El luctuoso mundo de la tauromaquia, tembloroso ante la próxima votación de la ILP en Cataluña cual visón arrancado de su jaula para ser desollado en nombre de la moda, está disparando el número de entradas en Google en su desesperada búsqueda de personajes dispuestos a apoyar la continuidad de la lidia, actividad sangrienta, cruel […]
El luctuoso mundo de la tauromaquia, tembloroso ante la próxima votación de la ILP en Cataluña cual visón arrancado de su jaula para ser desollado en nombre de la moda, está disparando el número de entradas en Google en su desesperada búsqueda de personajes dispuestos a apoyar la continuidad de la lidia, actividad sangrienta, cruel y agónica, que por afición a la violencia burdamente enmascarada como erudición, o al dinero público y abundante, sigue contando sin embargo con algunos partidarios.
Entre estos baluartes mediáticos de la brutalidad se encuentra el filósofo francés Francis Wolff, devenido en sofista según el sentido aplicado al término por Aristóteles y Platón, lo que demuestra que la Universidad, puede tanto albergar a formadores obsesionados con la perpetuación de la tortura a los animales, como a enseñantes de la talla de Mercedes Cano Herrera, Profesora de Antropología de la Universidad de Valladolid y tan admirable como valiente luchadora por la defensa de los derechos fundamentales de todos los seres, sean éstos inmigrantes, pobladores indígenas, toros o galgos. Sí, caballeros, no nos intimidan las cátedras de sus figurantes, nosotros también contamos con educadores que además de su disciplina, saben transmitir respeto y protección hacia la vida de terceros.
Afirma el Señor Wolff que ve en el torero a «un héroe contemporaneo». Nos preguntamos en primer lugar, si la heroicidad no exige que el coraje demostrado en la intervención lo sea como consecuencia de un hecho inesperado y sobrevenido, y por otra parte, si podemos calificar de hazaña o virtud, martirizar y asesinar a inocentes. Se nos ocurren varios ejemplos de psicópatas aclamados por su «arrojo».
Francis Wolff, explica que «el toro es cierto que no quiere luchar, pero no porque sea contrario a su naturaleza combatir, sino que es contrario a ella querer». Tal vez, pretende hacernos creer que este animal no desea, no «quiere» vivir; seguramente, intenta reducirlo a un objeto sin actividad cerebral para que de ese modo, su tormento se nos antoje igual de dañino que atravesar el agua con acero o seccionar una cuerda con un cuchillo. Este hombre, no sabemos si por ignorancia oportunista o auténtica, no duda en prostituir la ciencia. Millán Astray inclinaría su cabeza ante quien muestra tan coincidente criterio.
Sigan indagando en pos de nombres en el buscador Señores de la Tauromaquia, pero jamás encontrarán a una sola persona, que logre el prodigio de convertir el crimen cometido con un ser plenamente consciente de su padecimiento físico y psíquico, en un simple pasatiempo cultural donde nadie sufre y todos gozan. Incluído el toro, ese monigote carente de deseos y «quemado en efigie» según Francis Wolff. Podrán silenciar los mugidos de dolor del animal, pero nunca conseguirán amordazar nuestras voces.
Rebelión ha publicado este artículo con permiso de los autores, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.