité de No-Intervención- porque preferían tener a un dictador sanguinario pero obediente al frente de los destinos de España, que a un gobierno democrático que defendiese la soberanía nacional.
Existen miles de metros de celuloide grabados por los nazis sobre la destrucción de España, sobre el genocidio, el holocausto y la diáspora española. Los nazis grababan todo lo que hacían en España para poder aplicarlo después con mayor eficacia; existen miles de fotografías sobre la destrucción de España en los archivos españoles… Todavía espero ver una película como El Pianista, de Polansky, sobre nuestro drama; todavía aguardo oír a los grandes políticos, escritores, historiadores e intelectuales europeos y americanos hablar sobre el genocidio franquista; todavía espero que llegue el día en que no sea preciso escribir un artículo tan triste y desolado como el presente.
Hace setenta años, en días como estos de este frío enero, el ejército de la democracia española, el pueblo que se defendía en soledad contra el ataque del nazi-fascismo mundial, atravesaba la frontera de los Pirineos, agotadas sus fuerzas, sin resuello, sin moral, con hambre, con furia, con rabia, con impotencia. Después de luchar heroicamente para defender su libertad y la del mundo libre, fueron encerrados como criminales en campos de concentración que semejaban pocilgas. Muchos murieron en ellos, otros contribuyeron a liberar París, otros fueron llevados a los campos de exterminio nazis, otros devueltos a los patíbulos españoles, otros escaparon a México. Setenta años del fin de una guerra que nunca debió ser, setenta años del comienzo de una dictadura que no habría existido si las grandes democracias así lo hubieran querido tras el triunfo aliado: Setenta años de silencio, de ocultación, de hipocresía, ignominia internacional. Sólo México, una pequeña potencia convertida en gigante de la dignidad humana, del derecho de gentes, se atrevió a defender la causa de la democracia republicana española en todos los foros, contra todas las democracias que escondían la cabeza debajo del ala o veían con buenos ojos una dictadura en España. Son, las razones de un silencio ruin, de uno de los mayores escarnios históricos de nuestro tiempo.
Pedro L. Angosto. Historiador.